Una visita al Kremlin de la mano de Modest Músorgski
Claus Guth aúna pasado y presente en su nueva producción de ‘Jovánschina’, estrenada con enorme y justificadísimo éxito en la Staatsoper Unter den Linden de Berlín
El estreno operístico más esperado de este final de temporada, antes de que los festivales de verano pasen a acaparar toda la atención, se ha saldado con un éxito incontestable: el público aplaudió con fuerza y generosidad al final de la representación, pero poco después salía a la histórica avenida Unter den Linden de la capital alemana con cara de circunstancias y un nudo en la garganta. No es de extrañar, porque Jovánschina es una ópera que no deja un solo resquicio a la esperanza y que pone muy difícil empatizar con uno solo de sus personajes: con los presentes y con los ausentes. El más notorio de estos últimos es sin duda el zar Pedro I el Grande, al que la censura de finales del siglo XIX jamás habría permitido aparecer representado sobre un escenario. Pero ahora lo vemos crecer literalmente a lo largo de la historia que se cuenta en El embrollo Jovanski o Jovanskismo (no es fácil traducir el título ruso original, que contiene un matiz negativo añadido al nombre del protagonista), ya que él fue, a la postre, el único que salió indemne y, de resultas de ello, su solitario vencedor. Es bien sabido que a Vladímir Putin le gusta considerarse un digno émulo del fundador de San Petersburgo, bautizada con su nombre, por lo que a nadie puede extrañar que, habiendo decidido Claus Guth ambientar el comienzo de su producción en el Kremlin actual, la figura del actual sátrapa ruso sobrevuele también in absentia la inteligente, compleja y turbadora propuesta del director de escena alemán, bien conocido en nuestro país y que estará presente en la próxima temporada del Teatro Real con Mitridate, re di Ponto.
La caprichosa Clío ha querido también que esta producción, que debería haberse estrenado en Berlín hace exactamente cuatro años, pero que hubo de cancelarse hasta en dos ocasiones por las restricciones derivadas de la pandemia provocada por el coronavirus, vea la luz ahora, cuando nuestra imagen de Rusia está mediatizada inevitablemente por la invasión de Ucrania, algo que en 2020 no era más que una lejana posibilidad. De ahí que algunos de los temas de la ópera, como la pulsión entre tradición y modernidad, o entre la apertura a Occidente y la obcecación en refugiarse en un pasado mitificado, las luchas de poder, la represión de cualquier forma de disidencia y el ejercicio autocrático de la autoridad, adquieran una nueva relevancia a la luz de lo sucedido en este lapso durante el cual este montaje ha tenido que yacer durmiente en la imaginación de sus creadores. Han cambiado, claro, algunos de sus artífices, el más relevante de todos ellos el responsable de la dirección musical, Vladímir Yúrovski, entonces vinculado a la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín, pero ahora al frente de la Bayerische Staatsoper de Múnich, lo que imposibilitaba su presencia en este estreno. Su puesto lo ha ocupado, mejor que bien, la australiana Simone Young. También ha tenido que modificarse sustancialmente el reparto vocal: el papel del reformista príncipe Vasili Golizin, por ejemplo, que iba a cantar originalmente John Daszak, se ha confiado ahora a Stephan Rügamer, pero tampoco se ha perdido en absoluto con el cambio. Y los dos puntales del proyecto de entonces –el bajo Mika Kares como el príncipe Jovanski y la mezzosoprano Marina Prudénskaia como la adivina y “antigua creyente” Marfa– han vuelto a serlo en la realidad de ahora, acaparando ambos el pasado domingo buena parte de las aclamaciones más entusiastas dispensadas por el público unánimemente puesto en pie en la Staatsoper berlinesa.
No es fácil explicar la propuesta de Guth, como tampoco lo es enfrentarse a una ópera que Músorgski dejó inacabada y prácticamente sin orquestar en su totalidad. La compuso sin un libreto fijado de antemano, de manera desordenada, cuando no caótica, obligando a quien quiera darle vida a tomar múltiples decisiones, la primera de ellas qué versión escoger de las tres posibles: la de Rimski-Kórsakov (estrenada privadamente en San Petersburgo en 1886), que fue quien dispuso también la estructura en cinco actos que no existía en los manuscritos; la que prepararon Maurice Ravel e Ígor Stravinski por encargo de Serguéi Diáguilev (que se dio a conocer en el Théâtre des Champs-Élysées de París en 1913); o la orquestación de Dmitri Shostakóvich, originalmente destinada a una película, pero que se representó por primera vez en el Teatro Kírov de la entonces Leningrado en 1960. Con excelente criterio, en Berlín se ha optado por esta última, más cuidadosa con el original y menos intervencionista, si bien dejando la última palabra de la impactante escena final a la que compuso ex novo Ígor Stravinski, mucho más en consonancia con el espíritu musorgskiano (hasta donde puede adivinarse) que la conclusión hinchada y falsamente optimista de Rimski-Kórsakov, sorprendentemente respetada por Shostakóvich.
