La revolución silenciosa de las cartelas en los museos
Los títulos de los cuadros y la información que se exhibe sobre ellos son un arma indiscutible para el control de la narrativa, pese a su aspecto inocente y aunque hayamos tardado en verbalizarlo
Al llegar frente a una obra, el visitante se detiene en la cartela. La lee incluso antes de centrarse en el objeto. La información en el trocito de papel varía dependiendo de la institución o el momento histórico, pero tenerla a mano da seguridad en el paseo: esto es lo que hay que saber. En apariencia son datos objetivos: autor, fecha, técnica, título… Un momento. Tampoco los títulos de un cuadro son objetivos: no suelen corresponder al deseo de sus autores y raramente aparecen en los inventarios de época. Hasta entrada la modernidad, los artistas no solían poner títulos a sus obras, de modo que muchos son cosa de los historiadores, quienes en ocasiones producen además cartelas demasiado creativas.
Las cartelas han sido, así, un arma indiscutible para el control de la narrativa, pese a su aspecto inocente y aunque hayamos tardado en verbalizarlo. Incluso esas cartelas aburridas, detenidas en el tiempo, de las cuales hablaba Tula Giannini en su artículo Contested Space: Activism and Protest (Museums and Digital Culture, 2019), “vainilla” —expresión anglosajona para denominar una posición conformista—, están cargadas de malentendidos. Las ausencias, las omisiones y los silencios —no decir— son elocuentes.
Esa intuición sobre el poder de las cartelas fue lo que durante los años ochenta del siglo XX, inicio de las interpelaciones al papel del museo en la invención y consolidación de los relatos, hizo surgir voces en su contra: ¿qué pasa si las cartelas desaparecen y el museo se convierte en sensaciones? Era la propuesta de James Fenton en su poema del Pitts River Museum en Oxford (1982), que resonó en el trabajo de Celia Lowenstein, nominado al Emmy en 1989. El museo sin cartelas aspiraba a romper el hechizo del discurso impuesto en los trocitos de papel, dueños y señores de la narración.
Desde hace años algunas instituciones han ido un paso más allá: si las cartelas configuran la historia desde el museo y, pese a quien pese, este sigue ostentando el privilegio narrativo y de credibilidad, ha llegado el momento de aceptar su importancia en la revisión de los valores; de hacerlas extendidas e inclusivas —lo exige la actual sociedad—. La labor del Rijksmuseum fue pionera cuando en 2016 se hacía la pregunta incómoda frente al cuadro de Simon Maris Jovencita negra. La obra pasaba a llamarse Joven con abanico y no solo en aras de la algo tediosa “corrección política”, sino porque explicitar el “color” de la protagonista no aportaba mucho a la lectura del cuadro. Mejor subrayar el abanico de esta dama a la moda: delataba su pertenencia de clase. Tras ulteriores investigaciones la joven tiene nombre: Isabella. Algo semejante ha ocurrido con un cuadro emblemático para el Museo de América de Madrid. En la profunda revisión de cartelas que se está llevando a cabo allí —género, términos como “indio” o “negro”, lo relacionado con la diversidad física denominada de forma despectiva, etc.—, Los mulatos de Esmeraldas son ahora Don Francisco de Arobe y sus hijos, caciques de Esmeraldas. ¿Por qué no llamar a los representados por su nombre si está escrito además en el propio lienzo? ¿Solo por sus orígenes “indígenas”?
Siguiendo con el Rijksmuseum, desde la institución —igual que desde el Museo de América o el Prado— se está proponiendo una profunda labor de revisión del discurso establecido a través de una maniobra radical e imaginativa, si bien casi invisible en el paseo, discreta: la rescritura y puesta al día de sus cartelas y no solo de los títulos. Dicha estrategia desvela fórmulas para examinar la historia críticamente sin recurrir a maniobras mediáticas de decolonización, restituciones —o hasta cancelaciones—, asuntos que exigen un cuidadoso análisis en cada caso para distinguir entre robo, regalo, expolio…. ¿Qué pasa si reescribimos la historia desde su narrativa más modesta, cambiando las pautas para volver a mirar? Una excelente muestra es el jarrón con flores de Rachel Ruysch en el citado Rijksmuseum: cómo equivocarse al hablar de unas flores en un jarrón, se pensaría. La respuesta aparece al comparar la vieja y la nueva cartela: la de 2012 habla de la artista como hija de su padre, un botánico, y como una conocida pintora de flores. En cartela de 2024 es la artista más importante de su tiempo y pintora de corte, y llama a sus “bodegones” monumentales y poderosos cuadros florares, capaces de atraer la atención de los ricos mecenas dispuestos a pagar grandes sumas por ellos. Cambios parecidos se observan en La serenata de Judith Leyster: en la cartela de 2013 lo importante es el tema; en la de 2023 la artista y su pericia pictórica, prueba de su talento.
No solo las mujeres —pintoras y pintadas— son devueltas por las cartelas del Rijksmuseum al lugar que les corresponde en la historia. Se han borrado las denominaciones negativas sobre los rasgos físicos y si en el retrato que Rembrandt pinta de Haesje van Cleyburg, la cartela de 2013 decía que se la había representado más agraciada de lo que era, en 2024 el comentario se obvia por completo. Siguiendo la profunda revisión del esclavismo que el museo está planteando, llaman la atención los cambios en las cartelas de 2021 y 2024 para el retrato de Jan Valckenburg, conocido por sus supuestas implicaciones con el tráfico de personas desde su puesto de director general de Elmina (actual Ghana). Si en la primera se habla de personas esclavizadas, usando una denominación de respeto que obvia la palabra “esclavo”, apenas tres años después se alude explícitamente al tráfico humano coordinado y protagonizado por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. He aquí un caso interesante: ¿no es mejor verbalizar el conflicto inherente a Jan Valckenburg de lo que hubiera sido apartar el retrato del museo, cancelarlo?
También el Prado implementa su revolución silenciosa a partir de estrategias sofisticadas y guerrilleras. Los itinerarios —subrayar temas a través de recorridos sin modificar la colección, siguiendo la pista de las grandes mecenas, por ejemplo— son un modo ingenioso —y barato— de dar la vuelta a lo establecido. De modernizar las historias. Los cambios se han hecho presentes en las cartelas, eliminando términos irrespetuosos o peyorativos —“negro”, “enano”, “monstruoso “poco agraciada”, “deforme”…— y revisando cuestiones de género —La reina Catalina de Austria era Catalina de Austria, esposa del rey Juan III—.
Pero estos cambios que se podrían llamar “políticos” no son los únicos que deben abordarse en las cartelas, un complejísimo género literario, por cierto. Tan obligado era cambiar el titulo de La infanta Isabel Clara Eugenia y la enana Magdalena Ruiz por La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz como eliminar los excesos de imaginación del narrador invisible, de los cuales a menudo se ha abusado. Siguiendo con el mismo Prado, en la cartela de Mujer sentada de José Camarón Bonanat, se leía: “Su languidez y el pañuelo sobre el sillón vacío parecen indicar que ha llorado, tal vez por el amante ausente.” En la actual versión el amante ausente ha sido excluido de la historia y con él los absurdos significados impuestos al relato. Menos mal.
Babelia
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