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CAFÉ PEREC
Columna
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Píntala otra vez

El primer heterónimo de la literatura moderna lo creó Valery Larbaud, que se anticipó seis años al primero de Pessoa

Harvey Keitel y William Hurt, en 'Smoke', con guion de Paul Auster.
Harvey Keitel y William Hurt, en 'Smoke', con guion de Paul Auster.
Enrique Vila-Matas

Pero la gente cambia, ¿no? Ahora somos una cosa y luego otra. Incluso al que comenta que está cambiando el mundo, la hora en su reloj también le cambia, porque un reloj nunca es retrógrado. Las ciencias cambian que es una barbaridad, decía Don Hilarión y, sin embargo, muchos siguen creyendo en el concepto de escritor compacto, sin fisuras. Es como si no hubiera comenzado a difuminarse ese concepto de escritor de una sola pieza que desmitificó Pessoa al fraccionarse en una serie de personajes heterónimos. Qué estrategia, por cierto, tan hábil la suya: intérprete puntual de la crisis del sujeto moderno y de sus certezas, trasladó a su obra una otredad múltiple que atribuyó a su desorientación existencial.

Con todo, el primer heterónimo de la literatura moderna lo creó Valery Larbaud, que se anticipó seis años al primero de Pessoa. Es más, el poeta de Lisboa, a través de su amigo Sa Carneiro, que vivía en París, pudo tener noticia de Barnabooth, el heterónimo de Larbaud, y haber esto influido en la creación de sus heterónimos. Barnabooth pertenecía a esa especie de literatos para quienes las cosas que contribuyen a la civilización tienen que tener, en parte, contacto con “el placer, juego, gratuidad y divertimento del espíritu”.

Sobre el mundo de los espejos y los heterónimos encontré ayer una —involuntaria, supongo— ajustada aportación literaria de George Didi-Huberman al tema. Se encuentra en su libro Aperçues (traducido como Vislumbres), donde cuenta haber conocido la muy vívida sensación de que cada espejo le reflejaba de una manera distinta. En cada nuevo cuarto de baño, de un hotel a otro, él no era el mismo: “Era como si la menor diferencia de encuadre, de azogue, de luz incidental, etc., hicieran irrumpir, desde mi propio cuerpo desdoblado en el espejo, una visibilidad nueva, no menos verdadera, no menos falsa, que todas las demás”.

Creo que hoy todos los caminos, como los espejos de Didi-Huberman, llevan al genial Smoke, el filme con guion de Paul Auster. Recuérdese: el estanquero hace una foto cada mañana a la misma hora desde el mismo ángulo, y aun así las fotos nunca son idénticas. Esa visibilidad nueva está creando un espectador, un lector, cada vez más habituado a la atmósfera general de ambigüedad. Por ella nos movemos todos y algunos, como es mi caso, preguntándonos si no deberíamos volver a mirarlo todo de nuevo otra vez. No se trataría ya tanto de fracasar, sino de volver a mirar, de mirar una y otra vez, hasta que se agoten las versiones —plurales, complejas, infinitas— del mundo. O de un cuadro. Pensemos en Cézanne. Las visiones distintas de Auster de un mismo lugar ya estaban en Cézanne cuando, conocedor de cómo puede cambiar todo de una mirada a otra, pintó ochenta veces la montaña de Sainte-Victoire. En su formidable Paul Cézanne. Sonrisas flotando de inteligencia aguda (Abada), incluye Josep M. Rovira todo tipo de intuitivas y cambiantes miradas sobre el pintor de Aix-en-Provence, un hombre convencido de que la finalidad del arte es la elevación del pensamiento.

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