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“Es como si hubieran matado a mi hermanito”: así sintieron y dibujaron los niños el asesinato de Kennedy

El Museo del Sexto Piso de Dallas, dedicado al magnicidio, recuerda más de 60 años después la reacción popular tras el atentado al presidente estadounidense

Paco Cerdà

La ventana por la que Lee Harvey Oswald disparó al presidente Kennedy sigue hoy entreabierta en el sexto piso del edificio anaranjado de la plaza Dealey, en Dallas. Es una metáfora de cómo el recuerdo de aquel magnicidio continúa incrustado, como una bala, en el cerebro de quienes entonces eran unos niños. Ninguno de ellos estaba preparado para vivir el shock —televisado en bucle y narrado por la voz rota de Walter Cronkite— de aquel drama en tres actos: el asesinato de Kennedy ante una masa que lo aplaudía, la muerte del magnicida a manos de Jack Ruby en el sótano de una comisaría dos días después, y el luctuoso entierro del presidente en el cementerio nacional de Arlington.

Todo sucedió en cuatro violentos días del otoño del 63. Setenta y cinco horas que sumieron a América en el desconcierto. Ahora, seis décadas después, cuando aquellos niños ya rondan los 70 años y el asesinato de Charlie Kirk ha reavivado las pasiones de un nuevo drama con sangre política, imágenes en cascada y funeral trufado de emociones, puede verse el impacto que el asesinato de Kennedy tuvo en aquella generación, el baby boom de posguerra. Por primera vez de forma tan gráfica se advierte cómo algunos niños sacaron de su interior, con dibujos escalofriantes y voces afligidas, el estremecimiento que para ellos supuso la tragedia. Y todo es posible gracias a los reflejos y la sensibilidad infantil de un cineasta independiente, Richard Snodgrass, que llamó a las puertas de un colegio y pidió a los escolares que pintaran y contaran aquello que habían sentido.

Aquel viernes de otoño, John tenía nueve años y aún recuerda el silencio que se apoderó de todo a su alrededor. Ken estaba haciendo un examen de ortografía de 10 palabras y, de repente, la puerta de clase se abrió: una maestra anunció que el presidente había sido tiroteado y a todos los bajaron al gimnasio para ver juntos la televisión. Peter nunca antes había visto llorar a una maestra. Kathi se avergonzó de echarse a llorar en clase y hundió su cabeza debajo del pupitre hasta que vio que otros compañeros también derramaban lágrimas. A Harry lo llevaron a la iglesia a rezar con mucha otra gente. Gage estuvo horas llorando en casa con su madre y su abuela. Ted tenía cinco años y viajaba en el coche de su madre cuando la radio dio la noticia y mamá dijo que siempre les pasa algo malo a quienes buscan el bien. Victoria cumplía justo ese día nueve años y ella, que no sabía lo que significaba “asesinato”, se quedó sin fiesta de cumpleaños y marcada cada año de su infancia por esas tres letras eternas: JFK. Muchos niños estaban asustados. Fueron presas del miedo, de una extraña sensación de peligro: de una profunda tristeza a su alrededor.

A los pocos días de aquel shock, Richard Snodgrass se interesó por cómo reaccionaban los pequeños ante los trágicos acontecimientos que escupían las pantallas en cada hogar del país. Influido por el cine de la Nouvelle Vague, ya había rodado una película titulada Legacy que recogía la perspectiva de los niños de Arizona ante asuntos como el racismo, el divorcio o el apocalipsis nuclear tan solo un año después de la crisis de los misiles de Cuba. El 9 de diciembre, el cineasta empezó en el colegio del Sagrado Corazón de Prescott, Arizona, un proyecto experimental.

