“No todo son penes en Pompeya”: cómo recorrer la ciudad sepultada en cien objetos, incluidos un casco de gladiador, un pan carbonizado y un orinal
El arqueólogo toledano Rubén Montoya repasa en un libro la historia de la urbe sepultada por el Vesubio a través de un centenar de piezas y recalca que no era un lugar de particular erotismo en el mundo romano
El libro Pompeya, una ciudad romana en 100 objetos (Crítica, 2024) explica el lugar a través de cien elementos muy distintos, de los más nobles y preciosos a los humildes y vulgares, incluidos una pulsera de oro, estatuas, pinturas, un casco de gladiador, un pan carbonizado, una hoja de afeitar y un orinal. Cada objeto da pie a una entrada sobre un aspecto de la historia y la vida de la ciudad y el conjunto arroja una visión completísima sobre Pompeya, su pasado, su presente, su futuro y los retos arqueológicos y de preservación —de los estragos del turismo o del cambio climático, entre otras amenazas— que afronta. Una forma muy amena de sumergirse en la historia de fuego y ceniza (pero no solo) de Pompeya, la célebre urbe devastada por la pavorosa erupción del Vesubio del año 79.
El autor es el toledano Rubén Montoya (Villanueva de Alcardete, 32 años), doctor en Arqueología, historiador e investigador, formado en España, Reino Unido (con Penelope Allison, la gran especialista en casas y bases militares romanas) e Italia, y que ha pasado innumerables jornadas excavando en Pompeya, por la que siente una irreductible pasión desde niño. Su libro se mueve entre lo divulgativo y lo especializado en una mezcla muy sugerente capaz de interesar a un público amplio. Para el neófito es una excelente y completísima introducción (un todo lo que hubiera querido saber de Pompeya), mientras que para el lector más avanzado constituye un estupendo resumen, recordatorio y puesta al día, siempre con ese gancho de la selección de objetos que hace muy entretenido el paseo por la ciudad y su historia.
Entre las cosas muy interesantes que cuenta Montoya: la vinculación de Espartaco con la ciudad; el debate sobre si había en ella cristianos (no está confirmado, pese a Los últimos días de Pompeya); el hecho de que queden allí bombas sin explotar de la II Guerra Mundial y el peligro que pueden representar (los bombarderos Aliados provocaron una enorme destrucción en la zona arqueológica: no todo lo hizo el volcán); el que la ciudad tuviera su propia patrona, la Venus Pompeyana (curiosamente muy recatada); la posibilidad de que cualquier día aparezca la casa que Cicerón poseía en las afueras de la urbe (¡con su biblioteca!). También lo curioso de que tengamos una inscripción de un tribuno (Tito Suedio Clemente) que también dejó un grafito en los colosos de Memnón en Egipto: otra vinculación de Pompeya con el país del Nilo más allá del famoso templo de Isis. El autor explica además que hay grafitos amorosos de relaciones interfemeninas (en todo el libro hay un esfuerzo por mostrar a las a menudo invisibilizadas mujeres de Pompeya, no sólo sus habitantes sino también las arqueólogas). O que los bares de comida rápida (thermopolium), como el de Salvio, tenían mala reputación y te podían llamar “chupapollas” y, en consecuencia, era fácil tener un altercado, o que una serie de falos pintados en las paredes y en el pavimento parecen indicar el camino hacia los prostíbulos (donde algunos grafitos revelan el nombre de clientes como Escordopordónico, que debe ser un apodo porque, aunque parece el nombre de un mercader griego de Astérix, viene a significar “señor flatulencia de ajo”).
El primer objeto seleccionado es el anillo con la cabeza de un sileno que halló el mismo Carlos III en las excavaciones de Pompeya —entonces aún no se tenía la certeza de que fuera la ciudad— en sus años de rey de Nápoles (le conocían como “el rey arqueólogo”). Le sirve al autor para explicar las primeras investigaciones en el siglo XVIII. Un proyectil de balista recuerda que Pompeya tenía un pasado, en el cual (89 antes de Cristo) el ejército romano la había asediado durante las Guerras Sociales, cuando los pompeyanos (de Pompeya, no de Pompeyo) se habían aliado con otros pueblos itálicos contra Roma. En la muralla noroccidental de la ciudad, en la zona de la Casa de las Vestales, se observan todavía los impactos de un ataque que fue “intenso, trágico y destructivo”. Como lo fue el desastroso terremoto del año 63, 16 antes de la erupción. De hecho, parte de la ciudad estaba siendo restaurada cuando llegó la erupción.
