La escultura contemporánea de Juan Muñoz se cruza con los grandes maestros del Prado
El museo inaugura una exposición donde la obra del artista madrileño, sus reconocibles figuras globo, escenifica una representación con el pasado y con el espectador


Si a este gran teatro de la vida hemos venido a aprender, y a probar, y a construir, y a jugar, ¿por qué no hacer lo mismo con el arte, que no es sino su reflejo y su espejo? Algo así debió pensar —aventuramos— el escultor madrileño Juan Muñoz (1953-2001), que regresa a su ciudad, y a su tantas veces paseado museo del Prado, en la exposición Historias de arte (del 18 de noviembre hasta el 8 de marzo de 2026), una panorámica repartida en diferentes espacios en el interior y el exterior de la pinacoteca, donde sus reconocibles figuras globo, sus asiáticos, enanos y demás personajes ensimismados o petrificados en plena risotada escenifican una representación que es a la vez diálogo con los maestros del arte del pasado y con el propio espectador, parte fundamental de una ecuación que solo uno mismo puede resolver.

Pletórica del efectismo, la irreverencia y la profunda visión artística y humana que caracterizaron la práctica de Muñoz, uno de los creadores españoles más internacionales de finales del siglo XX, la muestra, comisariada por Vicente Todolí (antiguo director artístico del IVAM y exdirector de la Tate Modern londinense), explora la relación voluptuosa e instruida que el artista mantuvo con los grandes maestros clásicos, en especial, en lo que al museo del Prado se refiere, Goya y Velázquez y, más allá de él, los barrocos Bernini y Borromini. Toda la historia del arte, desde el antiguo Egipto hasta el siglo XX, fue del interés de este artista que estudió arquitectura, grabado y ejerció de comisario, aunque muy en especial los periodos del Renacimiento, Manierismo y Barroco. “Él decía que no le interesa la escultura, sino la pintura”, contó Todolí en la presentación de la exposición a los medios. “Y a lo que aspiraba era a llevar a las tres dimensiones los espacios inventados por el Renacimiento”.
Hace dos años, en 2023, se inauguraron en Madrid dos muestras que coincidían con el que habría sido el 70º aniversario de Muñoz, fallecido inesperadamente durante unas vacaciones en Ibiza en 2001 a la edad de 48 años. Si aquellas propuestas buscaban subrayar la cualidad innegablemente contemporánea de la mirada del artista, en esta ocasión, haciendo honor al escenario donde se representa esta suerte de performance congelada en el tiempo, lo que se busca poner de relevancia es la pulsión fagocitadora del escultor por todo el arte que le precedió. “Puedo tomar de los artistas pasados lo que quiero y lo que necesito. Robo lo que puedo de la historia del arte”, repetía Todolí esta frase de Muñoz. Sin olvidar que, con el arte, no solo se refería a la pintura o la escultura: la poesía, el cine, el teatro… todo le valía al madrileño para levantar sus mundos realistas, ilusorios pero reales, montajes artificiosos donde los personajes encarnan arquetipos y las ideas adoptan inagotables formas cambiantes.

La exposición del Prado está dividida en dos sectores claramente diferenciados: por un lado, un recorrido íntimo por dos salas del edificio Jerónimos dedicadas en exclusiva a exhibir sus trabajos, donde pueden verse obras emblemáticas como El apuntador o La naturaleza de la ilusión visual, y otra más extravagante repartida entre el exterior, dos salas de pinturas y unas escaleras del edificio Villanueva, donde las esculturas se integran en la visita tradicional del museo y charlan de tú a tú con los cuadros de Rubens o Velázquez. En la primera parte, parece realizarse ese sueño infantil en el que se imagina el mundo parado y uno puede caminar tranquilamente por él para husmearlo todo: los gestos, las miradas, las fisionomías, los paisajes. ¿Cómo llegaron ahí esos personajes? ¿Qué serendipias se encadenaron para acabar convergiendo en este instante concreto? Cuales escenarios de una obra muda y quieta, muchas instalaciones despliegan unos suelos que asemejan trampantojos, herencias del arte minimal que cuestionan la percepción sensorial y confieren un aire bombástico a las escenas donde las figuras se asoman desde los balcones (un guiño goyesco), se miran al espejo (un guiño velazqueño) o hacen equilibrios en una referencia al circo del que tanto bebió Muñoz.
En lo que se refiere a la segunda porción de la muestra, las figuras de Muñoz que interactúan con la colección del Prado supusieron, como apuntó Todolí, el reto “más difícil” del montaje de esta exposición de miradas temporales cruzadas. Pero este lunes, recién colocadas, parecían haberse integrado ya en el espacio como si aquel hubiera sido siempre su hogar. En la sala central donde se despliega la evanescente pintura de Rubens, una de las famosas Escenas de conversación de Muñoz —instalación donde varias figuras de base redonda con la misma fisionomía, pero gestos diferenciados, intentan comunicarse (entre ellas y con nosotros)— ya servía de inspiración a los dibujantes que buscan modelos entre las obras maestras del Prado. En la sala de Velázquez, Sara con mesa de billar propone uno de esos juegos de espejos infinitos que deshojan la naturaleza mimética del arte y la vida. Sara, la figura de una mujer con enanismo, está situada frente a los enanos de la Corte retratados por Velázquez. Ella mira a una mesa de billar donde hay colocados unos dibujos suyos, y a ella la miran los personajes de Las Meninas donde el pintor, el verdadero protagonista, también puede admirar su propio reflejo.

Como rizo del rizo de la imbricación de arte y la vida en la obra de Juan Muñoz, o quizá como señal de una de sus sincronicidades, justo al final de la primera parte del recorrido, al salir de la sala, una puerta del edificio de los Jerónimos se abre a otra obra de arte: una de esas formaciones rocoso-vegetales-escultóricas tan reconocibles de Cristina Iglesias, quien fue la pareja de Juan Muñoz, que también estuvo presente en el acto de presentación. Antes de abandonar ese espacio, despide al visitante un gabinete de curiosidades rodeado de dibujos, un género artístico que también cultivo Muñoz junto a otros como la performance y el teatro. Atestado de figuritas, ese gabinete es, por un lado, prueba de la solemnidad del artista y por el otro, de su irreverencia: en él se exhiben desde pequeñas esculturas hasta objetos de baño (entendiendo el gabinete en su acepción de tocador), pasando por navajas como la que Muñoz llevó siempre encima durante una temporada para demostrarle al mundo, quizás también a sí mismo, que lo suyo jamás pasaría por la sumisión.
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