Un paseo por el Madrid de los barrios en blanco y negro con el fotógrafo Cristóbal Manuel
La exposición ‘Ciudad tristeza’, en Alcalá de Henares, reúne las imágenes que el autor tomó en sus tiempos de reportero gráfico de EL PAÍS en los noventa
Durante algunos de sus mejores años de reportero gráfico, mientras trabajaba para la sección de Madrid de EL PAÍS, Cristóbal Manuel (Almería, 63 años) fue retratando, a la vez, dos ciudades. La primera era ese Madrid en blanco y negro de los barrios de la década de los noventa que salía en las páginas del periódico del día siguiente para acompañar noticias de desahucios, de llegadas de circos en Navidad, de residencias ilegales de ancianos o de robos. La fotografía se publicaba, la noticia se olvidaba y vuelta a empezar. La segunda ciudad era la que denominó “ciudad tristeza” y de esa nunca se olvidó.
Para ilustrarla, el fotógrafo recurre, en muchos casos, a las mismas imágenes que se publicaron en EL PAÍS-Madrid de aquellos años. Pero despojadas de la historia que contaban y de la realidad concreta que las impulsó; ahora hablan de algo distinto. Por eso, los elefantes cabizbajos de aquel circo de 1992 del que nadie se acuerda ya no son solo eso. Por eso, la anciana de la residencia que lloraba porque la iban a desalojar ahora es un símbolo de otra cosa. Esta paradoja es una de las claves de la exposición Ciudad tristeza, que se muestra en el Patio de Santo Tomás de Villanueva, en la Universidad de Alcalá de Henares, hasta el 15 de diciembre. “Son imágenes de seres aislados que no encajan, que no encuentran su sitio en una ciudad hostil que fue la que yo me encontré al llegar desde mi paraíso de Almería. Ciudad tristeza no es Madrid. Tal vez sea una parte de Madrid, pero podría ser cualquier otra ciudad, o una parte de cualquier otra ciudad. En el fondo, es una ciudad imaginaria hecha a lo largo de los años con imágenes reales”, explica el fotógrafo.
Cristóbal Manuel estudió en la Escuela de Artes de Almería. Quería ser ilustrador, o dibujante, o pintor. A los 20 años trabajaba pintando vallas publicitarias, y para eso, muchas veces, se ayudaba primeramente de una fotografía que hacía él mismo y que luego reproducía en la valla, ayudado por una cuadrícula. Se aficionó entonces a la fotografía. El dueño del más prestigioso estudio de fotografía comercial de la ciudad, Emilio Túnez, especializado en bodas, bautizos y comuniones, al ver el buen ojo de ese joven, le fichó. Manuel empezó a ganar dinero y a pasearse atareado por Almería con dos cámaras Hasselblad, sufragadas por el estudio. Un día, en un café, dos grandes fotógrafos almerienses, Carlos Pérez Siquier y Manuel Falces, repararon en él, precisamente por ir cargado con esas dos cámaras. Y le llamaron.
“Ellos me enseñaron un tipo de fotografía que me enamoró. Y dejé las bodas y los bautizos, a pesar del dinero. Y entonces, conocí a un periodista, Antonio Torres, corresponsal de EL PAÍS en Almería, que me pidió que le acompañara a un reportaje, y ese día me di cuenta de que los periodistas llegaban a sitios donde nadie llegaba, y eso me permitía hacer fotos que nadie hacía, y me convertí en fotógrafo de prensa. Pero yo nunca quise ser periodista”, cuenta. La fotógrafa Martine Franck, esposa de Henri Cartier Bresson (del que era admirador Cristóbal Manuel), de visita ambos en Almería, le dio el último consejo: “Sal de aquí”. Era el año 1992. Enfiló para Madrid. Y para Ciudad tristeza.
Al poco de llegar retrató a un vecino de su barrio de La Elipa de espaldas, con las manos atrás, en medio de una escalera, mirando a una pared de ladrillo visto. Es el habitante número 1 de su particular ciudad imaginaria, la foto que abre la exposición. En otra ocasión, fotografió a una señora mayor en bata arrastrando un carrito de la compra y a un hombre vestido muy pobremente sentado frente a una sucursal del Banco de Santander, abrumado por algo, mirando al suelo. “Este tío podía ser yo porque ese era el banco de mi barrio y a lo mejor el hombre estaba así porque no le prestaban dinero, a mí tampoco me lo prestaban”. La foto serviría después para ilustrar alguna de las mil crisis económicas que sacudieron España aquellos años. Con el periodista que firma esta crónica, por entonces un aprendiz de reportero de la sección de Madrid de EL PAÍS, Cristóbal Manuel retrató a esa anciana que lloraba a la hora de la cena en una residencia tristísima de la que iba a ser desalojada por vete tú a saber qué ilegalidad.
Otra vez, para ilustrar la masificación de las líneas de cercanías, se fue a Atocha y fotografió un andén en hora punta. Consiguió el objetivo. Pero más de 30 años después, lo que más destaca de esa foto no es precisamente la aglomeración de gente, sino el rostro de estupefacción de un veinteañero que mira a la cámara, absorbe toda la luz de la estación y parece decir: “Qué hago aquí”. En una visita a la cárcel de Soto del Real para otro reportaje, una pareja de reclusos le pidió que les hiciera una foto porque se habían casado hacía un mes en la prisión y no tenían un retrato de bodas. El antiguo fotógrafo del estudio de Emilio Túnez pensó en las vueltas que da la vida.
Ninguna de estas imágenes fue nunca portada del periódico. Cristóbal Manuel no las hizo con esa intención. En el fondo, ya entonces, todas esas instantáneas formaban parte de la misma serie y él lo intuía: “Yo era muy meticuloso y cuando hacía una fotografía para el periódico que me gustaba, iba al archivo, pedía el negativo, la revelaba y la guardaba. Y ya por aquellos años hice una pequeña exposición en un bar de Lavapiés. La exposición se llamaba ya Ciudad Tristeza”.
En el año 2000 entró en plantilla en EL PAÍS y fue promovido a editor de los suplementos Tentaciones y El Viajero. Fue enviado especial varias veces y llegó a ser redactor jefe de Fotografía del periódico, cargo que abandonó a su marcha del diario, en 2022. Antes, había logrado el Premio Ortega y Gasset de 2011 por la imagen de un hombre caminando desnudo por las calles de Haití pocos días después del terremoto que asoló el país en 2010. Pero ya nunca volvió, salvo en muy contadas ocasiones, a toparse con los personajes de los barrios de Madrid, que a la vez eran habitantes de su ciudad tristeza. En parte porque él ya no iba por allí, en parte porque ese mundo había dejado de existir.
El fotógrafo pasea ahora por la exposición y mira una por una las fotografías: cuatro ancianos suben y bajan absurdamente una escalera de ejercicios con una expresión demoledora de abatimiento y resignación, unas señoras se abanican sentadas en un banco al sol, un empleado de la Empresa Municipal de Transportes (EMT) en huelga se apoya en el hombro de su mujer, que mira de reojo con desconfianza hacia la izquierda…
Luego evoca la pila de años que han pasado desde que captó esas imágenes y confiesa, orgulloso: “Estas son las fotos que yo vine a hacer cuando salí de Almería”.
Babelia
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