El tiempo hace estragos en ‘Siegfried’
La segunda jornada de ‘El anillo del nibelungo’ en la nueva producción de Dmitri Tcherniakov para la Staatsoper de Berlín prosigue su interpretación de la trama como un gran experimento científico urdido y supervisado por Wotan
En El anillo del nibelungo, de Richard Wagner, el tiempo transcurre implacablemente, no solo según van avanzando las aproximadamente dieciséis horas que requiere la representación del prólogo y las tres jornadas, sino también entre cada una de las cuatro partes que conforman la tetralogía. La música inicial de El oro del Rin remite a un tiempo mítico, indeterminado, dominado por dioses, enanos, gigantes y criaturas de la naturaleza, aún con ausencia de seres humanos entre sus personajes. Hay que sobreentender que los protagonistas del primer acto de La valquiria, los gemelos Siegmund y Sieglinde, hijos de Wotan y una mujer mortal innominada, han nacido con posterioridad al final del prólogo: aquí se abre ya, por tanto, un primer lapso implícito de varios años entre ambas obras, reconstruido en parte por los propios personajes al rememorar su pasado, un componente fundamental de la dramaturgia wagneriana.
Siegfried, ya desde su escena inicial, nos revela al hijo fruto del incesto entre ambos hermanos que da nombre a la obra, lo que vuelve a generar una nueva e invisible sima temporal con respecto a la obra precedente (esta vez será Mime quien nos brinde la información más relevante sobre lo sucedido) y que coincide necesariamente a su vez con la duración del sueño de Brünnhilde protegida por el fuego mágico: Siegfried está llamado a ser, por supuesto, quien la despierte. En Götterdämmerung aparecerán nuevos personajes hasta entonces desconocidos, el más importante de los cuales es sin duda Hagen, hijo de Alberich, hermanastro de Gunther (y Gutrune) y futuro asesino de Siegfried. No sabemos cuándo ha nacido, pero sí que es un hijo ilegítimo de Grimhilde, su madre (antes, cabe imaginar, de que Alberich maldijera el amor en Das Rheingold a fin de hacerse con el oro). Lo cierto es que a lo largo del Anillo conviven personajes de varias generaciones, con insólitos entrecruzamientos familiares: no solo el del héroe nacido del incesto y el adulterio entre dos hermanos, sino también el enamoramiento —no menos apasionado y tan potencial o consumadamente incestuoso como el de estos últimos— entre Brünnhilde y Siegfried, que no dejan de ser tía y sobrino, hija y nieto de Wotan, el gran procreador a varias bandas, para desesperación de Fricka, la diosa del matrimonio y la garante de los valores burgueses.
La lectura política de El anillo del nibelungo, tan importante en su día para Patrice Chéreau en la revolucionaria producción del centenario del estreno en Bayreuth, no parece importarle nada a Dmitri Tcherniakov. Tampoco la naturaleza y su creciente destrucción a manos del ser humano —el centro de gravedad de la propuesta de Robert Carsen que ha podido verse las últimas temporadas en el Teatro Real— tienen relevancia alguna en su puesta en escena, a tal punto que, como es habitual en el director ruso, su Anillo se desarrolla exclusivamente en interiores, en espacios perfectamente acotados, irrelevantes y sin referencias al mundo exterior. Ni las hijas del Rin eran tales, sino enfermeras, ni había río o agua por ninguna parte: sólo el fausto, o infausto, Centro de Experimentación Científica de la Evolución Humana (E.S.C.H.E. por su acrónimo inglés, que lanza un guiño al fresno del mundo) inventado por Tcherniakov, eje también, por supuesto, de la propuesta escénica de Siegfried que se ha estrenado este jueves en la Staatsoper unter den Linden de Berlín.