Jovánschina no es una ópera representada con frecuencia (en la Staatsoper en concreto no podía verse desde 1958) y entender lo que en ella sucede requiere conocer el contexto histórico en que se enmarca su trama. Claus Guth es consciente de ello y en varios momentos de su propuesta, sin interferir nunca con la dramaturgia, presenta a varios de sus personajes, inmóviles como en una instantánea fotográfica y acompañados de la proyección de textos que proporcionan la información imprescindible tanto sobre ellos como sobre sucesos relevantes ya acaecidos a fin de que el espectador establezca relaciones entre estos últimos y asimile poco a poco una suerte de quién es quién. Al mismo tiempo, una serie de actores que ejercen múltiples funciones (simulan ser maquilladores, regidores de escenario, investigadores, meros observadores) plantean la ópera como un ejercicio de investigación histórica, haciendo suyo el lema que escribió Músorgski a su íntimo amigo Vladímir Stasov: “El pasado en el presente: esa es mi tarea”. Lo hizo en una carta escrita en el año en que se conmemoraba el bicentenario del nacimiento de Pedro el Grande y en la que también le confesaba: “Estoy preñado de algo, estoy dando a luz”. Aquel fue el primer atisbo de la futura Jovánschina, la criatura que dejaría inconclusa tras ser abatido prematuramente su cuerpo por el consumo desmesurado de alcohol.
Lo primero que vemos al levantarse el telón es el escritorio de Vladímir Putin en ese despacho oval del Kremlin en el que recibe a sus visitas, detrás del cual se encuentra una estatua de, por supuesto, Pedro el Grande. Guth reproduce con toda precisión la mesa, las banderas que la flanquean, los escudos colgados a ambos lados, el color verde aguamarina de las paredes, la propia estatua. “Aquí se ejerce el poder”, parece decirnos el director alemán, que introduce sin palabras una conexión directa entre el zar de los hechos que van a contársenos a continuación y el hombre que está intentando aplastar a Ucrania. La historia violenta de Rusia sigue repitiéndose y cuanto se nos relata se hace como una moderna investigación histórica de aquel pasado con el fin de entender el presente. Por eso, tras desaparecer el escritorio de Putin, lo siguiente que vemos es al futuro Pedro I, un niño de tan solo nueve años, al que dos investigadores miden marcando una raya en la pared por encima de su coronilla: idéntico gesto se repetirá al comienzo del segundo y del tercer acto, cuando tiene 14 y 17 años. Uno de los investigadores filma también en tiempo real a muchos de los personajes que van apareciendo en escena, imágenes que vemos proyectadas bien en una pequeña pantalla a la izquierda del escenario, bien ocupando al fondo la totalidad de este. Y el primero en ser observado de cerca por la cámara es, claro, el niño Pedro el Grande, que juega a la guerra con soldados de juguete, un presagio de las muchas batallas contra enemigos externos e internos que libraría a lo largo de su vida.
Sin censura alguna, ya tenemos, por tanto, a un Putin invisible (pero presente a través del simbólico entorno cotidiano que gusta de mostrar al mundo) y a un Pedro I visible como las dos caras de una misma moneda, como los protagonistas de una continuidad histórica que Guth presenta bajo los hechos fríamente registrados por escrito y grabados incluso cámara en mano por un grupo de investigadores provistos de guantes y unos atuendos impolutos que contrastan con el vestuario de época de todos los personajes principales y el coro. Vemos a la zarevna Sofía en un cuadro que cuelga en el despacho del príncipe Vasili Golitsin, su favorito y probable amante, uno de los muchos retazos de escenario que ha ideado Christian Schmidt para ubicar a los distintos personajes. Los Antiguos Creyentes, encabezados por el apocalíptico Dosifei y la visionaria Marfa, enfrentados radicalmente a las reformas de la liturgia ortodoxa, cuentan también con su propio y minúsculo espacio escénico. Y muy cerca ideológicamente de ellos se encuentra Iván Jovanski, al que tenderá finalmente una trampa el boyardo Fiódor Shakloviti, que acabará con su vida. Tan solo la historia de amor entre Andréi Jovanski, el hijo de Iván, y Marfa se escapa de los hechos históricos contrastables, aunque Músorgski fue valiéndose de un sinfín de documentos sin orden ni concierto a lo largo del texto que iba escribiendo al tiempo que componía también la música, sin un plan claramente establecido de antemano. Ahí radica también otra de las dificultades de montar Jovánschina sobre un escenario, pues hay que introducir coherencia y continuidad donde realmente no la hay.
