Se acabaron las tribus
Todos los grupos urbanos parecen haberse diluido. ¿Todos? No, uno de ellos crece en ardor y visibilidad
Se extinguió el tribalismo musical, sospecho. Vengo de un tiempo en que los gustos musicales definían una identidad y, desde luego, un aspecto. Cierto que todavía puedes encontrarte por la calle con jevis, punkis, góticos, indies. Pero hoy parecen nichos de mercado más que movimientos juveniles. Todo lo que sugiera diferencias de estilo es absorbido por la industria textil y la maquinaria publicitaria. O al revés: lo de urban, ahora considerado género musical, fue inicialmente un eufemismo de las agencias de publicidad para las campañas destinadas a consumidores afroamericanos. Aparte, cada día vemos esa variedad de la apropiación cultural que es el saqueo de significantes: ¿qué pensar respecto a los rascas Flower Power de la ONCE? Toda esa tropa que lleva camisetas de los Ramones o Nirvana ¿sería capaz de definir, aunque fuera someramente, la música de esos grupos?
Naturalmente, esas son observaciones a vista de pájaro, sin valor científico. Que nos hacen reflexionar sobre las actuales formas de encontrar música. En otras épocas, eso requería un esfuerzo, incluso una inversión: escuchar determinados programas de radio, leer revistas especializadas, visitar tiendas de discos, grabar e intercambiar casetes. Formas de socialización que desembocaban en conexiones, agrupamientos, proyectos. Lo de las tribus urbanas fue una excrecencia muy útil para reporteros alarmistas y para los “debates” concebidos por aquel showman llamado Jesús Hermida.
Muy diferente del presente. Ya no hay una necesidad apremiante de buscar música: nos llega directamente al ordenador y al móvil. Los misteriosos algoritmos del streaming nos indican lo que debemos escuchar. Unas selecciones orwellianas que podemos complementar con canciones menos obvias, tal vez descubiertas en anuncios, series o bandas sonoras. Se ha cambiado el álbum, con su elaborado grafismo y su información complementaria, por la aséptica playlist. Lo que antes era casi una religión se ha convertido en entretenimiento, cuando no en ruido blanco para enmascarar las agresiones sonoras exteriores.
Eso de tener “toda la música del mundo” (mentira, pero tal es el reclamo) al alcance de la mano tiene serias implicaciones para la creación contemporánea. Con todas las músicas más o menos mapeadas, las opciones parecen limitarse a la copia, la hibridación, la subversión o la ironía. Para el oyente con callo, sin embargo, la sensación general es “yo esto ya lo había escuchado antes”.
Puede ser verdad pero no computamos que los posibles reciclajes suenan frescos a oídos tiernos. Aquí urge destacar el fenómeno del fandom, que carece de tales prejuicios: hinchas a la enésima potencia, devoran esencialmente todo lo facturado por el/la objeto de sus deseos. Es una zona compleja, donde se busca “un placebo psicoterapeútico que se materializa en la figura de una estrella”, como aventura Pete Townshend en el prólogo de Starlust (Contraediciones), el recopilatorio de fantasías de fans firmado por Fred Vermorel.
Alguien alegará que muchas de esas estrellas son productos de laboratorio. Claro, pero buena parte del mejor pop son producciones industriales, desde los girl groups al Motown sound. Por no hablar de los artistas fantasmas, tan habituales en la disco music o en el techno. Lo esencial es que las fans —sí, son mayoritariamente femeninas— constituyen la única tribu que todavía se moviliza. Solo que están divididas en clanes, a veces irreconciliables. Igualito, igualito que en el rock.
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