Ya no hay placeres culpables
El canon del pop se ha fragmentado y ahora mandan los caprichos individuales
Todavía escuchas en radio y TV la expresión placer culpable. Se suele usar justo antes de declarar debilidad por algo normalmente considerado deplorable, quizás atípico, supuestamente herético. En verdad, se trata de una coletilla prescindible: los placeres culpables están muy integrados en el mainstream, la corriente principal. De hecho, hasta adquieren un matiz positivo: lo de “he visto la serie X de una tacada” pasa de alarde de holganza a convertirse en heroicidad propia de nuestra modernidad.
Sabemos que las excusas para justificar el placer culpable son más viejas que el hilo negro. Pero el concepto tiene un impacto potente en el modo en que consumimos música popular. Recuerden: durante la segunda mitad del siglo XX, el santoral del pop estaba claro. El elitismo se manifestaba mediante la demonización de determinados géneros y la exaltación de artistas obscuros o malditos. Cuestiones banales, podríamos pensar, pero decisivas cuando los gustos musicales ayudaban a definir el estatus personal o la pertenencia a determinado subgrupo (tribu y no necesariamente urbana).
Una de sus manifestaciones era el rockismo: atribuir al rock connotaciones de máxima autenticidad, hegemonía estética y hasta relevancia política. Un derivado de la contracultura, evidentemente, que se fue diluyendo según perdía gas la rebelión y se aceptaban categorías dudosas, como lo de “tan malo que resulta bueno”, herencia de cierta crítica cinematográfica con fascinación por la serie B. Detrás vendrían esos provocadores que argumentan que Village People es más divertido que los Beatles.
Esa preeminencia se fue desgastando por diversas iniciativas. En este periódico, el poeta José Miguel Ullán enfocó su verbo hacia la copla, la rumba vallecana, los boleros. Juan de Pablos, en su Flor de pasión (Radio 3), valorizaba la canción por encima de estilos (de hecho, evitaba los más estridentes). Y ya asomaban las orejas de la world music, que disputaría la primacía moral al rock.
Faltaba monetizar la categoría de los placeres culpables. Lo hicieron, claro, los ingleses. Hacía 2004, Sean Rowley, locutor de BBC Radio London, popularizó los guilty pleasures, ocurrencia pronto amplificada por sesiones en discotecas, giras, programas de televisión y recopilaciones. La más reciente contiene 70 temas, Sean Rowley Presents Guilty Pleasures: 20th Anniversary (Edsel). Aquí no hay productos industriales o llenapistas descerebrados; Rowley prefiere el pop melódico y sentimental, con vocecitas, de 10cc a Rupert Holmes. Los solos de guitarra eléctrica son eclipsados por los teclados. Apenas hay rastro de estilemas del rock, aunque si participan rockeros molificados: la ELO, Elvin Bishop, Climax Blues Band, Felix Cavaliere. No se incluyen los Doobie Brothers, Eagles o Fleetwood Mac, por cuestión de derechos. Ni los Carpenters: la miserable muerte de Karen añadió una capa de gravitas a su repertorio.
Con el imperio de Internet, se tambalearon las jerarquías. Hubo mucha venganza generacional (el famoso OK, boomer) pero esencialmente vimos la floración de infinitos nichos, donde cada secta podía desarrollar su culto particular, en abierto desafío del consenso establecido. Y no hablo exclusivamente del rock: uno puede unirse a los que desprecian a Serrat por devoción a Raphael, los que creen que El Fary era más profundo que Camarón, los que están convencidos de que Operación Triunfo es un concurso de talentos y no un sacaperras tan despiadado como cualquier camello del barrio.
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