El paisajista y escritor Marco Martella se mete en el jardín de Emily Dickinson
El italiano compone en su nuevo libro un fascinante ramillete en el que cada personaje que habita un jardín físico o mental está representado por una flor. Esa asociación convierte el relato de una aventura en el bosque en retrato de una vida
Cuando Emily Dickinson era pequeña pasaba mucho tiempo en el bosque. Su familia le advirtió de que una serpiente podía morderla. Tal vez se toparía con una flor venenosa, incluso un duende podría raptarla. “Pero yo seguí, y no encontré otra cosa que ángeles”, escribió la poeta.
Dickinson está retratada con su pelo recogido y partido en dos, con su ropa austera y su mirada inteligente en un daguerrotipo que preside la reproducción del lugar de trabajo (la pequeña mesa) donde trabajó en Amherst. Tiene un ramillete de flores en la mano, las que cultivaba o dejaba crecer en su jardín. Las flores de la fotografía son pensamientos, “las más humildes que hay”, cuenta Marco Martella.
El paisajista-escritor italiano afincado en Francia nos adentra, una vez más, en un jardín que en su caso siempre es un bosque de misterios, plantas silvestres e historias fascinantes. Sabemos que Emily Dickinson existió, pero nos cuesta hallar a la señora Dorothy Paz que le conduce hasta esos pensamientos. Poco importa. Martha, una sobrina de Dickinson, recuerda cuando entró en la casa de la que —cuenta la leyenda— ella nunca salía. Martella explica por qué: lo tenía todo dentro, y el jardín. Durante una visita de Martha, cuando su sobrina ya estaba dentro de la casa, su tía cerro la puerta con la mano, como si lo hiciera con una llave imaginaria. “Aquí querida está la libertad”, le dijo.
Traducido por Natalia Zarco, este ensayo es como un ramito de flores. “¿Qué es el arte sino un intento de escapar de la brutalidad de la naturaleza, de la obra de destrucción del tiempo?”, se pregunta el paisajista-escritor al tiempo que se aleja de la “gente que circula por las calles con cara de querer estar en otro sitio” para acercarse a seres cuya “vida se había quedado perfecta y maravillosamente vacía, y sin porvenir: no había nada de lo que preocuparse”.
Martella escribe sobre William Morris, que defendía que “de la belleza nace belleza porque cuando uno fabrica un objeto bello está plantando una semilla. Por eso resulta revolucionarlo hacer algo hermoso con las manos, puesto que en un mundo feo, o degradado, nadie puede pensar. Ni ser feliz. Ni mucho menos amar”.
Por eso, antes de morir con 73 años, Morris defendió para todo el mundo el derecho a la belleza. El libro de Martella explica que la felicidad no vacuna contra la infelicidad. Y, sin embargo, es esta última la responsable de tantas búsquedas y cambios. No es fácil vivir. Y a la vez es tan sencillo. “La naturaleza es un espacio cerrado y a la vez abierto. Nos une y nos aísla. Nos rescata de nuestra soledad”. Y nos permite quedarnos solos.
Martella escribe: “No tenía miedo a morir, pero la idea de abandonar su jardín debía apenarlo” en boca de su amiga Pia. Puestos en una como la suya, pensamos en Pia Pera, la autora de Aún no se lo he dicho a mi jardín (Errata Naturae), escrito cuando conoce su enfermedad incurable. Pero son especulaciones porque el secreto de Martella es que sean reales o no los personajes que habitan y cuidan, con frecuencia descuidándolos, estos vergeles siempre proporcionan la sensación de adentrarse en un bosque.
Por este nuevo volumen desfila Dickinson —que posa con un manojo de pensamientos— y Gilles Clément, el célebre paisajista del Tercer paisaje, que entiende que debe dejar que las hierbas crezcan a su antojo cuando se tropieza con el perejil de mayor tamaño que existe. El secreto de Martella es que sus libros son como jardines “hermosos sueños que sirven para que, de vez en cuando, nos sintamos menos solos”. Esa es una verdad que se entiende leyendo este libro. Pero la verdad es mucho más sencilla también para Emily Dickinson. La poeta no dejó de salir porque le tuviera miedo a todo. Lo hizo porque lo tenía todo en casa. Incluido un jardín. No era una solterona temerosa enamorada de las flores. Era alguien que había aprendido de la naturaleza que la muerte y la vida no se contradicen, sino que se mezclan sin cesar.
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