Nietzsche escucharía Extremoduro
Las canciones del grupo forman un universo anclado en el irracionalismo y el vitalismo Tienen una línea de pensamiento que parece remitir al corpus del filósofo
Extremoduro es, sin atisbo de duda, uno de los grupos de rock más representativos y reconocidos del panorama musical español de los últimos treinta años. La banda liderada por Robe Iniesta ocupa un lugar privilegiado en el universo de referencia musical de las últimas generaciones.
Es llamativo comprobar cómo sus conciertos reúnen a un amplio espectro de seguidores: desde adolescentes que empiezan a aficionarse al “rock transgresivo” hasta los fieles más incondicionales que vigilan cada uno de sus movimientos. Un single, un disco, una gira de Extremoduro son, a día de hoy, grandes acontecimientos musicales.
¿Cómo ha conseguido Extremoduro mantenerse en forma durante tantos años (y hoy, más que nunca, cuando los gustos cambian a la velocidad de la fibra óptica)? Mientras la mayoría de artistas encuentran su, digamos, “momento de gloria”, Extremoduro permanece en las listas de reproducción de todos los devotos del rock español a través de las décadas. Existe consenso a la hora de explicar este fenómeno: la calidad y la seriedad de su música instrumental, la marcada personalidad que no renuncia a la experimentación, la puesta en escena de sus directos. Y sus letras, en las que hoy nos detendremos.
Las canciones de Extremoduro forman un universo complejo que bebe fundamentalmente del irracionalismo y del vitalismo. Aunque en sus temas traten temas tan diferentes como el amor, el consumo de drogas o la protesta social, existe en los de Plasencia una línea de pensamiento que parece remitir al corpus del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900).
“Desde que tú no me quieres, yo quiero a los animales”
El sistema filosófico de Nietzsche parte de un análisis histórico de la relación entre el ser humano y la naturaleza. En El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), Nietzsche estudia el origen de la tragedia griega (y, por tanto, del Arte Dramático) en el contexto de las fiestas celebradas en honor del dios Dioniso, que datan, al menos, del siglo VI a.C. Estas fiestas se desarrollaban durante varios días, y en ellas la música tenía un papel muy destacado. Durante la celebración, los griegos danzaban embriagados y dedicaban sus cantos y plegarias a las fuerzas de la naturaleza.
Esta comunicación con la naturaleza y la posterior catarsis formarían parte del “espíritu dionisiaco de la vida”. Poco a poco, estas fiestas fueron derivando hacia fórmulas más codificadas, y así surgió la tragedia, en la que el coro representaba un importante papel. Era misión del coro seguir apelando a las fuerzas de la naturaleza mientras se desarrollaba la acción de la tragedia, de tal forma que el público seguía encontrando en estas representaciones esa catarsis original, la comunión con la naturaleza acompañada de la purga del espíritu tras presenciar el destino trágico del héroe.
Sin embargo, esta visión de la tragedia como celebración de la vida y la muerte fue dejando paso a una perspectiva racionalista y ética (en particular, a partir de Sócrates), que se empeñaba en extraer lecciones morales de las manifestaciones artísticas, privilegiando lo apolíneo frente a lo dionisiaco. Aquí termina el sentimiento de estupor y nace la crítica positivista, que para Nietzsche supone el debilitamiento definitivo del arte: la educación y la contemplación se imponen a la celebración y la participación.
Extremoduro, como Nietzsche, reivindica la reconciliación con la naturaleza como medio para volver a una visión irracionalista, emocional, de la vida. Para Extremoduro, la naturaleza no es un refugio, sino un ente, un individuo, con el cual aspiramos a fusionarnos:
“Me están saliendo cuernos, no te pongas al lado, que estoy sudando estiércol, me está creciendo el rabo”. (Los tengo todos, 1993).
A través de esta fusión, podremos desvincularnos de los prejuicios morales y celebrar nuestro destino trágico como parte de nuestra caducidad, pero sin olvidarnos de disfrutar:
“Pierdo la razón cuando salen de mi corazón animales” (Cabezabajo, 1996).
“No tengo amo ni dios, vivo la vida a saco”
Para explicar su genealogía de la moral, en Así habló Zaratustra (1883), Nietzsche utiliza la metáfora de las tres transformaciones: el hombre empieza siendo un camello, que tiene que llevar a cuestas las cargas de la culpa y la contrición típicas del pensamiento judeocristiano. Es un hombre que solo entiende la vida en términos de pesar y de sacrificio, que espera una recompensa de ultratumba como compensación por su sufrimiento.
En un momento dado, el individuo necesita romper esas cadenas de forma violenta como inicio de un cambio de actitud. La religión deja de ser un asidero moral, y en un principio el hombre recién liberado se encuentra perdido; tiene que partir de cero, y su primer instinto es rebelarse violentamente. Así vive esta transición Extremoduro:
“Y me revuelco por el suelo para empezar todo de cero” (Tercer movimiento, 2008).
En realidad, todo el álbum sinfónico La ley innata (al que pertenece este fragmento) podría ser interpretado como la historia de este viaje de abandono y rebelión.
En todo caso, las referencias a la libertad y el rechazo a las cadenas morales son comunes en la obra de Extremoduro:
“A mí no me ata corto nadie, porque me apago” (Pedrá, 1993).
La etapa destructiva (transformación en león, segundo estado nietzscheano) es necesaria para llegar al estadio final del superhombre, que resumimos a continuación.
“Quiero ser como una mula: terco en mi más pura voluntad”
El concepto de voluntad es el centro alrededor del cual gravita todo el pensamiento nietzscheano, y constituye el tema central del recopilatorio póstumo de textos La voluntad de poder (1901). Una vez liberado de la culpa, el superhombre será capaz de crear una nueva escala de valores individuales mediante su energía creativa, y no a través de mecanismos adaptativos o dialécticos. La voluntad nietzscheana es, por tanto, esencialmente individualista, y el sometimiento que pueda derivarse de ella es una consecuencia de la relación entre espíritus fuertes y espíritus débiles.
Esta actitud impulsiva, de “comerse el mundo”, es típica de los temas de Extremoduro:
“De acero soy de la cabeza a los pies, y el cielo es solo un trozo de mi piel” (De acero, 1992).
La única moral válida es la que cada individuo se imponga, la que sirva para alcanzar sus propósitos:
“Yo del aire me enamoro, y hago siempre lo que quiero” (Menamoro, 2002).
La filosofía de Nietzsche siempre ha sido controvertida, al igual que lo son las canciones de Extremoduro. Probablemente, porque ninguno de ellos tuvo nunca la necesidad de agradar a nadie. Y en eso, precisamente, puede radicar su trascendencia. No cabe duda de que la voz de Extremoduro, como la de Zaratustra, seguirá retumbando en las montañas durante mucho tiempo.
David Navarro Martínez, Doctorando en Estudios Literarios, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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