Según las indicaciones del propio Wagner, el primer acto de Siegfried se desarrolla en “una cueva rocosa en el bosque”; el segundo, en “las profundidades del bosque”; y el tercero, en “una región salvaje a los pies de una montaña rocosa”. No hay por qué tomarlo al pie de la letra, por supuesto, del mismo modo que no hay por qué mostrar al gigante Fafner convertido literalmente en un dragón, aunque Robert Carsen acertó de pleno al transformarlo en una enorme excavadora que se abría paso con una luz bífida y hacía descender, amenazadora, una cuchara doble: un gran símbolo de disrupción que invade la tierra, la perfora y destruye cuanto encuentra a su paso, lo que estaba muy en línea con el montaje decididamente antropocénico (en la teoría, mucho menos en la práctica) del director canadiense.
Desconcertados por el constante trasiego de espacios del E.S.C.H.E. inventado por Tcherniakov en Das Rheingold, retomamos el contacto con la historia original en Die Walküre, con tan solo tres escenarios en los que la acción se desarrollaba de una manera fácilmente comprensible, diáfana incluso. En Siegfried vuelve a haber pocos personajes, menos que en ninguna de las cuatro partes de la tetralogía. De nuevo, y ya por última vez, Wotan (en esta ocasión, por fin, con un solo ojo, aunque tenía dos claramente visibles tanto en El oro del Rin como en La valquiria, imposible vislumbrar el porqué del cambio justo ahora), que se hace llamar Der Wanderer, esa figura omnipresente en el Romanticismo alemán y que asociamos sobre todo con el Wilhelm Meister de Goethe, el caminante errabundo de la canción homónima de Schubert (“Allí donde no estás, allí se encuentra la dicha” es su último verso) o, por supuesto, su Winterreise. Visualmente, puede reconocerse, agazapado o no, en no pocos cuadros de Caspar David Friedrich. A Wotan lo acompañan sus antagonistas, Alberich y Mime (otra pareja de hermanos, de las varias que desfilan por el Anillo), su hija Brünnhilde y la madre de esta, Erda (en su segunda y última aparición en la tetralogía), además de, por supuesto, Siegfried, concebido desde el principio de su proyecto por Wagner como el centro, el alfa y omega de su relato. Más tarde, sin embargo, Das Rheingold y Die Walküre hubieron de nacer como precuelas ante la necesidad, sentida a posteriori, de explicar los orígenes del héroe, de contar los hechos ab ovo.
La acción en Siegfried se reduce al mínimo y toda la jornada está planteada como una sucesión de encuentros o enfrentamientos entre parejas de personajes: Mime-Siegfried, Mime-Der Wanderer, Alberich-Der Wanderer, Der Wanderer-Fafner, Siegfried-Fafner, Mime-Alberich, Siegfried-Pájaro del Bosque, Erda-Der Wanderer, Der Wanderer-Siegfried y, por fin, claro, el encuentro crucial, el más deseado, el más buscado: Siegfried-Brünnhilde, lo que permite enlazar por fin con el final de Die Walküre. Antes, Siegfried mata a Fafner y a Mime, y Wotan ya no aparecerá en Götterdämmerung, aunque sí la nueva pareja y el enano Alberich, padre del no menos malvado Hagen. Wagner necesita mucho tiempo, y muchas palabras, y muchos monólogos, para llegar a su meta, algo que supone una barrera infranqueable y agota la paciencia de no pocas personas que se acercan a su obra, pero el armazón dramatúrgico, el esqueleto argumental, es intachable y de una eficacia infalible.
Tcherniakov presenta a Mime y a Siegfried (con un chándal azul de dominguero) en un espacio resultante de la transformación de lo que había sido la casa de Hunding y Sieglinde en el primer acto de Die Walküre. Ahora hay un cuarto infantil en vez del domicilio conyugal, con diversas construcciones de Lego y juegos de niños. Como todos los grandes héroes wagnerianos, Siegfried no sabe quiénes son sus padres y obliga a Mime, al que maltrata y menosprecia, a contarle sus verdaderos orígenes. Al final del primer acto, con enorme violencia, armado con un martillo, Siegfried destroza la mesa de la cocina/forja y arrambla con todo lo que, en su cuarto, remite a su infancia. Se autoafirma como un adulto, deja atrás su aislamiento en el bosque, con Mime y los animales salvajes como única compañía, quiere saber quién es y, aunque aún no lo sabe, realizar las hazañas a las que está llamado. Él es el héroe que no conoce el miedo, el llamado a forjar de nuevo Nothung, la espada que había extraído su padre del tronco y que Wotan había roto luego con su lanza. De los tres acertijos que pone Wotan a Mime, este es justamente el único que no sabe responder, quizá porque de la respuesta pende su propia vida.