Durante una semana, se encerró con 41 alumnos de primer grado y habló con ellos del asesinato de JFK. Tenían cinco y seis años. Los escuchó a todos. Recopiló sus observaciones y sus sentimientos, tanto a través del arte como de la palabra hablada. El proyecto produjo unos 400 dibujos y tres horas de entrevistas en audio. El objetivo era documentar cómo estaban percibiendo y procesando aquel acontecimiento histórico. Los menores solo podían dibujar y contar de memoria aquello que recordaban haber visto y oído los días anteriores. Y ahora, por primera vez en muchas décadas, los dibujos han salido a la luz. Los exhibe el Museo del Sexto Piso en la Plaza Dealey de Dallas, el museo sobre el asesinato de Kennedy que alberga el edificio desde donde el rifle Carcano Modelo 38 de Lee Harvey Oswald descerrajó tres tiros a la caravana presidencial y dejó herido de muerte a John Fitzgerald Kennedy, de 46 años, el segundo inquilino más joven en la historia de la Casa Blanca.

La galería de dibujos expuestos roza, en ocasiones, lo lúgubre. El punto de mira de un rifle que enfoca a la limusina descapotable Lincoln Continental en la que viajaba el matrimonio Kennedy, y todo rodeado por siniestras rayas negras. El presidente desplomado en los brazos de su esposa después de ser tiroteado. Una familia gritando de miedo al recibir la noticia del asesinato. El ataúd cubierto por una bandera de barras y estrellas y ciudadanos anónimos compungidos a su paso por el Capitolio. Un agente de policía a punto de disparar su pistola en el exterior del edificio. La primera dama orando a las puertas del hospital. La extremaunción que un sacerdote administra al cuerpo yacente de Kennedy.

Muy pocas veces se ha podido ver el cortometraje que Snodgrass montó con todo el material reunido. Pero en un espacio del museo con viejos pupitres de madera para los espectadores y una ambientación sesentera, esas voces infantiles del Sagrado Corazón de Prescott resuenan hoy con la fuerza que tienen las cápsulas del tiempo. Las voces de aquellos niños impactados se mezclan con los dibujos que hicieron. Hablan de que era un día muy soleado, con un pajarito cantando en el aire y las sonrisas dibujadas en las caras de las gentes. Hablan de banderas agitadas al viento del mediodía por los niños subidos a hombros de sus padres porque en sus colegios les dieron el día libre para ver al presidente. Pero de repente, cuentan aquellas voces congeladas en el tiempo, suenan disparos. Se desata el caos. La tristeza se apodera de la gente. Los niños consignan eso, por encima de todo: la tristeza. Dice uno: “Me siento como si hubieran matado a mi hermanito”. Dice otra: “Fue como cuando atropellaron a mi gata, pero ella no murió, ahora ya está bien”.

El ataúd guarda una preeminencia especial en la memoria infantil. Ese féretro de caoba, de 450 kilos de peso, que dominó el foco de las cámaras en la procesión fúnebre rumbo al cementerio de Arlington. Ese ataúd ante el cual el hijo pequeño de Kennedy, que cumplía ese mismo día tres años, hizo el saludo militar en una icónica imagen de los convulsos años sesenta.

El ataúd también atrapó la memoria de Deborah Sosin. Hoy es escritora y editora. Aquel 22 de noviembre tenía nueve años. Se recuerda a los pies de la cama de sus padres pegada a la pantalla de 12 pulgadas con una carcasa de plástico verde. Tres años antes le había dado la mano al candidato Kennedy en un mitin de campaña. Lo recuerda guapo y bronceado. Pero el recuerdo que no se le borra es el del ataúd cubierto con la bandera americana en un carruaje abierto, el caballo sin jinete, la cadencia rítmica del tambor de caja tocando tum-tum-tum tadadadá, tum-tum-tum tadadadá, y así una y otra vez. Tampoco puede olvidar la imagen del asesinato de Oswald en el sótano de la comisaría de Dallas. “La vi un millón de veces. Su cara retorcida, el alto sheriff con el sombrero de vaquero abalanzándose detrás de Ruby, la confusión, los gritos. De repente nada tenía sentido. Estaban sucediendo cosas aterradoras y teníamos que resolverlas lo mejor que podíamos”, evoca.

