¿Qué hacemos con la tierra? ¿Qué nos hacemos?
De jardines terapéuticos a artistas urbanos o ciberjardines, Santiago Beruete cierra su cuarteto sobre la naturaleza con 22 historias que invitan a buscarla
“Mientras dediquemos más tiempo a preparar las vacaciones que a la partida de este mundo, nos costará abandonarlo”. El libro Un trozo de tierra, de Santiago Beruete, cierra el cuarteto sobre el poder transformador de la naturaleza formado por sus exitosos Jardinosofía (2016), Verdolatría (2018) y Aprendívoros (2021), todos ellos publicados en Turner. Tal vez por eso, tiene algo de legado de este profesor de instituto convertido, a base de tesón, entusiasmo y libros, en “el filósofo verde”.
Como desarrolla en los 22 relatos que conforman este volumen, Beruete está convencido de que la naturaleza es sana. Lo ha puesto en práctica con su propia vida y ha tratado de hacerlo con sus alumnos. “Los huertos y jardines tienen algo que despierta incluso en los peores estudiantes las ansias de superación”. Por eso ha indagado en la historia de esa relación sanadora y ha analizado la contraria: la que hemos establecido con el medio ambiente, que él atribuye a la urgencia de sobrevivir antepuesta al riesgo de conocernos como personas y como especie.
Así, en este cuarto libro, dedicado a quienes cultivan la compasión, Beruete busca una realidad alternativa que existe y nos cuesta ver por la inercia en la que nos acomodamos. A través de historias, propias e imaginadas, defiende jardines no basados en el provecho y el rendimiento, sino en la belleza y el descubrimiento. Por eso, claro, defiende plantar para no morir. Para que una víctima deje de serlo —uniendo su vulnerabilidad a las de otras personas: mujeres maltratadas, personas que lo han perdido todo o niños convertidos en soldados―.
Cuidado porque no es este un libro que acoja a todos los perdedores, simplemente reúne a los que han sabido encontrar otra vida. A los que han aprendido que, cultivando el exterior, uno se cultiva. Por eso Beruete habla de todo. De amor, mucho: “Solo los amantes amigos perduran”. O: “Los grandes amores no fundan dinastías”, señala para describir la dificultad de amar habiendo tenido unos progenitores que se adoraban.
Para este profesor de filosofía y psicología en un instituto de Ibiza, la jardinería y la pedagogía constituyen dos caras de una misma moneda. Por eso, como hace con sus alumnos, recuerda a sus lectores lecciones de adaptación al medio antes de que sea demasiado tarde. La primea es ubicarse: no verse como un defensor de la naturaleza sino como un hijo de ella: “Tenemos una relación umbilical con la tierra”. En su propia infancia —privado de una madre que estaba enferma— el jardín asilvestrado le abrió otra puerta de la vida. Esa puerta está en este libro. Tan íntimo y tan lejano a la vez. Tocar la tierra habla de la siembra a distancia —ese es el significado literal de la palabra metástasis— para reivindicar la permacultura terapéutica y su mantra: cuidar de la tierra es una forma de cuidarse.
Aunque Beruete ha inventado y recompuesto un elenco de términos que escapan definición: solastalgia (desaparecer en el mapa), permaeducación, jardinética (convertir espadas en arados) u hortiterapia (sanar cultivando), el libro defiende una peculiar forma de huida del mundo: regresar a la tierra. Por eso tiene personajes como Clara Fontana, “articultora” que prepara bombas de semillas para asilvestrar la ciudad. Beruete no se pregunta si una mujer sin techo, como Clara, podría reunir la energía para hacer eso. Simplemente apunta que eso podría curarla. Por eso habla de transformar la desesperación en impulso creativo y de hacer que el arrepentimiento desemboque en un mundo más amable.
Aunque contiene un diálogo imposible, y algunos, pocos, adjetivos forzados, este es un libro precioso. Está repleto de conocimiento y esperanza y sembrado de maravillosas citas —con las que encabeza cada capítulo— para que conozcamos tanto al Beruete lector como al escritor. De la elevación baja a la precisión: “Formentera se había convertido en un destino muy cotizado del turismo de lujo, donde los ricos jugaban a vivir como pobres”. Y de las esferas de lo vegetal, a razonamientos vitales: “Se nos ha enseñado a encontrar miles de buenas razones para sobresalir, pero me pregunto si no contribuimos así a la infelicidad del mundo. He comprendido, quizá demasiado tarde, lo absurdo de cifrar todas nuestras esperanzas en alcanzar las metas propuestas en lugar de simplemente disfrutar con lo que hacemos”.
Ni ecomoralista ni “activista santurrón”, Beruete no se engaña. Se describe en una sociedad dominada por las prisas y enferma de codicia advirtiendo de que “gran parte de la política medioambiental está destinada a preservar nuestro estilo de vida, más que la fauna y la flora salvaje o la salud de los océanos”. Por eso concluye que es imposible transformar la sociedad sin transformarnos a nosotros mismos. No necesitamos más tecnología para solucionar los problemas creados por la tecnología. La clave es a cuánto estamos dispuestos a renunciar por el bien común. Advierte de que la conciencia ecológica no puede ser un signo de estatus, de cultura y por lo tanto un indicativo de desigualdad. Y anima a reconocer el mérito ajeno y a no permanecer insensible al sufrimiento de los demás. ¿Qué más debe suceder para que despertemos del letargo? Todos piensan en cambiar las reglas del consumo pero nadie en cambiarse a sí mismo.
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