Un cartel luminoso (en medio de las brumas que ellos mismos generan, a los cultivadores del Regietheater les encanta ser didácticos, o parecerlo) informa, al comienzo del segundo acto, de que en un “laboratorio” del E.S.C.H.E. va a producirse el “comienzo del experimento en 30 minutos”, que Tcherniakov divide en varias fases: Relajación. Murmullos del bosque; Ensimismamiento en la meditación; Búsqueda de la ayuda interior; Toma de contacto con la ayuda interior; Confrontación con el conflicto. Reacción ante el peligro; Plasmación del deseo inconsciente. Todo esto, verbosidades y ocurrencias añadidas más o menos felices aparte, se ajusta vagamente a la acción imaginada por Wagner para Siegfried en este acto, pero, ¿era realmente necesario? En este tipo de montajes creativos, de autor, se impone a veces la sensación de que es la obra original la que tiene que adaptarse a la supuesta idea genial del director o directora de turno, y no viceversa, cuando lo ideal es que sea el guante el que se ajuste a la mano (que es previa, y hay muchos guantes posibles), pero no a la inversa. Salvo que Götterdämmerung demuestre el domingo lo contrario, el E.S.C.H.E. y todo lo relacionado con él habrá demostrado ser otro frío experimento de laboratorio por parte de Tcherniakov, en gran medida fútil, pretencioso y fallido.
Sí da más que pensar que, en contra de lo que es habitual, y en consonancia con ese implacable paso del tiempo referido más arriba, los personajes envejezcan: ya lo hacía Wotan entre El oro del Rin y La valquiria, pero ahora es realmente un anciano, como también lo son Mime, Alberich (que se desplaza a duras penas con un andador y necesita recurrir al Ventolín cuando se ahoga) o Fafner, que aparece en el experimento de Siegfried con una camisa de fuerza, viejo, desgreñado, con aspecto de hombre salvaje y acompañado por dos celadores. También lo son las dobles de las tres hijas del Rin, que aparecen de nuevo al comienzo y al final de Siegfried, siempre hieráticas y misteriosas (aunque, una vez más, sin aportar nada relevante, al menos para el común de las gentes o para cerebros del montón, incapaces de penetrar en las recónditas excentricidades del Regietheater.
En línea con lo ya visto, Tcherniakov vuelve a minimizar, o infantilizar, los elementos mitológicos: Grane, el caballo de Brünnhilde, es un diminuto caballito de trapo que ella saca de su bolso y el fuego que rodeaba a la valquiria al final de la primera jornada del Anillo vuelve a ser dibujado por ella misma, esta vez con un rotulador rosa, en los cristales del “laboratorio del sueño” donde se desarrolla gran parte de la última escena de Siegfried. El director ruso sí acierta de nuevo al mostrar a Wotan como observador secreto (a través del cristal de su despacho) de lo sucedido entre Mime y su nieto (forja de Nothung incluida) al final del primer acto, como el Gran Hermano que vigila, observa y controla todo cuando sucede en su Centro de Experimentación Científica, aunque el encuentro de Brünnhilde y Siegfried resulta mucho menos creíble y polisémico que el enfrentamiento entre Wotan y su hija preferida al final de Die Walküre. Separados por metros de distancia casi en todo momento, los dos atemorizados por su virginidad y azuzados a un tiempo por su excitación, tan solo en el acorde final se funden finalmente en un abrazo.
