Sin lencería fina en el Foro: la ropa interior de las mujeres de la Antigua Roma no era nada sexy
Emma Southon, que revisa en su nuevo libro la historia de los romanos a través de 21 personajes femeninos, recalca que la vestimenta íntima de ellas era muy práctica
Olvídense de las imágenes de mujeres romanas en ropa interior que ha popularizado el cine en producciones como Spartacus, Calígula o Las noches eróticas de Popea. El vestuario íntimo femenino en la antigua Roma no era nada sexy: prendas muy prácticas y punto. Lo explica en una animada conversación en Barcelona con este diario la estudiosa Emma Southon, doctora en Historia Antigua por la Universidad de Birmingham y que investiga especialmente sobre sexo, familia, género y religión. Autora de Agripina (2019) y Sangre en el foro (2020), sobre los crímenes en la Roma de la antigüedad, publica ahora (en Pasado & Presente, como los títulos anteriores) La historia de Roma en 21 mujeres, un libro que recupera a las mujeres de Roma como protagonistas. “Estaban ahí, solo hacía falta escucharlas”, dice. De nuevo, Southon (40 años, Brighton, Reino Unido) se mete al lector en el bolsillo a base de su irresistible combinación entre erudición y sentido del humor, acompañado de lenguaje grueso (“a Ataulfo lo apuñalaron en las pelotas”), comparaciones sorprendentes (el círculo de Catulo y el Grupo de Bloomsbury, la evolución de Octavio y las transformaciones de los Pokémon) y extemporáneas reprimendas a los autores clásicos (“a ver Livio, ¿pero qué coño, colega?”).
En la selección de romanas de la historiadora, junto a figuras conocidas como Lucrecia, Clodia, Julia —la “descontrolada” hija de Augusto— y varias emperatrices y regentes (Julia Mamea, Gala Placídia), figuran una virgen vestal ejecutada por impura, una prostituta, una abnegada y enamorada esposa aristócrata, una empresaria pompeyana que poseía un complejo de ocio en la ciudad y que posiblemente acabó sepultada en su negocio durante la erupción del Vesubio (Julia Félix, a la que Southon califica sin ambages de “motomami”), la mujer del comandante de un fuerte en el norte de Britania (en Vindolanda) que enviaba invitaciones a las amigas, o una mártir cristiana lanzada no a los leones sino a una vaca loca. También tres mujeres extranjeras, dos de las cuales (las últimas) lucharon contra Roma: Cartimandua (a la que describe como “la reina Quisling”, por colaboracionista), Boudica y Zenobia. Curiosamente no está Cleopatra. “¡Demasiado famosa!”, zanja Southon. Ni Mesalina ni Popea. “Lo mismo, y demasiado escándalo”, añade la historiadora, cuyo aspecto de alumna aplicada contrasta con el esqueleto tatuado en su brazo derecho y una lengua afilada digna de Cicerón (aunque, bien pensado, visto lo que fue de la lengua de Cicerón, no es muy delicado mencionarla).
“Quería que salieran mujeres de las que la gente en general no hubiera oído hablar, o poco, por eso no están tampoco Livia [le ha puesto el nombre a su gata] o Agripina, a la que yo misma ya dediqué un libro. Se trataba de dar voz a las otras. Quería complicar la idea de Roma, salir de los poderosos y sus líos, ampliar la visión. Un criterio ha sido también que hubiera mujeres de todas las épocas de la historia de Roma, para al mismo tiempo ofrecer un recorrido cronológico por esa historia, desde la fundación de la ciudad a su caída. Y he puesto asimismo algunas de fuera del ámbito romano para ampliar la perspectiva”. En ese aspecto, Southon ha barrido para casa: dos britanas. La estudiosa esboza una sonrisa traviesa. ¿Cómo hace para encontrar el equilibrio entre la seriedad histórica y ese tono ligero, a veces muy gamberro, como lo de decir que Antínoo, el amante de Adriano, estaba buenísimo y lo petaría en Instagram? “El primer esbozo lo hago para entretenerme a mí misma, luego voy quitando bromas. Escribo de noche y releo por la mañana borrando lo que ya no me parece divertido. Me ayuda mi marido leyendo el texto”. Southon dice que su relación con el mundo académico es buena. “Se valora que explique las fuentes y las cuestione, y que todo esté muy documentado”. No conoce personalmente a Mary Beard —”¡la adoro!”—; pero tiene referencias de que le gusta lo que hace ella.
Está de acuerdo que es más fácil entrar en el mundo romano si eres un hombre, porque su historia está llena de soldados, gladiadores y políticos. “La idea de Roma que nos ha llegado está muy masculinizada, sin embargo, si miras bien hay muchos personajes femeninos para identificarte. Entre las 21 mujeres que he escogido hay de todo, mujeres poderosas, pero también modelos distintos, una poeta, una empresaria de éxito…, arquetipos diferentes que permiten entender la romanidad desde otro ángulo, ensanchándola”. Emma Sothon señala que a ella de niña no le interesaban nada los romanos. “En Sussex, donde vivía, solo existía la historia militar de Roma, las guerras, y yo detesto las guerras, en mi libro no aparece ninguna” (eso no es óbice para que se reconozca, paradójicamente, fan de las novelas de Bernard Cornwell del fusilero Tom Sharpe de las guerras napoleónicas). “Fue después, en la adolescencia, cuando me empecé a interesar por los romanos, a partir de la fascinación por los escándalos, y las historias de perversiones. Cuando lees Suetonio, está lleno de sexo y crímenes”. Southon reflexiona que esa “versión HBO de Roma con erotismo y violencia es la razón por la que son más entretenidos los romanos que los griegos”. Recuerda que durante su doctorado “quedábamos los amigos para ver la serie Spartacus, con mucha sangre y sexo”.
