Un día en la vida de Lennon y McCartney
Aparte de sus proezas técnicas, ‘A Day in the Life’ esconde una biografía inquietante
Suele encabezar los listados de las mejores canciones de los Beatles. Pero no, A Day in the Life no lo es. Por el contrario, sí ofrece un sublime ejemplo de la creatividad conjunta de Lennon y McCartney, sus distintas visiones del mundo y el comodín que suponía la sapiencia del productor George Martin.
17 de enero de 1967. La escena se desarrolla en la casa londinense de Paul McCartney o, según algunos amantes de lo dramático, ya en los mismos estudios de Abbey Road. Los Beatles están componiendo lo que será Sgt. Pepper’s y Lennon se siente seco de inspiración. Sentado al piano, abre el Daily Mail y se topa con una noticia sobre Tara Browne. El Gatsby del Swinging London se mató un mes antes y los ecos del accidente todavía despiertan la curiosidad periodística.
En años posteriores, aquello será interpretado como el comienzo del fin del esplendor londinense pero Lennon lo narra con distanciamiento, con no pocos errores: ni Tara iba en ácido ni los testigos nocturnos le pudieron confundir con su padre, miembro de la Cámara de los Lores. Más adelante, para acentuar la banalidad del suceso, añade un dato sobre el número de baches en las calles de la ciudad industrial de Blackburn o una referencia a una película bélica, como si hubiera llegado a las páginas finales del periódico. Pero no: el huracán orquestal advierte que la vida va en serio, que siempre estamos al borde del precipicio.
Entre medio, se ha soldado una ocurrencia de McCartney: con un ritmo más vivo, cuenta que se levanta, desayuna, llega corriendo al autobús, se sube al segundo piso, fuma un cigarrillo y se pierde en un ensueño. Una escena cotidiana de su vida en Liverpool —tal era el argumento inicialmente previsto para Sgt. Pepper’s— pero la canción ha dado un salto sideral con ese Lennon evangélico que invita a cambiar el estado de percepción: “Me gustaría colocarte”.
La BBC, no especialmente sintonizada con la jerga juvenil, por una vez lo pilla: A Day in the Life es vetada por apología de las drogas. Los Beatles no protestan, aunque saben que un alto porcentaje de temas editados en ese año de gloria de 1967 podría ser retirado de las ondas por similares motivos.
Puede sorprender el diferente trato que dan al inspirador de la canción. A pesar de haber crecido en una cómoda clase media, Lennon manifestaba antipatía por la gente de buena familia como Tara Browne. Por el contrario, McCartney se había lanzado a la vorágine de la vida londinense, dispuesto a aprender de toda persona interesante, sin fijarse en su pedigrí; es Tara quién le proporciona el primer LSD que toma.
Para la historia, Tara Browne ha quedado como “el heredero del imperio Guinness que se mató al volante de un coche deportivo”. Así dicho, se trata de un retrato pobre e incompleto. En realidad, había muchos herederos Guinness: estamos ante una familia abundante en matrimonios, divorcios, descendencia. Un régimen de fideicomisos impedía que los jóvenes Guinness dilapidaran su herencia antes de los 25 años.
El sistema, sin embargo, no previó la llegada de criaturas como Tara. Malcriado por una madre viajera, apenas conoció los colegios o la educación convencional: a los 21 años, era prácticamente ágrafo. Adquirió su cultura por ósmosis, conviviendo con Lucien Fred, John Huston, Truman Capote, Brendan Behan. Se sumergió en el mundo de la alta costura vía el tercer marido de su madre, un supuesto costurero cubano llamado Miguel Ferreras, que aspiraba a llenar el hueco dejado por Christian Dior. Con el tiempo, cuando ya había fundido muchos millones de los Guinness, se supo que se trataba de un tal José María Ozores, un gigoló madrileño de ideología nazi (luchó en Rusia con el uniforme de Waffen SS).
Tara manifestó una pasión funesta por los coches de competición. Montó un taller, trabajó brevemente en una fábrica de motores, ganó el único rally en el que participó, se hizo popular entre la Policía de Tráfico, se quedó sin carnet de conducir, pintó su AC Cobra con colores pop.
En música, como en todo, Tara era voraz. Pasó por una etapa de dedicación exclusiva a la música clásica. Conoció el mundillo del folk irlandés gracias a su hermano mayor, fundador de Claddagh Records, el sello que lanzó a los Chieftains. Vivió el jazz en las cuevas de París. Llegó por su cuenta al blues y el rhythm and blues antes de que estas músicas negras imperaran en los antros del Soho.
Estaba allí, en Londres, cuando el rígido sistema de clases británico pareció quebrarse. A principios de los sesenta, los cachorros de la aristocracia comenzaron a mezclarse con músicos, modelos, actores, diseñadores, fotógrafos y sí, incluso delincuentes. Siempre encantador y generoso, culto a su manera, Tara intimó con Amanda Lear, Anita Pallenberg, Marianne Faithfull, Brian Jones, Suki Poitier. Se hizo mítico su cumpleaños número 21 (y último), que celebró en su mansión irlandesa: se trajo un avión con 100 amigos londinenses, capitaneados por Mick Jagger, Para evitar tener que elegir entre Beatles o Stones, el entretenimiento musical estuvo protagonizado por un luminoso grupo neoyorquino: The Lovin’ Spoonful.
Ninguno de sus famosos amigos acudió a su entierro. No por falta de gratitud: sencillamente, la muerte de un millonario veinteañero resultaba una incongruencia. Todavía faltaba la resonancia de “A Day in the Life”.
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