Adiós a Robe Iniesta, la cólera del amor humano ante un mundo irracional
El líder de Extremoduro, fallecido a los 63 años, era un músico que sale cada tres o cuatro generaciones, quizá cada siglo, como los poetas del alma, los genios incomprendidos o los grandes locos lúcidos

A partir de hoy, podrá haber millones de tributos a Robe Iniesta y Extremoduro, pero Robe Iniesta, muerto hoy a los 63 años, sólo hubo y habrá uno. Porque era un músico que, inclasificable en su cólera y su ternura como dos caras de un mismo espejo de destellos impresionantes, sale cada tres o cuatro generaciones, quizá cada siglo, como los poetas del alma, los genios incomprendidos o los grandes locos lúcidos, personas que abren brecha entre los renglones de las sociedades, que van más allá de los márgenes de lo cotidiano para enseñar el valor de lo humano o, como en el caso de Robe, cantarlo con el corazón en la garganta, el alma al aire, a hostias contra los elementos y como que sea que se intenta imponer la luz en el infierno.
“Nada es impensable, nada es imposible, mientras suena esta canción”, cantaba Robe en El poder del arte, tema de su último disco, Se nos lleva el aire, publicado en 2023. Hoy, en un día tan triste como el día de la muerte de Robe ―e imposible de asimilar tras la muerte ayer de otro gigante como Jorge Martínez―, suena casi como un testamento portentoso de lo que significa para la cultura española la figura de Robe Iniesta, un artista sin pretenderlo, un músico transgeneracional, un filósofo de la calle, una voz que cantaba para la gente corriente porque era gente corriente desde que se dio a conocer en la escena musical española con Extremoduro, allá por finales de los años ochenta, cuando en la España multicolor de la movida un grupo de Plasencia, como aquel liderado por él, con tantas ganas de romper decorados, meter el dedo en la llaga y tocar las narices, era lo más parecido a los Sex Pistols que podíamos ver en la tierra del jamón y la bota de vino. Los Sex Pistols españoles podía haber sido una buena etiqueta, pero no hacía falta: eran Extremoduro y a mucha honra, que le diesen a las etiquetas y a las campañas promocionales. Extremoduro o la gran trinchera del rock en España que le debía todo a Leño y Rosendo.
Y si siempre han existido las trincheras, para muchos no hubo una igual como la que simbolizaba Extremoduro. La primera de las trincheras con la que salir a la carga, ya fuera de noche o de madrugada, en el barrio o en el pueblo, con la pandilla o más solo que la una. Ya fuera con nada que perder o con todo perdido. Ya fuera con el campo de batalla a la vista o sin él. Y siempre cuando el deseo puede a toda lógica.
Extremoduro se distinguió del resto por una personalidad poderosa e inquebrantable, combinando rock duro con una afilada lírica existencial. Eran una voz propia. Con un disco de debut como Rock transgresivo, publicado en 1989, iban a la yugular. El desgarro movía canciones como La hoguera, Jesucristo García, Romperás y Emparedado. “Alimento con mi carne buitres negros”, cantaba con rabia Robe en Extremaydura. Buitres negros, los mismos que poblaban la tierra de donde salían. Extremoduro salieron de la nada, literalmente, porque salieron de los páramos de Extremadura, tierra de las bellotas radioactivas y creada por Dios el día que “no había giñado”, donde los trenes tardan en llegar más tiempo que los aviones a Nueva York. El universo de Extremoduro era un universo de marginación. Se soñaba, pero en una atmósfera de pesadilla. Una pesadilla adictiva porque era rompedora, nada complaciente, señalando a fuego todos los desvaríos vitales tan propios de los adolescentes, esos seres que se sienten más marginados que nadie y al mismo tiempo los más importantes del mundo. Los miembros de Extremoduro lo llamaron “rock transgresivo”. Se sentían orgullosos de una etiqueta que además les diferenciaba de los demás, incluidos todos esos grupos como Los Suaves, Barricada, Platero y tú o Reincidentes, con los que tenían nexos de grito subversivo. Una auténtica espada contra los esnobistas que, años más tarde, ya sin Extremoduro, el propio Robe seguiría blandiendo como un jinete solitario durante todo lo que le duró el siglo XXI.
Se ha llegado a asociar el universo de Robe Iniesta con la filosofía irracional de Nietzsche. Más allá de las similitudes de pensamiento entre este filósofo universal y su cancionero, bastaba charlar con Robe, un letrista de raza y autodidacta y a la vez personaje esquivo, para saber que lo suyo era más de andar por casa. Tenía más que ver con Henry Miller y Charles Bukowski, especialmente en ese uso del lenguaje barriobajero y libre poblado de pollas, semen, bragas, rayas y hostias, pero aún más con los poetas a los que cita en sus composiciones como Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda o incluso el novelista Benito Pérez Galdós. De esta forma, si se concluyó alguna vez que Nietzsche escucharía a Extremoduro, entonces, se puede afirmar que Miguel Hernández cantaría las canciones de Extremoduro. Quizá las berrearía el mismo poeta que escribió en su poema Sentado sobre los muertos: “Aquí estoy para vivir / mientras el alma me suene”.
El alma sonaba en las canciones bastardas de Robe Iniesta, que sentía igual de importante a Camarón como Frank Zappa. Decía Jean-Paul Sartre que “toda emoción es una transformación del mundo”. Robe lo sabía. Robe lo cantaba. Robe parecía jugarse la vida en ello. Robe llegaba más lejos de lo que llegaban muchos porque cantaba desde el corazón mismo de una emoción que no nació con una vocación de distinción social y elitismo cultural, como la de tantos iluminados artísticos que han poblado y pueblan las revistas de tendencias y los programas culturales. Porque Robe era minoría absoluta, el filósofo callejero de la gran trinchera, la misma que se homenajeará hoy más que nunca en medios de comunicación y hasta en la sopa, aunque su gran tributo ha venido haciéndose en vida desde hace lustros en las orquestas de todos los pueblos de España. Porque ese es el gran triunfo de Robe Iniesta: ser el poeta más versionado de las verbenas. Eso es patria, como patria es su música, la cólera del amor humano ante un mundo que aún parece más irracional de lo que ya era cuando él se dio a conocer, triunfó y se volvió casi una leyenda en vida.
“Quiero oír una canción que no hable de sandeces y que diga que no sobra el amor”, cantaba en La vereda de la puerta de atrás. Y tanto, Robe. Aún, todavía. O, como rezaba en Sucede, una canción que ayude a que “en la ruina entre la claridad”. En un mundo en ruinas, como el nuestro, su voz no desaparecerá. No puede ni debería. Cuando le entrevisté la primera vez hace ya unos años, Robe estaba sentado frente a mí, cubierto con una manta de abuela y una taza de té, y dijo: “En 50 o 100 años habrá gente que se preguntará quiénes eran estos tipos que dejaron esto como una puta basura. Qué tipejos, qué gentuza”. Esos tipejos éramos todos nosotros si no hacemos nada por cambiar las injusticias obvias y las cosas que sabemos que van mal.
Pero aún, todavía, existe la posibilidad del poder del arte. Como cantaba en Nada que perder, de su último disco: “Voy a preguntarle al corazón que se tiene que marchar / Me lo están arrancando… Buscaré entuertos que deshacer / Y batallas que librar perdidas de antemano / Buscaré imposibles que lograr que no me importa fracasar / Y volver a intentarlo”. Y, como si fuera la mejor espada que nos queda para combatir las sandeces y la falta de humanidad, nada es impensable, nada es imposible, mientras suenen las canciones de Robe Iniesta.
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