Un día en la vida de Tara Browne
Fue el protagonista involuntario de ‘A Day In the Life’, la más monumental canción de los Beatles.
Es una paradoja cruel: Tara Browne, chico dorado del Swinging London, ha quedado inmortalizado por el accidente que acabó con su vida. Hasta entonces, era principalmente conocido por ser uno de los herederos de la cervecera Guinness; en realidad, recibiría su parte de esa fortuna al cumplir los 25 años. Y solo tenía 21 aquella noche de diciembre de 1966 en la que, al volante de un Lotus Elan, se estrelló en una calle londinense. Semanas después, John Lennon usó aquella desgracia, con los detalles precavidamente alterados, para el impávido inicio de lo que sería A Day In the Life, luego completado con una ocurrencia rítmica de Paul McCartney. El tema cerraría su LP más celebrado, Sgt. Pepper. Reforzados por una turbulenta orquesta sinfónica, los Beatles parecían retratar la banalidad de la vida cotidiana y sugerir una búsqueda personal a partir de paraísos artificiales (la BBC prohibió de inmediato su radiación).
Todo muy insólito. Lennon no simpatizaba con Tara, que sí era amigo de McCartney: de hecho, el primer LSD que tomó Paul fue un regalo de Browne, que se mantuvo sobrio para intervenir si el beatle derrapaba en un mal viaje. Ninguna buena obra queda impune: durante mucho tiempo, Paul negó que la canción se refiriera a Tara Browne.
Resulta que el futuro millonario sintonizaba más con los Rolling Stones. Unos meses antes de matarse, había celebrado su cumpleaños con un fiestón en la mansión de su madre, en Irlanda: fletó un Caravelle para llevarse a un centenar de colegas londinenses, donde destacaban Mick Jagger y Brian Jones; luego llegaría otro avión similar, con amigos parisinos. Háganse una idea: el entretenimiento musical corrió a cargo de Lovin’ Spoonful, la gran banda neoyorquina.
Tara Browne había crecido entre la aristocracia y la bohemia, tratando con figuras como John Huston, Lucien Freud o Brendan Behan. Cierto, también convivió con sanguijuelas como Miguel Ferreras, tercer marido de su madre, supuesto modisto cubano. Años después, descubrieron que era un ladronzuelo madrileño, José María Ozores Laredo, que había esquivado sucesivas condenas de cárcel presentándose voluntario a la División Azul y a las Waffen SS; en 1946, adquirió su nueva identidad con el certificado de nacimiento de un habanero que fallecería de tuberculosis. Un prenda.
Algunos llamaban a Tara el Gran Gatsby del Londres pop. Pero ese traje no le encajaba. Refractario a la educación, adquirió cultura por osmosis: no era ágrafo pero su escritura se parecía a jeroglíficos. Se sintió inmaduro cuando, en medio de su affaire con Amanda Lear, debió contemplar cómo era seducida por Salvador Dalí. Tenía cultura musical, habituado a comprar discos estadounidenses por docenas, aunque no se implicó en aquel mundillo: prefería los motores y las competiciones automovilísticas.
De alguna manera,Tara sí dejó un formidable legado musical: compró acciones de Claddagh Records, discográfica fundada por su hermano mayor, Garech Browne. A finales de los cincuenta, ambos hermanos recorrieron Irlanda con un magnetofón profesional, grabando canciones folclóricas e historias de ancianos, algo de lo más chocante ya que la familia Guinness era históricamente anglófila y opuesta a la independencia. Claddagh cambió la forma de presentar la música tradicional irlandesa, incluyendo portadas cuidadas que huían de los tópicos. Allí, entre otros muchos artistas y poetas, debutaron los gloriosos Chieftains.
Babelia
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