El gran sueño de la reunión de la máscara de Tutankamón y el busto de Nefertiti
Egipto considera que su nuevo gran museo acerca la posibilidad de recuperar sus grandes tesoros dispersos pero de momento es solo un deseo


Egipto tiene todo el derecho moral a recuperar sus obras emblemáticas de época faraónica que poseen los museos extranjeros. Y desde luego la apertura del despampanante Gran Museo Egipcio (GEM, por sus siglas en inglés) es una buena ocasión para presionar para que vuelvan esos tesoros culturales y artísticos, a la cabeza de los cuales está la tríada (y valga el símil egiptológico) Nefertiti-Rosetta-Dendera. Es decir el busto de la reina Nefertiti procedente del taller del escultor Tutmose en Amarna, la estela helenística con un decreto en tres escrituras conocida como la piedra de Rosetta y que sirvió para descifrar los jeroglíficos y el bajorrelieve con un mapa astronómico denominado el Zodíaco de Dendera y arrancado del techo de una cámara del templo de la diosa Hathor en esa localidad en la orilla del Nilo, a 60 kilómetros al norte de Luxor.
Nefertiti está en el Neues Museum de Berlín, la piedra en una concurridísima sala del British Museum y el Zodíaco en el Louvre, lo que representa muy bien a las viejas potencias coloniales y su depredación. La plasmación celeste y la estela salieron de Egipto como consecuencia más o menos de la campaña napoleónica en el país: el Zodíaco lo dibujó uno de los sabios de Bonaparte llevados a aquella aventura, Vivian Denon, y la publicación de sus grabados en 1802 provocó tanto interés que en 1820 se extrajo la obra de manera bastante bestia, sierras y pólvora incluidas, y se la envió a París; la piedra la recuperaron los franceses de un fuerte mameluco cerca de Rosetta donde había sido empleada como material de construcción, pero los que acabaron llevándosela fueron los ingleses, en 1801, tras derrotar a las tropas de Napoleón. En el caso de Nefertiti, el busto salió de una manera aparentemente más legal, como resultado de la división pactada de los hallazgos de la expedición de Ludwig Borchardt en Amarna, aunque parece bastante claro que la pieza se la quedaron los alemanes a resultas de un ardid al disimular su excepcionalidad.

El Zodíaco es una obra poco conocida para el público en general y por tanto su representatividad en el pulso por sus antigüedades que hace ahora de nuevo Egipto es mucho menor que la de las otras dos (además habría que considerar si lo suyo no sería devolverlo al templo de Dendera de donde fue arrancado). La piedra de Rosetta, que los británicos no se plantean en absoluto devolver, es mucho más emblemática y atesora la historia de su empleo para descifrar los jeroglíficos, es decir un valor que la mayoría de la gente entiende y aprecia, aunque en sí la estela —en esencia, para el profano, un pedrusco cubierto de signos— no es una obra artística sino más bien un documento. Nefertiti, y así se ha apreciado siempre, juega en realidad en una división diferente: es una de las mayores expresiones artísticas de la humanidad, un símbolo imperecedero de la belleza y una escultura excepcional. Hay pocas experiencias estéticas —y vitales— como estar ante el busto de la reina. Es de imaginar la luz que irradiaría en una sala del GEM y la expectación que despertaría. Junto a la máscara de Tutankamón mostraría en una fabulosa unión de estuco y de oro la suma de las altísimas realizaciones de la civilización faraónica.
Poder contemplar dos maravillas semejantes en una misma visita, y con las pirámides de Gizah a la vista, sería un atractivo extraordinario para el nuevo museo y es lógico que Egipto considere el busto imprescindible e irrenunciable. Pero es improbable que, si no cambian mucho las cosas, vaya a salir de Berlín, donde prácticamente se le ha hecho un museo a la medida (el Neues gravita sobre el rostro de la reina, su estrella) y ha calado la idea de que después de tantos años Nefertiti ya es otra berlinesa, con una historia llena de vicisitudes, como la Segunda Guerra Mundial, mucho más dramáticas que las de los siglos que pasó enterrada en la arena del taller de escultura de la vieja y abandonada capital de Akenatón. Es sabido que Hitler no la apreciaba especialmente (su tipo era Eva Braun) y estuvo dispuesta a canjearla por otras obras.
Nefertiti significa “la bella ha llegado” pero no parece que de momento el nombre tenga que sonar a premonitorio para los egipcios, por mucho entusiasmo que le pongan. Es verdad también que en su emplazamiento actual la reina (acompañada por otros sensacionales retratos amarnianos del mismo taller que por cierto Zahi Hawass no parece reclamar) juega un papel destacado en estimular el interés por el Antiguo Egipto y en invitar a visitar el país del Nilo, aumentando el turismo, una de las razones que han motivado, no lo olvidemos, la creación del GEM. En ese sentido, todas las colecciones egipcias en los museos europeos (y del resto del mundo) actúan de la misma manera, y las autoridades de Egipto son bien conscientes de ello.

El movimiento ahora a favor del regreso de las antigüedades emblemáticas (en una lista muy rigurosa se podrían incluir los obeliscos) es similar a la presión que se trató de ejercer para el retorno de los mármoles de Elgin al inaugurarse en 2009 el nuevo Museo de la Acrópolis, con espacios vacíos directamente concebidos para recibir las piezas que exhibe el British Museum. La apertura no consiguió ese objetivo (aunque sí la devolución de fragmentos del Partenón que poseían otros museos).
La inauguración del GEM ha servido para que vuelvan algunas obras, pero la tríada mayor sigue inamovible. Mientras, el nuevo museo despliega una colección como nunca se ha visto (incluidas momias, que ese es otro tema) y quizá tarde en lograr las chefs d’ouvre, las obras maestras que ambiciona, pero ya se le están llenando las salas de turistas.
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