La fe en el cine de Pedro Almodóvar
El cineasta, siempre reconocido por su maestría como director de actores, por fin consigue el máximo galardón de uno de los grandes festivales
De niño, Pedro Almodóvar creía que las películas las hacían los actores, aquellas estrellas del cine clásico que abrieron su horizonte sembrando su temprana pasión cinéfila. A los 74 años, el ganador del León de Oro del festival de Venecia por The Room Next Door (La habitación de al lado), su primer largometraje en inglés, sigue reclamando el poder de aquella emoción: la de las grandes interpretaciones. Almodóvar lo apuntó en su discurso del sábado al recibir el máximo galardón del festival —el primer premio de esa categoría para una filmografía extraordinaria —, al referirse al “milagro” de ver a Tilda Swinton y Julianne Moore interpretando su película.
En ese proceso, Almodóvar se reserva un lugar privilegiado, su lugar favorito en el mundo, el del primer testigo. El rodaje de La habitación de al lado ha sido, según el propio director, uno de los más fluidos de su carrera. “Pero un rodaje feliz no garantiza nada, eso también lo sé a estas alturas de mi vida”, decía cuando era imposible predecir el destino de su película. Lo que sí sabía entonces es que lo que había vivido con las dos actrices pertenece a un orden misterioso, un tríptico hecho de confianza, gestos y emociones.
En uno de los instantes más inolvidables de esta película, su elegíaco homenaje a Los muertos, la película de John Huston basada en el relato de James Joyce, lo que estamos viendo alcanza otra dimensión. La nieve que en las palabras de Joyce y las imágenes de Huston cubría toda Irlanda, cayendo “sobre todos los vivos y todos los muertos”, le sirve a Almodóvar para recordar, por un lado, un relato y una película que adora; para ilustrar una climatología sin brújula que tiñe de un rosa madrileño Manhattan y, sobre todo, para mostrar de forma sobrecogedora cómo la ficción acompaña en sus días finales a una mujer que encuentra en esa misma nieve, capaz de traspasar la pantalla de un televisor, su propio adiós. La habitación de al lado es una película que no te permite llorar, pero el día que se rodó esa secuencia en la que Tilda Swinton, reclinada sobre su vieja amiga Julianne Moore, acepta a través del cine su propio final, Almodóvar no pudo contener las lágrimas y se tuvo que retirar para que nadie le viese llorar.
A esa altura del rodaje, entre Moore, Swinton y Almodóvar ya había ocurrido ese “milagro” al que hizo alusión el cineasta en su discurso, ese intangible que persigue en todas sus películas. La habitación de al lado, siguiendo la estela del dolor seco y contenido que empezó con Julieta (2016), su adaptación de Alice Munro, y pese a ser un melodrama, evita a toda costa lo sentimental, como recordó la presidenta del jurado de Venecia, la actriz Isabelle Huppert, al explicar esa compleja distancia que mantiene el director con lo que narra.
Almodóvar ama el cine y ha construido toda su obra alrededor de esa pasión. Pasar un rato a su lado es enriquecedor por su generosa erudición y por su fértil imaginario. Su fe en el cine es contagiosa, y en su olimpo siempre estarán las grandes intérpretes que le siguen conmoviendo. Allí, rondan Bette Davis, Gena Rowlands o Marlene Dietrich. Y, cómo no, Barbara Loden. Almodóvar ha contado alguna vez lo importante que fue para él descubrirla en Esplendor en la hierba (1961, Elia Kazan), cómo se identificaba con la piel de la descarriada Ginny, la hermana loca de Warren Beatty, la chica de provincias asfixiada por una sociedad machista y retrógrada que la cuestiona por vivir a su manera.
En la localización de la casa del bosque de La habitación de al lado había infinidad de DVD traídos por el propio director. Además de Los muertos, estaba una copia de Carta de una desconocida, de Max Ophüls, una caja con las primeras películas de Fassbinder y Wanda, la única película de Barbara Loden, escrita, dirigida e interpretada por ella antes de morir de cáncer a los 48 años. Una obra maestra que mucho antes de que se popularizara, Almodóvar recomendaba a todo el mundo descubrir con urgencia.
Fondo espartano
La habitación de al lado es una película sobre el duelo que rechaza el negro del luto —que solo está presente en una fotografía de Cristina García Rodero— para reivindicar, pese a todo, la vida. Almodóvar dice que es una película sobre una mujer que agoniza en un mundo que agoniza, pero cuando el personaje de Damian (John Turturro), amigo y examante de los dos personajes principales, le viene a Ingrid (Julianne Moore) con su discurso apocalíptico, ella le responde que convivir con alguien que se muere le está enseñando lo contrario: que la vida merece ser vivida con alegría.
Pero la verdadera paradoja del cine de Almodóvar está en cómo frente a su conocido exceso —en las palabras, en los colores, en lo ornamental—, tan propio de su obra y su carácter, está su mirada y su fondo espartano y cómo, por encima de la forma, acaba primando la actuación. En una de sus secuencias finales, una de las más prodigiosas de una recta final emocionante, Martha (Tilda Swinton) se maquilla frente a un espejo. En un plano fijo medio la observamos quitarse el parche de morfina y disimular las manchas de su piel con un corrector. De ahí pasamos a otro plano fijo, el reflejo de su boca en el espejo, Martha está pintándose los labios. Y de ahí a otro amplio en el que la vemos esbozar una sonrisa perfecta con un traje amarillo. La secuencia se cierra con un cuarto plano: Martha abre un grifo y se sirve un vaso de agua. No hace falta nada más.
Si en Dolor y gloria, la madre de Almodóvar le exigía a su hijo los detalles de su propia mortaja (la mantilla negra, el hábito y el rosario) en esta continuación de su duelo Almodóvar amortaja a su nueva heroína con la dignidad y la elegancia de quien, en un mundo en ruinas, decide responder con su última fiesta.
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