Craig Thompson vuelve a los lugares y los conflictos de ‘Blankets’ dos décadas después
El autor retoma la narración de su juventud y su intimidad que le hizo célebre hace dos décadas con su aplaudida novela gráfica y la liga en ‘Raíces de ginseng’ con un relato sobre el cambio climático y la vida de un pueblo remoto en el mercado globalizado
Craig Thompson quería dibujar un cómic sobre plantas. El cambio climático, el impacto nefasto y el afán de protagonismo del ser humano, las sombras del comercio global. El autor veía razones de sobra para preocuparse. Y para un amplio reportaje periodístico en forma de tebeo. Solo había un problema: cuando lo compartía en alto, todo el mundo se aburría. Para reavivar la conversación, recurría a las anécdotas: “Contaba que, desde los 10 años, trabajé 40 horas semanales cada verano recolectando en los campos de mi pequeño pueblo del Wisconsin rural”. Ahí, al parecer, ya nadie bostezaba.
Así que la nueva obra del creador de la exitosísima Blankets se titula como lo que arrancaba con su pequeña espalda doblada: Raíces de ginseng. Habla de su campiña natal y del vínculo con el mercado chino, aunque también junta la historia familiar con la que se enseña en los coles. Por supuesto, están las plantas. Pero alrededor ha germinado una mezcla de investigación social, ensayo y recuerdos personales. Los frutos pueden recogerse en las librerías.
Han tardado, eso sí, en madurar. Hacía nueve años que una obra de Thompson no se lanzaba en el mercado español. Ahora, de golpe, justo coinciden dos: este mismo 2024 se publicó una edición especial de Blankets por sus dos décadas —ambos en Astiberri—. La obra maestra que descubrió al mundo a un joven narrador venido de la nada. Y su última fatiga. El relato de su infancia en una familia hiperreligiosa, entre censura y acoso escolar, con los cómics y el primer enamoramiento como vías de escape. Y el regreso a esos lugares desde otra perspectiva: el chaval algo traumatizado que contó lo que le acababa de suceder ahora roza los 50 y mira atrás para recordar. Con más equilibrio. Dificultad. Y ambición.
“Blankets trataba temas muy específicos: un entorno muy religioso en un pueblo remoto. Lo hice sobre todo para mí. Pensé que tendría como mucho 2.000 lectores. Pero ocurrió lo contrario”, rememora el autor. Hubo inmediatamente 11.000 solo en España, tanto que la propia editorial Astiberri lo considera un punto de inflexión en su recorrido. Los aficionados en el mundo se cuentan por cientos de miles, y a Thompson todavía le asombra descubrir nuevos seguidores veinteañeros. Más en general, en un ámbito entonces aún dominado por los superhéroes y algún prejuicio, Blankets demostró que una autobiografía dibujada por un desconocido en 600 páginas, llenas de fragilidad, esperanza, verdad y ternura, podía conquistar el público.
Al creador le dio la fama y el crédito para terminar apostando por el tebeo. Pero también cinco años de conflictos con sus padres, resentidos por cómo los había retratado. Y una presión añadida. “[El autor de cómics] Benoit Peeters me dijo: ‘Has creado un superventas. Es probable que sea el único de tu carrera’. No me lo creí. Tenía 27 años, pensaba: ‘¡Si acabo de empezar!’. Aunque hablando con otros artistas descubrí que era algo relativamente universal. Resulta un peso y una bendición a la vez. Por lo menos, tienes uno. Pero quieres creer que dentro de ti hay libros mejores por crear. Me volví mucho más consciente de que había un público, y unas expectativas”.
En efecto, cierto interés aguardaba al nuevo cómic del autor. Por el triunfo de su obra más conocida. Por el tamaño (450 páginas) y los años de espera. Porque a la mirada íntima de Blankets se suma la que pretende explicar al menos un trocito del mundo; porque parte de un chiquillo que recoge raíces para contar alegrías y dramas de una familia, de un pueblo entero y, finalmente, de un mercado globalizado e impulsado por el hambre capitalista; porque al trazo en blanco y negro se suma ahora el rojo vivo; y por la oportunidad de sentarse de nuevo en el salón de los Thompson.
Blankets esbozaba a un padre autoritario, una madre entregada a Dios y dos muchachos (Craig y su hermano Phil) que buscaban desviarse de un camino demasiado marcado. Todos vuelven en Raíces de ginseng, junto con Sarah, la otra hermana, cuya existencia el lector descubre solo ahora. Y con los agricultores, productores o empresarios chinos entrevistados. Aunque, a la vez, regresan viejos problemas. En una viñeta, se ve cómo la familia ahora ha llegado a enorgullecerse del tebeo que tantas tensiones les trajo. Pero, en otra, la madre suelta a su hijo: “¿No pensarás contar NADA de todo esto en un libro, ¿verdad?”. Por lo menos, esta vez el dibujante avisó, puso la grabadora encima de la mesa en vez de novelar, y pidió el visto bueno de sus familiares a posteriori. “Todo lo que dicen está registrado en audios. Al principio estaban muy contentos de participar. Pero se fueron volviendo más reluctantes”, asegura. De ahí que él también cambiara las reglas.