Guth lo consigue, y de qué manera. Así, por ejemplo, transforma las esclavas persas del cuarto acto en derviches giróvagos, convirtiendo el peaje orientalista que Músorgski tenía que pagar para plegarse a las convenciones operísticas de la época en uno de los momentos visualmente más inolvidables de la ópera, coronado con un final terrible: el cruel y tradicionalista Iván Jovanski va apuñalando cruelmente uno a uno a los bailarines. O proyecta grandes fragmentos del cuadro La ejecución de los streltsí, que pintó Vasili Surikov in 1879, al tiempo que Músorgski trabajaba en la ópera. O convierte otro cuadro de violencia, con un caballo muerto y soldados del zar apuntando a rebeldes que yacen en el suelo, en un impactante tableau vivant justo al final del tercer acto. O, quizás el momento más emocionante de todos, acompaña el largo lamento de Shakloviti sobre el triste sino de Rusia en el acto III de vídeos históricos que van desde el triunfo de la revolución bolchevique hasta la actual represión violenta de cualquier manifestación contraria al régimen de Vladímir Putin.
Si escénicamente todo es complejo, polisémico, perturbador, musicalmente no hay un solo pero que poner, empezando por la meticulosa dirección de Simone Young, un auténtico abrigo de visón para las voces –cuidadas con delectación y absoluta adecuación estilística desde el foso con dinámicas siempre exactas– y un refuerzo constante para las poderosas plasmaciones visuales de Claus Guth, cuyos personajes parecen marionetas manejadas por el peso de la historia o, como les sucede a muchos políticos actuales, esclerotizadas por una asunción rígida, burda e irracional de su propia ideología. Mika Kares, en la interpretación más completa que se le recuerda, construye un Iván Jovanski que, con su larga barba (Pedro I fue el primer zar que renunció a ella, a pesar de que estaba considerada como un atributo de santidad), encarna a la perfección a esa Rusia férreamente tradicional e inmovilista. La voz del bajo ucranio Taras Shtonda parece brotar del interior de una cueva, que es justo lo que requiere el personaje profético de Dosifei. Más abaritonada es la del georgiano George Gagnidze, un Shakloviti imponente vocal y escénicamente. Magnífico Stephan Rügamer, que ya dejó patentes sus cualidades como actor y cantante en su Mime de la nueva producción del Anillo del nibelungo estrenada en este mismo teatro en 2022, y perfecto en su nada fácil papel del exaltado Andréi Jovanski el tenor uzbeco Najmiddin Mavlianov. Pero quien brilló con un fulgor mayor que el resto fue la contralto rusa Marina Prudénskaia, que hizo todo bien y que emocionó profundamente en sus vaticinios del segundo acto, en su canción folclórica del tercero y en su intervención final con Andréi del quinto antes de morir abrasados. Además de una voz de una materia prima sobresaliente, su madurez plena como cantante –y en un papel como el de Marfa, que parece escrito expresamente para ella– se transmite en todas y cada una de las notas que interpreta. Gran, grandísima cantante y artista.
Como acaba de verse, los cantantes procedían de varios países antaño pertenecientes a la desaparecida Unión Soviética. Y resulta difícil imaginar una ópera más pertinente representada justamente el día en que Europa votaba y decidía cómo quiere ser de mayor, qué valores quiere defender, qué mentiras quiere denunciar, qué enseñanzas del pasado conviene no olvidar y qué posición unitaria quiere tener no ante la Rusia que se autoinmola entregándose al fuego, como hacen los Antiguos Creyentes en la última escena de Jovánschina, sino ante la que invade, bombardea, viola y asesina a sus otrora propios hermanos, o la que amenaza, divide y emponzoña a cualquier enemigo real o imaginario. En un último chispazo de genialidad, Guth esconde el escenario de la inmolación colectiva de los Antiguos Creyentes para que vuelva a emerger, casi cuatro horas después, el escritorio de Vladímir Putin que habíamos visto al principio, cerrando ineluctablemente el círculo y después de que hayamos contemplado la muerte violenta o el destierro de todos los protagonistas. Es este un “drama musical del pueblo” (como definió el propio Músorgski su creación; absolutamente sobresaliente la encarnación musical de los diferentes colectivos por parte del Coro de la Staatsoper) brutal, agónico, desesperanzado: una auténtica “historia de perdedores”, como ha afirmado aquí en Berlín el propio Claus Guth, que ha rozado la perfección en su primer montaje de una ópera rusa.
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