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Universos paralelos
Columna
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Estrellas del rock, especie en vías de extinción

Nuevas músicas disputan el dominio cultural al rock. ¿Un contratiempo temporal o un cambio de tendencias?

Diego Manrique columna
Mick Jagger y Keith Richards, durante un concierto de los Rolling Stones, el 21 de julio en Misuri (Estados Unidos).Gary Miller (Getty Images)
Diego A. Manrique

Escuchando un Grandes éxitos de Mina se me ocurre que llegará el momento en que no se entienda lo que quería decir la Tigresa en un tema como Estrella del rock. Una balada dramática de 1979, compuesta y arreglada por Shel Shapiro, rock star a escala italiana (cabecilla de los londinenses The Rokes, afincados en Roma en 1963). Argumento: una mujer airada da la patada a un zángano que “va por la vida de estrella del rock”.

Y es que, ya en el presente, las estrellas del rock están de capa caída. Todavía funcionan, pero sospecho que se benefician mayormente del impulso, la estatura que adquirieron en el siglo pasado (no, lo siento, no veo ese carisma en bandas del siglo XXI como Coldplay o The Killers). Estamos asistiendo a un giro de paradigmas: decae el rock, música esencialmente masculina, y asciende el pop, con intérpretes femeninas y un público mayormente mujeril. En 2024, no podemos ignorar los estadios madrileños llenos de fans de Taylor Swift o Karol G. E insisto en la categoría pop, incluso para la bichota colombiana, cuyo uso del reguetón resulta circunstancial.

Cuidado, conviene relativizar esa hegemonía pop. Más allá de las descomunales cifras de Bruce Springsteen, este año también hemos visto que AC/DC convocó 120.000 personas ¡en Sevilla! Cierto que no me atrevería a encajar a Angus Young en el traje de rock star: sea táctica o innata, su carencia de elocuencia le aleja del papel de oráculo que caracterizaba a las estrellas arquetípicas. Un rol prácticamente inventado por el primer Rolling Stone, un periódico quincenal que necesitaba llenar páginas con entrevistas torrenciales. Y una función devaluada tras la caída en desgracia de Bono, precisamente por su saturación mediática.

A la estrella del rock se le atribuyen ambiciones mesiánicas. Viene de lejos: la película Privilege (1967) retrataba a un cantante pop manipulado por el establishment. La realidad se parecía más a Performance (1970), donde un artista jubilado (Mick Jagger) reinaba sobre un séquito mínimo. La sensación de omnipotencia suele ser un espejismo: la estrella en activo cuenta con ayudantes que desatascan situaciones problemáticas, desde una borrachera indecente a un topetazo con la policía. Lean Vida, las memorias de Keith Richards, si necesitan ejemplos prácticos.

Durante demasiado tiempo, creíamos que el ecosistema de la rock star era la gira. Hoy, documentales y biografías nos enseñan otra visión: miembros de grupos aparentemente fraternales que viajaban por separado y que se peleaban para confeccionar la set list. La impunidad: se mitificaban los desmadres en los hoteles, cuando era cuestión de armonizar la manía vandálica de aquellos huéspedes con la paciencia de la cadena en cuestión, que ya sabía quién iba a pagar los destrozos. Los encuentros sexuales o los pasotes de drogas se quedaban en recuerdos borrosos, enérgicamente regulados por un road manager ya centrado en el siguiente concierto.

En verdad, las rock stars no se extinguen, no más rápido que los demás miembros de su generación. Siguen en sus cuarteles de invierno, preparando su enésima gira de despedida. Muchas han dejado de grabar, aunque eviten articular la razón principal (“ya no es rentable”) y miren con envidia a Dylan o los Stones. Puede que ni siquiera adviertan que les amenaza el relevo.

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