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CONCIERTOS

Un inspiradísimo Damon Albarn y su banda ‘de mentira’, Gorillaz, engatusan a 17.000 almas en Madrid

La capital acoge durante hora y media la única visita europea del grupo, nacido como una broma pero que alcanza ya el cuarto de siglo de vida

Fernando Neira

Damon Albarn es el sinónimo más perfecto que se conoce del carisma. Da lo mismo que se enmascare tras una banda que nació con ansias de virtualidad y anonimato, que deforme su voz a cada rato con un megáfono de líder sindical, que difumine su carácter protagónico rodeándose de músicos plurales, racializados, saltarines y expansivos. No importa que nos oculte su fisonomía tras unas gafas de sol (de las que no se desprenderá en toda la noche, valga la paradoja) o una guerrera militar, que orilló a las primeras de cambio porque, mal que nos pese, carece de mando efectivo en el ejército. 17.000 almas le aclamaron la noche del sábado en la meseta peninsular como lo que es: uno de los escasísimos líderes mundiales que no están rematadamente mal de la cabeza.

Albarn se inventó Gorillaz hace ahora 25 años para quitarse de encima la losa de ser el cantante de Blur, pero ha acabado sucediendo que en su ocupación furtiva también es, como resumiría Pep Guardiola, el puto amo. Y en su fugaz pero eficacísima visita del sábado por Madrid –única comparecencia gorilesca del año por nuestra vieja Europa continental– demostró que no sabe hacer nada circunstancial, irrelevante ni de medio pelo. El día que este tipo cometa una pifia artística ya no sabremos en quién demonios confiar.

Y eso que el contexto era más bien extraño. Un festival, Pulse of Gaia, ignoto por estos lares y con nombre en inglés (faltaría más), aunque su partida de nacimiento provenga de tierras mexicanas. Una ubicación insólita, el campus de la Universidad Autónoma, a las afueras de la capital. Y un cartel atiborrado de pinchadiscos con predicamento entre un público más, digamos, insular y resistente a la cacofonía. Pero en el listado se colaba con letras infinitamente más gruesas una de las bandas más admirables, influyentes, transgresoras y escurridizas a las definiciones que han dado los tiempos modernos. O sea: este siglo desquiciado que nos acabará matando.

Gorillaz son un vergel, un islote de la modernidad inteligente, una apología del ingenio y el paso cambiado. Con el mérito añadido (¡no se lo van a creer!) de que, DNI en mano, su máximo instigador es uno de esos pérfidos y abyectos boomers que tanta culpa tienen hasta en la subida del pan, y a los que habría que retirar con urgencia del sistema de pensiones. Pues bien: a sus 57 años, Albarn llegó, convenció, fascinó, arrasó y, eso sí, puso pies en polvorosa en cuanto se cumplió la hora y media (o y 28 minutos) estipulada por contrato. Bien habría hecho en dedicar esos 120 segundos sobrantes a una mínima alusión a Palestina: la omisión resultó desconcertante en quien había participado tres días antes en el Together for Palestine de Londres.

Puede que el jefe de operaciones entendiese que ya bastante desoladora es la realidad como para arruinarnos también un sábado por la noche. Y este, el último del verano, fue sin duda epicúreo. Gorillaz se cuidó de desplegar un sonido inapelable, apabullante e inmaculado, circunstancia que dista de ser la más habitual en saraos de estas dimensiones. Y, a partir de esa premisa, afiló el ideario de un proyecto que parece gamberro, pero tiene mucha enjundia. Y la que le queda: The happy dictator, el adelanto del que será el noveno elepé de la banda (The mountain, marzo de 2026), sonó casi al principio con Albarn farfullando a través del megáfono, y ratificó que esa alianza con Sparks eleva aún más el octanaje de la ya de por sí vitriólica gasolina simiesca.

Damon ya no es joven ni rubio ni guapo, pero no hace más que acrecentar su aura de tipo determinante. Da igual que sople de vez en cuando una melódica medio asmática, inyecte aderezos jamaicanos y chuletas (Last living souls) o canonice el tecladito verbenero, gloriosamente adictivo en ese 19-2000 que parece hermanar un coro de góspel con la sintonía de un videojuego barato. El geniecillo londinense le saca provecho a todo y cambia de registro con cada recodo del camino. O green world, su primera visita a la banqueta del piano, sonaba solemne y ostentosa, casi progresiva por su grandilocuencia y los volantazos en la dinámica de la canción. Pero enseguida la contrapuso con la fabulosa On melancholy hill, que bien habría merecido una severa reprimenda de sus correligionarios en Blur: es una virguería de britpop que te estalla en el paladar como un chicle gigante relleno de gelatina.

Imposible tomarse un respiro cuando la maquinaria de Gorillaz entra en ebullición. Albarn encadena esa locura de electrosoul titulada Stylo, con la voz enlatada del inolvidable Bobby Womack; la dolorosa y, por desgracia, cada vez más vigente Kids with guns, el disco-funk desbocado de Andromeda y una White light desquiciada, ruidista y loquísima. Y todo ese despliegue para despejarle el terreno a ese festín sin paliativos titulado Feel good Inc., uno de los mejores artefactos musicales para la recaptación de la serotonina que ha dado este malhadado cuarto de siglo.

Llegados a ese punto, a Gorillaz ya solo les quedaba la baza del as en la manga, y su particular conejo en la chistera resultó ser el hiphopero argentino Trueno, del que sigue costando creer que atesore tanta sagacidad y rapidez de reflejos en ese cuerpo aniñado y menudo. Pequeña pincelada chismosa: “Yo no sé qué va a pasar mañana”, rapeaba el chiquillo porteño, quién sabe si preguntándose aún cómo la foto de su ex Nicky Nicole ha acabado sirviendo de fondo de pantalla en el móvil de Lamine Yamal.

El cincuentón británico contemplaba al imberbe torbellino bonaerense con media sonrisa guasona, porque la noche, ya lo avisábamos, venía mucho más sandunguera que ascética. Pero tampoco se crean: con Gorillaz debemos andar siempre pendientes del subtexto, y el hecho de que su obra maestra, Demon days (2005), dominase el repertorio invita a una segunda lectura más oblicua. Aquel álbum fabulaba sobre un mundo dominado por Bush y Blair que entonces parecía pesadillesco (de aquella aún nadie decía “distópico”) y que ahora, en comparación, podríamos confundir con cualquier largometraje de Disney. Por eso –y ningún sitio mejor que la presunta tierra de la libertad para constatarlo– necesitamos con urgencia más líderes mundiales como Damon Albarn. Una mente preclara en tiempos condenadamente oscuros.

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