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Columna
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El mono que pinta

Lo que llamamos progreso quizás sea una manera de ir achicándonos. Avanzar reculando o recular avanzando

‘El mono pintor’, de David Teniers.
‘El mono pintor’, de David Teniers.Museo del Prado

Ganamos en años de vida, cierto. Nos hacemos más largos, más anchos. Antes, en la Edad Media, ser un anciano era rozar la cuarentena, ahora apenas con esa edad somos unos mozuelos. Sin embargo, hemos perdido quizás algo de chispa. Si hablamos de nalgas, pechos, glúteos, pucheros, si desemboca un Philip Roth o un Louis-Ferdinand Céline, un Rabelais o un Villon, nos liaríamos con él a palos, azotándole, por pellizcarnos los pezones, por decir, y escribir, barbaridades, salvajadas, porque ellos escribieron a navajazos, derrochando ácido, limón, sobre las llagas.

En la Edad Media las iglesias se cubrieron de genitales, de mujeres enseñando sus vulvas, y otras sus pechos desnudos, mujeres que agarran entre sus manos algo que ahora ya ni tiene palabra. En la franja cantábrica, antes de que llegara la reacción cisterciense, más púdica, más represiva, los canecillos, es decir, los voladizos decorativos sobre los que se asentaban los aleros, se llenaron de coitos, de damas y caballeros dándolo todo.

Ahí estamos en los tiempos desatados de Rabelais, de las juergas al aire libre de Brueghel, de las vidas desatadas. Ahí estamos con la alegría metida por todo el cuerpo, con ojos de víboras y lenguas de fuego, saltando, brincando fuera de las bocas como si fueran gorriones, o perdigones. Luego llegaría la reforma gregoriana. El wokismo lo barrería todo, empezando por erradicar, entre otras cosas, el habitual concubinato de los clérigos, a menudo demasiado jilgueros para sus jerarquías. Los capiteles se habían llenado, pues, un tiempo, en el medievo, de orgías, de señoras a cuatro patas, con duques por detrás, a caballo, cabalgándolas, dándoles al trasero como si fueran jabalís.

Ahora llegan otros nuevos tiempos, los de la inteligencia artificial nos dicen las crónicas. Dejaremos de nuevo de ser animales, de perrear, de enfilarnos. Nos haremos entonces más grandes, más libres. La vida dejará de ser una quiniela, algo rojizo, que se alumbra y se apaga. Porque incluso pronto lograremos, nos dicen, los misales, lo imposible: conseguiremos matar la muerte, crear avatares virtuales que vivirán, pensarán, perdurarán más que nosotros. Ellos dirán como nosotros por los siglos de los siglos. Pronto podremos coquetear con un algoritmo que nos susurrará cosas lindas, que no huelan a chamusquina. Nada de palabrotas, sino algo muy liso, sin asperezas, ni curvas, ni órganos, ni genitales. Quizás un día terminemos incluso despojándonos de los últimos blasones que nos quedan: el poder de la palabrería.

Dejaremos de escribir y, con ello, de decir cosas insólitas, de hacer cosas obscenas sobre las páginas, algo que repulsa, algo que nos convulsa. O dejaremos de pintarlas. Nos pasmaremos delante de ese mono pintor que será una máquina. Cada hora podrá reproducir una obra maestra, incluso en cuestión de segundos lo hará, porque sí. La máquina le daría al pincel sin parar. Sería un puntal, un genio con toda la destreza del mundo, sabiéndolo todo de la alquimia de los colores, de cómo Rembrandt, Rubens, Goya, lo hacían.

De cómo le metían el dedo, el puño, la palma, sabiéndolo todo de sus técnicas, de sus dudas, y vueltas atrás. Ahí, sin embargo, solo certezas, nada de dudas, como en el cuadro de David Teniers donde el mono pintor parece ser un genio. Y, sin embargo, al mono, a la máquina, le falta lo esencial: el animal, la lata, el metal, no saben lo que es tener conciencia. No pueden saber lo que es ese pellizco que hace que el corazón, que la razón, de pronto se te desborden, se te revolucionen.

Algo que te saca de tus casillas. Que te lleva más allá de tus fronteras. Algo que llamamos la conciencia de lo que uno hace cuando uno pinta. Y con ese movimiento del alma, uno desespera de poner el tiempo en su sitio, de poder un día arrancarle los ojos a los relojes. Nos acordaremos entonces de los domingos que fuimos. Probando brochetas a eso del mediodía, mientras la luz se hacía más blanca. Por entonces nos acordaremos de ese tiempo que parecía tener más carne, de esos días que parecían tener más horas, más minutos, más siglos.

Los mayores ya eran por entonces eternos, o eso pensábamos. Porque ahí estaban metidos, inmersos, en ese otoño irrepetible, cuando todo se pone de oros y de cobres. Cuando la vida estalla una última vez antes del ocaso final. Cuando solo toca darse un último homenaje. Como quien brinda al sol, como quien sabe que el día se partirá en dos, y que solo quedarán vidrios rotos, vitrales, horizontes, desparramados por toda la llanura, a lo ancho de la meseta.

Y entonces, nos miraremos, atónitos, preguntándonos de qué iba esto de vivir. Mientras, el mono seguirá sobre su caballete. La máquina seguirá pintando, no entendiendo nada de nada. Porque el paisaje que tiene delante solo es un asunto de colinas, de montes, de cunetas, de ángulos y de líneas, de algo que puedes pillar en una ecuación, meter en el saco de un algoritmo, y hacer brincar sobre el lienzo.

Sin embargo, el mono pintor no sabe mirar cada detalle. El ínfimo efímero se le escapa. No sabe que la vida se le espachurra con la pasta que aplasta sobre la tela. No sabe nada del color que es dolor. Nada del olor. Nada del calor. De las páginas de papel que se deslizan entre los dedos. De la piel que se abre y se cierra entre las manos. De ese tesoro escondido y encontrado, ahí entre las piernas, mientras nos percatamos de que esto no tiene remedio.

No sabe nada de ese tiempo que te regalan unos amigos sobre la barra de una taberna, cuando te dan un trozo de ellos mismos y que ese instante es para siempre. No sabe nada de ese bizcocho suyo que te llevas a la boca. De esas palabras suyas que te tragas. De esa vida que pasas con ellos mientras los segundos se derraman. Pronto el invierno estará a la vuelta de la esquina, pero el mono ni se entera, sigue a lo suyo, pintando, meneando el pincel. Como si fuera una piedra o un sapo. Como si este nada lo fuera todo. Eso sí que no lo sabe, jamás, nunca.

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