Un jardín cuida a quien lo cuida
El paisajista Marco Martella, autor del ensayo 'Un pequeño mundo, un mundo perfecto', defiende que un jardín es un proyecto filosófico existencial y político. Por eso se pregunta por la tendencia que defiende el regreso de la naturaleza a la ciudad cuando la sociedad se aleja cada día más de ella
Un jardín cuida a quien lo cuida. Cualquier jardinero lo siente cuando termina por no saber si cumple con su tarea por el bienestar de sus árboles o por el suyo propio. Son muchos los psicoanalistas, y los jardineros, que consideran que de la separación entre la naturaleza y el individuo provienen muchas de las penas que nos afligen. La prisión de nuestro yo frente al bosque cambiante, paciente, resistente que acata las calamidades y celebra la vida.
Pero, a pesar de ofrecer reposo, un bosque no es un callado, un jardín habla. Tampoco es un lugar discreto: difícilmente se puede encontrar mayor concentración de exuberancia. No puede ser un lugar nostálgico porque es una celebración de la vida y, sin embargo, resulta reparador porque es de una sabiduría aplastante.
En Un pequeño mundo, un mundo perfecto (Elba), Marco Martella cuenta que el anglo-islandés Jorn de Précy se retiró a vivir con su jardinero como un eremita porque creía, como Freud, que llevamos dentro un extranjero que utiliza el lenguaje del sueño, y el de la enfermedad, para expresarse. Pero a diferencia de Freud, Précy estaba convencido que los males no provenían de la prisión del yo sino de la separación de la naturaleza.
Martela explica que aunque en la mente las cosas pueden dejar de existir, la naturaleza exige acción. Responde con acción. Acompaña con acción. “Ha soportado el ejercicio de soberbia del hombre de pensar que podía domarla para dejar pasar al falso mito de progreso. Y parece dispuesta a perdonarlo (si el hombre no se empeña en autodestruirse): La naturaleza siempre ha venido en nuestra ayuda”. Le escribe Précy a Herman Hesse –que también se ha retirado a un jardín-. “La naturaleza rompe, pero también calma. Los ciclos se repiten de año en año. Como una madre, renueva sus cuidados. Por eso un jardín es un refugio, pero no una cáscara, es un lugar de cura.
Nadie sabe tanto de Précy como Marco Martella, que invitando a dudar de lo que nos deslumbra no hace dudar sobre quién se esconde detrás del misterioso de Précy. “Cerrar la boca después de abrirla para mirar mejor” aconseja. Y describe Versalles, como: “el jardín del rey no el rey de los jardines: en los jardines se cultivaba la virtud y en Versalles el vicio.”
Pero cuesta no deslumbrarse. André Le Nôtre llevó a la perfección el arte de sorprender para descubrir que tanta magnificencia aleja. “Es como el cielo al que solo se puede entrar con pasaporte VIP. La sorpresa no cede a la pequeña alegría, No habla de nosotros. Ni del mundo, ni de reinventarlo, habla de invadirlo, de disfrazarlo”.
Saint-Simon tuvo el valor de reprocharle, en vida, a Louis XVI el culto por el poder, poner su poder por encima de su reino: querer ser dueño y señor de la naturaleza. Por eso Versalles es, sobre todo, el jardín imposible e insostenible: durante las caminatas oficiales del rey, había un jardinero escondido tras cada fuente para poder cerrarla cuando ya había pasado y contemplado, o no, los juegos acuáticos”. La arrogancia humana no tiene límites. Pero la naturaleza la pone en su sitio. Por eso Martella se muestra partidario de que los pequeños placeres corrijan las grandes tragedias. Se trata de no olvidar que la hierba y los árboles seguirán creciendo, que seguirá existiendo el juego de mirar a las nubes e intentar descubrir, entre sus formas impredecibles, siluetas de lo que conocemos.
Para Martella los mejores jardines son los que se descubren poco a poco. No se ve al paisajista, se ve el paisaje. Escuchan al lugar. Crecen como una semilla. En un jardín hay esplendor y declive: por eso hay verdad. “Se entra en un jardín como se abriría un libro, sin saber lo que se busca. Creo que por eso siempre se encuentra algo”.
Babelia
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