“Empecé a grabar en secreto. Mis padres no hablan abiertamente de las emociones. Cuando percibía que se acercaba algo potente, encendía el móvil. Sentía que no era ético con ellos, y menos como periodismo. Pero pude capturar momentos honestos que, de otra forma, no habrían existido”, reflexiona Thompson. Una vez finalizado el tebeo, un infarto dejó a su padre casi sin habla, y sin memoria de cómo realizar su profesión, fontanero, o su pasión de toda la vida, la jardinería. Al hijo, además de la tristeza, le multiplicó la culpabilidad por las registraciones ocultas. Después, sin embargo, también se iluminó el lado bueno de la medalla: su trampa, y su cómic, habían “preservado” partes ya perdidas de su progenitor. Junto con un retrato de él, dulce y frágil, frente al padre firme y a ratos aterrador de Blankets.
Raíces de ginseng muestra que Thompson ha aprendido a hacer las paces con su juventud. Hoy tan solo siente cierto resentimiento por la “ausencia de ocio”: nunca pudo acampar o ir a nadar como los otros niños. A la vez, sin embargo, con las décadas le han surgido conflictos distintos. La segunda obra más conocida de su currículo, Habibi, obtuvo reseñas muy favorables, pero otras tremendamente duras. Sobre todo, por una acusación recurrente: ¿qué pintaba un blanco occidental criado a pan y catolicismo dibujando a dos esclavos negros, al llamado tercer mundo y a la herencia del islamismo? Pura apropiación cultural, denunció más un crítico. El autor dice que entiende las quejas —no, en cambio, las amenazas que llegó a recibir—. Aunque responde con un parafraseo: “Es más bien apreciación cultural”. Defiende la libertad de expresión y de creación, que Habibi era una “declaración de amor a los artes árabes” y la importancia de buscar inspiración en cualquier lado, no solo en los más próximos.
Aun así, cuando se anunció el tema de Raíces de ginseng, las mismas críticas volvieron: “Destruyeron mi confianza. Tuve que parar el libro un par de veces, la primera durante cinco años. Pero entendí que no pretendía dar respuestas, sino lanzar una pregunta. ¿Qué pasa en los sitios donde la cultura local se solapa con otra? Crecí en un pueblo aislado, de unos 1.200 habitantes, básicamente granjeros blancos. Pero nuestra industria agrícola se centraba en el ginseng, que desde finales del siglo XIX era cultivado y enviado a China, lo que entretejía mucho ambos países”. Curiosamente, hoy, hasta Blankets es cuestionado: el autor explica que está prohibido en el estado de Utah y en varias escuelas de EE UU, por presunta “pornografía”.
En su nueva obra el autor menciona todas esas inseguridades. Su síndrome del “impostor paleto”; la energía enorme que le reclama cada proyecto; cómo su propio filtro lo sabotea. “Sé que hay artistas que se sienten recargados dibujando y logran alimentar su ego. Para mí es lo contrario. Me desanima, estoy constantemente decepcionado con mi trabajo. Puede que venga también de mi educación: siempre me siento culpable y percibo las críticas de la gente sobre mis hombros mientras dibujo. Me cuesta acallar esas voces y quedarme solo con mi creatividad. Y con la edad empeora”. Por todo ello, y porque pasó de pasión a oficio, Thompson confiesa que perdió pasión por el cómic. De acto de amor desinteresado a única fuente de ingresos; de novedad a repetición diaria. En Raíces de ginseng intentó reencontrarse también con su profesión.
Surgió, sin embargo, otro obstáculo más. Thompson lleva años acumulando problemas médicos en las manos, como cuenta el propio tebeo. “Cada página nace del dolor”, lo resume. Tanto que su costumbre de dibujar cada día en un cuadernito lleva meses abandonada. Y ha preferido operarse primero en la zurda, como ensayo antes de intervenir en la otra, la que diseña su arte. Dice que anda nervioso y expectante. Aun así, el autor sigue aplicando y reivindicando el modelo tradicional: ante todo, papel y lápiz. Y más aún tras el avance de la Inteligencia Artificial: “Creo que apreciaremos cada vez más el elemento de imperfección en el arte. Quiero abrazar esa fragilidad”. Ganar con la debilidad, en lugar de la fuerza. Pura astucia humana. Y muy de Craig Thompson. Difícil que la máquina sepa hacerlo. Por ahora.
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