Jardines deliciosamente virtuales
Documento de los sueños de perfección social, los espacios verdes se abren ahora al inabarcable mundo cibernético
El nuevo libro Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines ofrece un repaso a la estrecha relación entre el mundo de las ideas y el arte de atender las plantas.
Si bien la historia de los ciberjardines está todavía por escribir, las tecnologías abren un horizonte inabarcable e inquietante. Estamos ante una manifestación nueva, característica de la era digital, que utiliza programas de realidad virtual y telepresencia para generar simulaciones electrónicas de un jardín. El objetivo ideal de estos dispositivos, al que nos vamos aproximando de día en día, sería crear en el usuario la ilusión tridimensional de un espacio ajardinado con el que poder interactuar. En un futuro no muy lejano será posible sumergirse en una realidad perceptiva continua, semejante a la avalancha de impresiones sensoriales que inundan nuestros sentidos cuando nos desplazamos por un parque real. En la medida en que podamos no solo deambular por esos incorpóreos paisajes, sino también disfrutar de una visión de 360º e incluso manipular el entorno, la experiencia del jardín dejará de estar asociada a un espacio físico concreto.
Baste recordar el jardín virtual que se ha creado en el aeropuerto de Ámsterdam para ayudar a combatir el estrés de los pasajeros, o las aplicaciones ya existentes para smartphones y tablets que permiten diseñar, cuidar y regar jardines en las pantallas táctiles, por no mencionar las representaciones de jardines en Second Life y otros entornos digitales. Tal vez su propósito no sea suplantar la vida material, sino ampliar la experiencia humana, pero cabe el riesgo de que este tipo de simulaciones virtuales llegue a ser más sugerente, intensa o cautivadora que la propia realidad, como han advertido ya algunos especialistas. Tan solo de imaginarlo nos invade ese “horror delicioso” característico de lo sublime, y no podemos sino pensar con cierta melancolía que los jardines siempre han sido un refugio para soñadores. Mientras esperamos que surjan los nuevos Le Nôtre, Capability Brown y Olmstead del arte de los ciberjardines, podemos preguntarnos qué metáfora de la felicidad y qué símbolo de la buena vida materializan.
Si partimos de la tesis aceptada por muchos estudiosos de que los filmes de ciencia-ficción expresan nuestras ansiedades y miedos acerca del futuro, y las dudas que suscitan los avances de la ciencia y la tecnología, y su carácter ambivalente, a un mismo tiempo creador y destructivo, benéfico y amenazante, las extrañas criaturas vegetales que protagonizan algunas de esas cintas hablan de la problemática relación del hombre con la naturaleza. Algunas veces plantear una reflexión sobre los problemas medioambientales, en otras ocasiones cuestionan el progreso y los límites de la investigación, y a menudo también pretenden advertirnos sobre los riesgos de la manipulación genética y el impacto de la actividad humana.
El hecho es que las plantas ocupan un lugar de honor en el imaginario de la ciencia-ficción. A veces se enfrentan a los protagonistas; otras les sirven de guía o son sus aliados; y en ocasiones también representan un oasis de felicidad. Y por más que, técnicamente, provengan del espacio exterior o de un laboratorio, en realidad brotan de la profundidad de la psique humana. Son una proyección del inconsciente y una fantasía poética. La imposible comunicación con esas criaturas verdes facilita, justamente, la transferencia de nuestros recónditos temores y angustias, convirtiéndolas a un mismo tiempo en el símbolo de lo que se pliega y escapa a nuestro dominio.
El ancestro, si se puede calificar como tal, de esta vasta flora alienígena y mutante es la mítica mandrágora. A esta planta herbácea del grupo de las solanáceas, también conocida como manzana de Satán o del amor y hierba de Circe, de hojas verdes oscuras, flores blancas ligeramente teñidas de púrpura y frutos parecidos a pequeñas manzanas malolientes, que crece en el suelo boscoso y en las umbrías orillas de ríos y arroyos, la rodea un aura mágica. Esta reputación se debe a la supuesta forma humana de sus raíces (el agrónomo latino Lucio Columela la llamó “semihomo”) más que a sus propiedades narcóticas, medicinales o a sus virtudes generativas y afrodisiacas.
Según una leyenda medieval, los mejores ejemplares crecían justo debajo de los patíbulos, a partir del semen que, antes de expirar su último aliento, eyaculaban los ahorcados sobre la tierra. La persona que recolectaba la mandrágora debía tener la precaución de taparse los oídos para no enloquecer o, en el peor de los casos, morir con el grito que emitía su raíz cuando era desenterrada, tal y como se cuenta en Romeo y Julieta, de Shakespeare. Un procedimiento para arrancarla del suelo sin correr riesgos innecesarios fue propuesto por el historiador romano Flavio Josefo, quien recomienda atar el extremo de una cuerda al tallo y el otro a un perro negro convenientemente adiestrado para que, al acudir a la llamada de su amo, la desplantara de un tirón antes de expirar. Se cuenta que los nigromantes y los alquimistas las empleaban para crear homúnculos, esto es, seres artificiales que utilizaban como sirvientes. Así que el cine y la literatura de ciencia-ficción han reinventado el mito medieval de las mandrágoras, actualizando su contenido.
Los jardines expresan no solo una cosmovisión y un proyecto de sociedad, sino también un ideal de vida y un modelo ético. Los jardines han constituido desde la antigüedad una metáfora intemporal de la buena vida, una representación sensible de la felicidad y un valioso documento de los sueños de perfección social. Además de plasmar de forma privilegiada la relación del hombre con la naturaleza y de traducir en un lenguaje plástico y sensorial la ideología vigente en cada etapa histórica, transmiten mensajes cifrados del inconsciente colectivo y materializan fantasías utópicas.
No se tiene la misma experiencia del jardín como jardinero y artífice que como espectador y paseante. Mientras que, para el primero, las manipulaciones del entorno físico y la ordenación del espacio representan un medio de expresión de su individualidad, para el otro el jardín constituye sobre todo una obra de arte viva, un texto vegetal dotado de una rica simbología, que se ofrece a la lectura de la sensibilidad y de la inteligencia. Los jardines cuentan un relato al visitante. Salir al jardín siempre supone entrar en nosotros mismos.
Difícilmente se puede exagerar la importancia del jardín en la historia de las ideas y la concepción de la buena vida. En primer lugar porque es uno de los espacios eutópicos por excelencia, bello y feliz, como genealogía mítica que se remonta al génesis. Desde el más suntuoso parque de recreo hasta el más humilde huerto familiar, invoca el recuerdo del edén, arquetipo de las utopías y todos los paraísos soñados por la humanidad. Jardinería y filosofía restauran cada una a su manera nuestra confianza en el mundo, constituyen un modo de vida y un discurso.
Santiago Beruete es profesor de Filosofía y Sociología.
Plasman la relación del hombre con la naturaleza y traducen a un lenguaje sensorial la ideología vigente
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.