Andreas Schager fue, como siempre que canta, el gran triunfador de la noche. Es el tenor heroico soñado, que lo tiene todo para encarnar a los héroes wagnerianos: graves, centro y agudos de belleza tímbrica homogénea, resistencia física, espontaneidad, dominio del estilo, dicción, dotes escénicas, aplomo, expresividad, presencia física. Tan solo en la media voz le cuesta a veces afinar con la precisión que demuestra cuando canta sin cortapisas dinámicas y sabe transmitir, sin caer en lo grotesco, la ingenuidad a veces candorosa de su personaje. A su lado, Anja Kampe se enfrentó por primera vez a la Brünnhilde de Siegfried, un papel corto (solo la última escena del tercer acto), pero muy exigente, sobre todo en la zona aguda. Se le atragantó el incomodísimo Do agudo de paso en “Leuchtender Sproß”, pero no se arredró y luego cantó con determinación y perfecta colocación el Si natural de “wüthende Weib” y “thöriger Hort” y se atrevió con el Do agudo alternativo de “Lachender Tod” al final mismo de la obra. Kampe es también una excelente actriz, aunque Tcherniakov no se lo pone esta vez demasiado fácil. Tenor y soprano se conocen bien (fueron Tristan e Isolde en la nueva producción del director ruso que estrenó Daniel Barenboim) y es más que posible que esa buena química se plasme mejor, y con mayor profundidad, en Götterdämmerung.
Michael Volle volvió a impartir su enésima lección de canto (aunque con la voz ya algo fatigada de los esfuerzos anteriores en esta misma semana) y su sabiduría escénica. A pesar de estar caracterizado como un anciano un tanto decrépito (calzado con sandalias y calcetines, esa combinación tan alemana), no deja de irradiar autoridad, ya sea en sus enfrentamientos con Mime, Alberich, Erda o Siegfried: lo único positivo del E.S.C.H.E. hasta ahora es que es él quien está al frente y así logra transmitirlo. Stephan Rügamer es otro actor consumado, que aquí borda un Mime acosado por todo tipo de tics físicos. Vocalmente, fue de menos a más, reservándose en el primer acto y ofreciendo su mejor versión en el segundo. Johannes Martin Kränzle, tras el paréntesis de Die Walküre, llega con la voz descansada y haciendo gala de una expresión del texto siempre intencionada, atenta a resaltar cualquier matiz del alemán arcaico pero rebosante de significado de Wagner. Con el andador y el Ventolín como aliados, su anciano es el mejor construido de los tres, el más creíble y oírle cantar con tanta naturalidad y tanto acierto es siempre un regalo. Anna Kussjudit vuelve a ser una Erda seráfica, contenida, casi camerística (en su escena con Wotan, este la avasalla físicamente en un par de ocasiones) y la joven Victoria Randem (que maneja con soltura una avecilla mecánica que encandila a Siegfried para recordar a los menos avisados que, bajo su bata de enfermera, encarna en realidad al Pájaro del bosque) fue muy justamente aplaudida al final en su breve pero esencial cometido dramatúrgico.
Christian Thielemann empezó poco inspirado, algo desconectado, y, al igual que Rügamer, fue mejorando en el segundo acto y, sobre todo, en el tercero. Su dirección estuvo llena de altibajos, pero sonó siempre inequívocamente wagneriana, con la orquesta siempre atenta a sus indicaciones (y sus fluctuaciones). Destapó el tarro de las esencias en la última escena, donde fue él quien tiró constantemente de Anja Kampe y Andreas Schager, extrayendo de la Staatskapelle de Berlín un sonido esplendoroso: domingo, lunes y jueves, sus instrumentistas han sido, unánimemente, los más aplaudidos. Hay que recordar que Thielemann se incorporó ya muy avanzados los ensayos y que apenas ha trabajado con la orquesta en un proyecto que lleva gestándose desde hace siete años y cuyo artífice principal es el gran ausente estos días en la Staatsoper: Daniel Barenboim. Justo después de la representación de Die Walküre el pasado lunes, el director argentino ha hecho público un comunicado en el que anuncia su retirada —no definitiva, al menos por el momento— de los escenarios debido a una grave enfermedad neurológica. Imposible no pensar en estos días, “unter den Linde” (es justamente bajo un tilo, como los de la histórica avenida berlinesa, donde Wagner hace que Siegfried reflexione al intentar comprender lo que dice el Pájaro del Bosque en el segundo acto), sobre el paso del tiempo y sus efectos.
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