¿Cómo era ser mujer en el mundo romano? “Es difícil decirlo, había una gran variedad de maneras de serlo. Pero en general era duro. Y no había ninguna sensación de pertenencia a un mismo género, no había sororidad. Las mujeres no se veían como lo mismo. Livia se sentía muy distinta y ajena a la mujer que le lavaba los pies o corría las cortinas al despertarla. Y, sin embargo, tenían cosas en común: todas estaban siempre bajo el control de un hombre. Y se esperaba de ellas que tuvieran hijos. Esa era la razón número uno de ser mujer en Roma y su esencia, el elemento definitorio: la maternidad”. Una creencia muy extendida (entre los hombres), recalca Southon, es que las mujeres eran, pese a las evidencias de lo contrario, incapaces de gobernar porque las consideraban crueles y decadentes, rasgos que atribuían en especial al temperamento femenino, y así se las refleja en la literatura romana. Los romanos no tuvieron mujeres soldado, guerreras. “Eso les parecía antinatural, les daba literalmente asco. Por eso les interesaban tanto las mujeres que luchaban de otros pueblos. Una mujer guerrera romana era impensable, una diosa sí, pero una mujer… Una mujer soldado les parecía tan exótico como esos seres que Plinio describía con un pie que usaban como paraguas”. Southon admite que hubo gladiadoras, pero que eran tenidas como una excentricidad, un chiste. “A los romanos les encantaban las rarezas, los freaks. En época de Augusto se mostraba un hombre de tres metros, y en la de Claudio, un centauro. Ese es el ambiente en que se exhibían gladiadoras, a menudo asociadas a los emperadores locos como Domiciano”.
En su perfil de la mártir Perpetua, arrojada a las fieras —concretamente a una vaca loca, lo que recuerda a Quo Vadis—, la estudiosa explica que generalmente a las víctimas había que matarlas en última instancia a espada, pues las bestias muchas veces no estaban por la labor. Apunta que en algunos casos se llevaba a los reos hasta los animales de manera chocante, colocados “en una versión romana de la camilla a la que estaba atado Hannibal Lecter en El silencio de los corderos”. Había en esas arduas ocasiones, dice, mucho teatro y una narrativa con gran despliegue de efectos.
Preguntada por sus mujeres favoritas de las 21, Southon señala a Julia Balbila, poeta en la corte de Adriano (y grafitera en los Colosos de Memnon, en Egipto), y Julia Félix, la citada emprendedora empresaria pompeyana. ¿Qué nos sorprendería de poder conversar hoy con una mujer romana? “Depende de la mujer, una ciudadana romana nos parecería muy preocupada por la posición social de todo el mundo, ansiosa de saber dónde está cada cual, de determinar las jerarquías. Horrorizada con el igualitarismo, que consideraría insultante, y le pareceríamos muy individualistas, porque en su mundo la familia, el apellido, la línea genealógica eran definitorios de la identidad. Sobre todo, lo que más le chocaría es que no tengamos esclavos”. En cuanto a su posición sobre el sexo (y valga la expresión), “nos sorprendería que hablara de él sin tapujos, muy abiertamente, incluso impúdicamente; no somos conscientes de cuánto nos cambió en ese aspecto el cristianismo”. De la vestimenta “le parecería escandaloso y ridículo, no ya que llevaran pantalones las mujeres, sino que los vistieran los hombres”.
¿La ropa interior femenina? “Muy básica. No había lencería, apenas unas cintas para el pecho [fascia pectoralis] y camisas largas. Era muy práctica. No nos hubiera interesado demasiado. Nada de transparencias, nada vaporoso. Todo de algodón, lana o lino. Hemos encontrado unos bikinis de cuero, pero no sabemos si era la ropa de algunos oficios, acaso de gladiadoras, nada sexis”. Y hay, recuerda, esos mosaicos sicilianos de lo que parecen deportistas con conjuntos de dos piezas burdos, sujetador strophium o mamillare y braga subligaculum (los hombres llevaban algo parecido, cuando llevaban, pero tampoco era tipo Calvin Klein). La seda era un producto carísimo y rarísimo “que solo se podían permitir las emperatrices o en orgías muy pijas”.
¿Es Emma Southon de los que esperan con impaciencia Gladiator 2? “Ah, sí, tengo muchas ganas de ver lo que ha hecho Ridley Scott; cuando vi la primera me dediqué a triturarla y señalar todos los errores, y ahora me sabe mal haber sido tan burra y no haberme limitado a disfrutarla y divertirme. ¡Lo que me he reído con Napoleón!”.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.