Bruce Springsteen volvió a certificar su colosal dimensión en Barcelona
Con un repertorio casi calcado al del viernes, el rockero inflamó de nuevo al Estadio Olímpico
Hay cosas que difícilmente se hacen rutina. Una de ellas, la emoción que electriza un estadio cuando Bruce Sprigsteen inicia un concierto. El domingo no lo hizo como el viernes, usó My Love Will Let You Down en lugar de No surrender, esta vez segunda pieza del repertorio, pero la respuesta del público fue idéntica y el escalofrío por la columna vertebral también. Además, había llovido, la pista había sido tierra de paraguas; las ropas, pantanos de agua y el calzado, embarcación anegada. Y, aunque más tarde salió el arcoíris, las penurias por alcanzar el paraíso parecieron insuflar ánimos a un público con ganas de vivir un concierto para el recuerdo.
Salió Springsteen al escenario rematado por las banderas de Estados Unidos y Cataluña y saludó en catalán: “Hola, Barcelona; us estimem, Catalunya”. A partir de aquí, todo fue una fiesta cuyo primer cenit se alcanzó con The Promise Land, una de las muchas piezas de la primera época de Springsteen que armaron el repertorio con el que el rockero norteamericano volvió a meterse literalmente en el bolsillo a una multitud que lee con nitidez su figura transparente: la de un músico que en cierto modo se sometió a un lifting emocional. Fue una sesión de reencuentro para más de 55.000 almas que volvieron a llenar el Estadio Olímpico de Barcelona en el segundo concierto de la gira europea del Boss. Para muchos, Barcelona será ahora una ciudad un poco más vacía, y no faltarán quienes agradezcan la lluvia caída a San Springsteen, que todo lo puede.
Pocos trabajos más fenomenales que la música a la hora de notar su efecto en los demás. Cuando, tras el preceptivo “one, two, three”, Springsteen comenzó Out In The Street, un murmullo de felicidad llegó desde la pista al escenario. El rockero, guitarra en ristre, se acercaba al público de las primeras filas y notaba el empuje de la multitud tras ellas: debía sentirse una persona plena, feliz, con un asombro que igual nunca llega a atenuarse. Se ignora si eso puede convertirse en rutina, pero se antoja que no. Ese es el veneno de los estadios, de la música para multitudes, una música que Springsteen domina con esa dimensión épica que, si no lleva a invadir Polonia, quizás sí a irrumpir en el condado de Lancaster (Pensilvania) y poner a todos los amish a fabricar guitarras Fender.
Eso debe mantener a Springsteen en esta gira, la mítica de las multitudes que comparten algo que nació de tu intimidad. El precio que ha de pagar es que lo que antes le salía de manera natural ahora ha de rebuscarlo en un cuerpo ya bastante vivido. No es un desdoro, pero Bruce tiene la voz cada vez más arenosa, cada vez gesticula con menos énfasis y encima es de los que no escatiman esfuerzos. Podría entonar con menos vigor, cantar de forma más precavida, pero debe creer que él ya no sería él. El público se lo perdonaría. Él, probablemente no.
Por eso, el segundo concierto de Springsteen tuvo una emoción subterránea con un argumento de base que nadie quería verbalizar: ¿cuántas giras de estadio quedan por verle?, ¿cuándo decidirá que ya no es necesario exprimirse más si puede seguir haciendo música con esfuerzos más acordes a su edad?, ¿cuándo esa línea narrativa de sus últimos trabajos sobre el paso del tiempo y la muerte ajustará el balance entre multitudes y el natural debilitamiento que mella hasta a los que parecen sobrenaturales? Viéndolo cantar la explosiva Kitty’s Back parecería que nunca, feliz entre el estruendo de los vientos, seguro con una banda superlativa a sus espaldas. Como siempre, de negro y tejanos, construyendo el paradigma para el público blanco del rockero por antonomasia, ese rockero que ama la música negra y que encadenó Nighshift, una canción sobre los que se han ido y añadió al repertorio Trapped, de Jimmy Cliff, otra novedad con respecto al viernes. También adaptó para multitudes, en plan marching band de Nueva Orleans, un pletórico Johnny 99 alejado de la austeridad introspectiva del Nebraska, convertido en una juerga compartida. Un estadio es algo incomparable, pero el tiempo pasa y desde luego lo que no veremos es a Springsteen mendigar aplausos de por vida a las multitudes. Las respeta demasiado y se respeta también a sí mismo. Con él se irá el último mohicano.
Pero mientras reine en los estadios como lo ha hecho en Barcelona, solo es cuestión de dejarse atropellar. La energía que pese a todo sigue desprendiendo la E Street Band tras su líder, las vivencias personales que evoca en generaciones que merodean por la desembocadura de la vida, el modelo de artista canónico del siglo XX que encarna Springsteen y la inercia de una música que ahora se siente acorralada por lo digital dan aún más fuerza a la celebración de sus actuaciones. Por eso los finales son inenarrables. Luces encendidas, cánticos, sonrisas, abrazos, saltos, cervezas que se derraman, parejas que se besan, brazos enhiestos, un mar de cabezas en agitación, la felicidad como algo físico y tangible: eso es un final de concierto del Boss. Fue como el del viernes. De hecho, apenas hubo cambios en el repertorio del concierto; himnos para sentirse parte de algo como The Rising, Badlands, Thunder Roads, Born In The USA, Born To Run, Ramrod, Glory Days (con Michelle Obama, ex primera dama de Estados Unidos, pandereta en mano, haciendo otra vez los coros), Dancing In The Streets y la final I’ll See You In My Dreams con Sprigsteen solo en escena, cerrando la apoteosis con calma. Él solo en escena, él solo para decidir hasta cuándo frente a las multitudes.
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