Bruce Springsteen en Madrid: celebrando la vida, por muy puñetera que sea
El veterano rockero patea a la afonía y bombardea a unos 50.000 espectadores en el Metropolitano con tres horas de flamante rock and soul
Un hombre de mediana edad y su hijo veinteañero están derrengados en su localidad. Tienen el ceño sudoroso. No son los únicos en esa situación. Esto es el Metropolitano y por aquí acaba de pasar un concierto de Bruce Springsteen. Uno de esos de tres horas, extenuante, donde el cantante pone a prueba su resistencia a sus 74 años y la de su público. Si se sale de allí con el corazón latiendo y sin una rotura de los ligamentos de la rodilla se ha ganado una batalla a las leyes de la naturaleza. Podemos con todo. O casi. Anoche se vivió otro concierto de Springsteen en España (que pronto llegará a las 60 comparecencias, desde aquel debú en Barcelona en 1981) impetuoso, musculoso, festivo, emocionante. Le faltan cuatro más en los próximos días: el 14 y 17 de junio también en el campo rojiblanco, y el 20 y 22 en el Estadi Olímpic de Barcelona.
Antes del recital de ayer el aficionado andaba sumido en la inquietud después de la cancelación de los cuatro recitales precedentes por una afonía de la estrella. Tras 18 días de descanso el músico reaparecía anoche en el estadio del Atlético de Madrid. ¿Se encontrará bien? ¿Llegará con voz a las 30 canciones previstas? ¿Gruñirá con su vitalidad habitual sus historias de personajes abrazados a esa brinza de esperanza que les permite levantarse de la cama todas las mañanas?
Quizá por esta reciente salud quebradiza uno de los versos de Promise Land cobró anoche un significado especial: “A veces me siento tan débil que quisiera explotar”. Compareció recuperado el héroe estadounidense. Pero sufrió algo al principio. No se encontraba su voz a tope y Bruce cerraba los ojos, arqueaba la ceja derecha, se le arrugaba la frente. Fue por ello más valiosa su actuación. Después de cuatro o cinco canciones su garganta se calentó y la afonía salió disparada del Metropolitano. Hasta otra, maldita seas.
El estadio casi se llenó, unos 45.000 espectadores, en una estimación realizada a ojo por este cronista ya que el promotor, Doctor Music, no proporcionó con antelación el dato por mucho que se le insistió [este jueves, horas después de publicada esta crónica, el organizador informó a este diario de que fueron 55.000]. Este mismo promotor anunció hace meses que se habían despachado todas las entradas, dato cuestionable ya que en las gradas había algunos asientos vacíos.
Ataviado con su indumentaria de los conciertos (tejanos, chaleco, muñequeras negras, corbata) y atado a su Fender, el músico de Nueva Jersey ofreció 180 minutos de un recital que no fue solo suyo, ya que desde hace muchos años los conciertos de Springsteen son de todos; hasta de los que no asisten, porque seguro que cazarán otro espectáculo de la gira o porque hoy le contará alguien al detalle lo bien que se lo pasó en el Cívitas.
Una de las claves de los directos de Springsteen es el control que consigue de la temperatura del espectáculo: saber colocar las piezas de un cancionero legendario; no dejar de tocar los clásicos, pero tampoco ser obvio y contentar al aficionado exigente con temas inesperados; proporcionar rock festivo y, a la vez, sacudir el corazón con composiciones de pausada ejecución. Arriba y abajo; el éxtasis y la reflexión. Todo eso ocurrió anoche en compañía de una E Street Band que quizá convendría denominar E Street Orchestra, ya que en ocasiones se contaron hasta 18 músicos en el escenario. Destacar, entre todos, a Max Weinberg. Detrás del capataz, aupado por una tarima, estuvo imponente con las baquetas, demostrando que con una batería sencilla se puede perfectamente conducir una enfebrecida locomotora como la E Street Band. Es ese estilo natural, elegante y cálido que se gastaba el añorado Charlie Watts.
No se conoce una banda tan numerosa en el rock que suene tan compacta e identificativa. La combinación de pianos, órganos, saxos, trompetas, coros y guitarras ofrece un sonido nítido y natural, con Bruce siempre al frente: no deja ni un segundo el escenario en las tres horas y no se concede un respiro ni siquiera para echar un trago de agua. Cuando dejaba de pegar machetazos a su guitarra el público sabía que venía la fiesta. Dejaba su instrumento o movía la correa y se lo ponía en el trasero, bajaba unas escaleras y alcanzaba la valla donde se agolpaba el público. Entonces, Bruce chocaba las manos con la gente, se dejaba abrazar, regalaba armónicas, bailaba cogiendo la mano a algún seguidor... Unos baños de masas que no estila ninguna estrella veterana.
Además de rockero, Bruce también ejerce de solvente comediante. Ha mesurado su despliegue físico (faltaría más) y ya no se deja caer de rodillas de forma arrebatada ni se lanza a esprints de un extremo al otro de escenario. Suda justo lo que la canción le pide y eso le permite encadenar conciertos tan exigentes. Por momentos pareció un recital de los ochenta, con gente joven subida a hombros y sin móviles en las manos.
En un recital tan irreprochable hubo momentos especialmente destacados. Ese Lonesome Day abriendo la noche, majestuoso medio tiempo; la celeridad de No Surrender; If I Was a Priest, gospeliana y con un brillante solo de guitarra de Steven Van Zandt; la soulera versión de Nightshift, de los Commodores; My Hometown y The River, que encadenó y que cantó con los ojos cerrados y enfatizando las estrofas con su mano derecha; un Last Man Standing en solitario, con la guitarra y un silencio estremecedor de todo el estadio; un Badlands con un final a-po-te-o-si-co; un Born To Run que se esfuerza en creérselo después de miles de interpretaciones (gracias, Bruce); un Because the Night atronador; un despiporrante Twist and Shout, el primer tema que interpretó en su vida, con 16 años, y que hoy mantiene en su directo…
Un repertorio que, no olvidemos, sigue la tradición de Woody Guthrie, Pete Seeger y Bob Dylan, la santísima trinidad que liberó a mucha gente para decir las cosas que pensaban. Porque los conciertos de este hombre terminan siendo un manifiesto de vida de tres horas con canciones que denuncian la inmoralidad de la guerra, el racismo, los comportamientos represivos para el migrante o la falta de oportunidades para que la clase trabajadora acceda a una vida confortable. Ahí están los mensajes, para quien los quiera entender.
Springsteen ofreció el mejor espectáculo de rock and roll que pueda experimentar un habitante de este planeta. No solo toca él: se siente la inspiración de Elvis Presley, Janis Joplin, John Steinbeck, The Ronettes, Barack Obama, The Beatles, John Ford, Bon Dylan, James Stewart, William Faulkner o el Pato Donald. Todos formaron parte de la atmósfera de la noche. La última media hora se celebró con las luces generales del estadio encendidas en una euforia constante. Para acabar en el otro extremo emocional: Bruce solo en el escenario interpretando I’ll See You in My Dreams, donde canta: “La muerte no es el final”.
En esencia, los conciertos de Bruce son para celebrar la vida, por muy puñetera que sea; para confiar en que este mundo enfermo se sane un poco, por complicado que parezca; y para abrazar a la persona que tenemos al lado cuando suena Hungry Heart, por muchas diferencias sociales e ideológicas que nos distancien.
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