El bosque como museo, pulmón y hospital
El libro ‘En el camino de las plantas’ describe la historia, el aspecto, la ubicación, la naturaleza y las propiedades de las plantas con una capacidad transformadora y en las que apenas reparamos
No se entra en un paisaje como un conquistador sino como invitado. La frase es de Marco Martella y, consciente o inconscientemente, Rosa Barasoain (Tafalla, 66 años) la ha hecho suya. En su libro En el camino de las plantas (La Fertilidad de la Tierra Ediciones) recorre los lugares donde ha descubierto, conocido o aprendido a identificar esas plantas. Y traza también la historia y las propiedades de cada una de ellas casi como quien idea una vacuna de texto para tratar de mitigar su descuido y su desaparición.
Por eso su libro es como un paseo por el bosque. Y también como el testamento de un mundo en extinción: la naturaleza que va menguando y nuestra capacidad para buscarla, verla y cuidarla, que también mengua.
Con ilustraciones de la arquitecta Leticia Ruifernández (Madrid, 46 años), Barasoain explica cómo encontró su primer ajo de oso, una planta depurativa y medicinal que refuerza el sistema inmunitario porque mejora la flora intestinal, y que solo se encuentra en las profundidades del bosque.
Las prímulas son, como su nombre indica, las primeras flores que crecen con el agua del deshielo en el sotobosque. Infusionadas, sirven para calmar a los niños nerviosos. Hay muchas y de diversos colores, pero las comerciales pueden ser tóxicas y urticantes. La que no pica, en cambio, es la ortiga muerta, cuyas hojas son verdura hervida.
La cola de caballo llega también con la primavera y tiene forma de espárrago hueco y el color de la avellana. Es astringente y aunque es un bien escaso, en Japón se come rebozada.
El alto precio de las orquídeas lo atribuye la autora a su perfume y a las falsas leyendas que la dibujan afrodisíaca, y como un reconstituyente sexual.
Esparcidas por el campo, las chiribitas anuncian la primavera. Y su nombre botánico, bellis perennis, tiene la ambición de la eternidad y la humildad de las margaritas silvestres. Su nombre deriva del griego, y se traduce como perla: perlas de prado que no tienen aroma pero sí construyen el manto que celebra la primavera.
Entre las plantas más conocidas también está el romero. “No hay olor más santo”, escribió Mallarmé. El nombre, rosmarino en italiano o rosmarí en catalán, explica que es un arbusto aromático “con no menos virtudes que las rosas”, apuntó Juan de Herrera.
Las caléndulas persiguen la luz solar abriéndose cada mañana y cerrándose en el ocaso. Cuesta encontrar el pie de oso al que llamaban palacio de Hércules porque puede llega a medir más de dos metros. El médico francés Henri Leclerc, que vivió en París hasta 1955, recomendaba el pie de oso como tónico sexual ante el agotamiento y el estrés. En cambio, la planta tenía valor alimenticio en Kamchatka o en Siberia.
Barasoain intercala vivencias personales con datos históricos. Cuenta, por ejemplo, que las florecitas azules llamadas acianos, cuyo nombre deriva del color del cielo, las eligió Botticelli para pintar el manto de Venus en la Alegoría de la primavera. Una flor que aclara la mirada y limpia los ojos es el clavel silvestre ligeramente desmelenado que aparece en verano, en los encinares.
Apunta la autora que “la malva es tan sencilla que casi nadie la ve”, aunque Carlomagno la incluyó entre las 80 plantas medicinales que no debían faltar en sus huertos, jardines y monasterios. Su nombre botánico, silvestre, indica que no puede ser más sencilla, aunque compita en humildad con la amapola, que llegó de Extremo Oriente y se quería eliminar después de la Segunda Guerra Mundial y cuyos postres de semillas se considera un antepasado de las barritas energéticas con miel y frutos secos.
Entre las más vistosas, la cardencha es un cardo verde a franjas lilas con forma de recipiente donde van los pájaros a beber. Con raíz medicinal, hoy se estudia como remedio para la enfermedad de Lyme, causada por una garrapata infectada.
La genciana es la dama de la montaña, tiene flores amarillas agrupadas en varias alturas del tallo y el nombre médico se lo puso Linneo. Durante la posguerra, se vendía para elaborar tónicos amargos como la ratafía.
Informada y entretenida, la prosa de Barosoain, descrita como periodista y poeta en la solapa del libro, es rica en imágenes y datos. En ocasiones, pocas, adolece de un tono algo docto: “Excederse no es necesario ni conveniente”. O: “En la conciencia de que somos muchos tomaremos solo las hojas que quepan en una mano”, anota incluyendo una receta donde recomienda emplear 250 gramos y que le hace perder la cercanía que consigue el relato. Con todo, el contenido del libro, ilustrado con hermosos dibujos, compensa esos pocos peros. En esas ilustraciones de Leticia Ruifernández la belleza pesa más que el pragmatismo, si lo que buscamos es reconocer las plantas.
Sin embargo, esas ilustraciones acompañan lo mejor del texto —y las plantas se pueden buscar en internet—. Para eso también sirve este libro: para abrir las puertas que invitan a llegar, como invitado, a los caminos del bosque.
Babelia
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