No solo lo acusaron los niños. Mucha gente pagó un peaje emocional elevado por estar expuesta a una violenta tragedia nacional multiplicada por los medios de comunicación, especialmente las cadenas de noticias en bucle CBS, ABC y NBC. Un estudio sobre las consecuencias adversas que el estrés colectivo tuvo en las mujeres embarazadas arrojó hallazgos sorprendentes tras analizar más de 30.000 casos. Las mujeres que estaban en su primer trimestre de embarazo cuando Kennedy fue asesinado tuvieron un 17% más riesgo de parto prematuro comparadas con las que habían dado a luz antes del crimen. Y, comparando hermanos de una misma madre, los bebés que estaban en el útero durante el asesinato tuvieron un 22% más de probabilidades de nacer prematuros que sus hermanos nacidos antes del crimen.

Otro estudio que analizó el estrés psicosocial generado, firmado por el psicólogo James Pennebaker, mostró que, en los cuatro años posteriores, las muertes por enfermedades cardíacas aumentaron un 4% en Dallas y también se incrementaron significativamente las tasas de asesinatos y de suicidios en la urbe, a la que algunos empezaron a llamar la Ciudad del Odio.

Hay también una investigación sobre las reacciones al duelo por la muerte de Kennedy que expresaron los niños internados en el hospital psiquiátrico de la Universidad de Michigan. Ese estudio detectó una amplia gama de emociones —ansiedad, miedo, tristeza, confusión— que llegaba hasta la simbolización del evento: un niño usó figuras de juguete para recrear un funeral y otro organizó un juicio para condenar al asesino.

Aquella experiencia tan intensa —concentrada entre un viernes a mediodía y un lunes por la tarde— la convirtió en un evento traumático e imborrable para muchas infancias. Es un hito de la llamada memoria Flashbulb: esos recuerdos autobiográficos muy detallados de las circunstancias en las que una persona se enteró de un acontecimiento de gran impacto público (como el 11-M, el 11-S, el 23-F, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, la llegada a la Luna o el gol de Iniesta en la final del Mundial).

Stephen Fagin, conservador del Museo del Sexto Piso de Dallas, lleva años recopilando vivencias ligadas al asesinato de Kennedy. Ha hecho más de 2.600 entrevistas para la Colección de Historia Oral que conserva el centro. La mayoría es con baby boomers que vivieron en su infancia el trauma del 22 de noviembre. “A través de esas conversaciones —explica a EL PAÍS— he descubierto que un factor común es el sentimiento de profunda pérdida personal que experimentaron, independientemente de su edad, ubicación o simpatía política. Para muchos, la pérdida fue tan profunda como si un familiar hubiera fallecido. Otro factor común es la falta de ayuda profesional que tuvieron los jóvenes, especialmente en las escuelas. Sin una vía de expresión real, la mayoría de los chicos se guardó muy adentro sus sentimientos. Por eso, décadas después, al visitar nuestro museo como adultos, algunos se enfrentan a traumas reprimidos que nunca pudieron resolver. Visitar el sitio del tiroteo es, para muchos, una experiencia catártica”.

Dice Fagin que en los dibujos de la exposición —titulada Recuerdos coloridos: el 22 de noviembre a través de los ojos de un niño— se constata que “nadie es demasiado joven para verse afectado por la violencia, incluso a distancia. El trauma de ese trágico fin de semana cambió la historia mundial. Pero, a un nivel profundamente personal, también contribuyó a moldear la mentalidad de los jóvenes que lo vivieron”.

Tras las despedidas, el ascensor del museo se abre. Hay dos personas más. Uno lleva un sombrero tejano. El otro, de piel blanca y veinteañero, lleva una gorra color beige con un lema: “I am Charlie”. En la plaza, un hombre negro de pocos recursos y vestido con una vieja camiseta de los Kansas City vende periódicos turísticos sobre el asesinato de Kennedy. Tantos años después, todo sigue abierto, como la ventana del sexto piso.

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