En la lista de objetos escogidos por Montoya, están algunos muy icónicos como el calco en yeso del pobre perro de la casa de Orfeo (y algunos de los moldes de víctimas humanas), o el precioso casco de gladiador. También hay un ancla, que remite a la condición fluvial y marítima de la ciudad y la búsqueda de su puerto principal, o un carro, para hablar del tráfico pompeyano (existía el equivalente a zonas peatonales), o el citado orinal que lleva a abordar el tema de los residuos y las 262 letrinas halladas en Pompeya y una pregunta acuciante (y valga la palabra), dado que en las casas suele haber solo una, ¿la compartían amos y esclavos? La hogaza de pan carbonizada pone una nota de dramatismo cotidiano aparte de recordar que se han encontrado 33 panaderías en la ciudad. Otros elementos de la selección de Montoya son la estatuilla india que prueba la amplia red de contactos comerciales de Pompeya, instrumental médico (en la ciudad se ha hallado un ambulatorio), dados o una bañera.
Montoya arranca su libro con una introducción en la que relata su primera visita iniciática a Pompeya en 2010, a los 19 años —tras ya haber sido abducido irremediablemente por las ruinas romanas de niño en su vecina Segóbriga—, como becario en un proyecto arqueológico de la Complutense. Se lo había ganado a pulso, pues llevaba un año catalogando objetos a base de fotografías. “Fue como vivir un sueño”, dice el estudioso en cuyo juvenil y entusiasta rostro, moreno del mucho tiempo excavando al aire libre, brillan incongruentes unos serenos e inteligentes ojos grises que parecen arrancados de una estatua de Minerva. Después de aquel encuentro seminal, cuenta Montoya en una entrevista en el bar jardín, muy pompeyano, de la librería La Central del Raval barcelonés, ha regresado a trabajar una y otra vez a la vieja y sufrida ciudad. “El hilo conductor del libro son los objetos devueltos a su contexto”, explica. En realidad, en el libro aparecen 99 entradas. “El libro mismo es el objeto número cien”, señala.
Excavar o consolidar lo hallado
Para Montoya, sorprendentemente, visto lo que allí ocurrió, “Pompeya es un lugar en el que soy feliz y me siento seguro”. Es un sitio, dice entusiasmado, “que trasciende la arqueología” y que “nos permite tocar el pasado y reflexionar sobre el futuro”. Él tiene el privilegio de poder meterse en casa de Fabio Rufo (su favorita) incluso de noche y evocar sus sombras. Pero recuerda que hoy es posible visitar Pompeya virtualmente en Internet, pues está digitalizada por completo, casa por casa, habitación por habitación, y anima a hacerlo. Destaca que gracias a las nuevas tecnologías estamos viendo cosas que vieron en su día de manera privilegiada los primeros viajeros del Grand Tour, que llegaron a contemplar la marca dejada por una copa de vino sobre una mesa de mármol.
De las pinturas de temática troyana halladas recientemente en un “salón negro” de una casa de la ínsula 10 de la Regio IX, considera que son bellísimas, pero un ejemplo más de las maravillas que alberga Pompeya, de la que queda un tercio por excavar, cerca de 20 hectáreas, eso sin contar la zona extramuros, donde pueden encontrarse grandes villas de la élite. “Pompeya siempre va a dar sorpresas”, dice, aunque existe el debate sobre si hay que seguir excavando o limitarse a la consolidación y al estudio, reinterpretando lo que tenemos, con el uso, por ejemplo, de IA.
Los hallazgos continúan incluso de víctimas. Montoya subraya que entendemos bien la morfología de la erupción y las coladas piroclásticas que destruyeron Pompeya y las ciudades cercanas como Herculano, Estabia y Oplontis. Él se apunta a la teoría de que sucedió en otoño y no en agosto. Recuerda que no hubo lava en Pompeya, aunque nos cueste no asociar la palabra a una erupción volcánica. “Conmueve el nivel de dolor y sufrimiento que percibes en Pompeya, la gente veía cómo se calcinaba todo a su alrededor, incluso el vidrio y el bronce se derretían”.
Tendemos, apunta Montoya, a subestimar lo que fue la erupción. La sobrecogedora columna incandescente de 30 kilómetros que se alzó sobre el Vesubio y se desplomó sobre Pompeya, la lluvia de piedras, la terrible pirotecnia atmosférica. El centenar de moldes de las víctimas (incluidos cuatro animales: el perro, un cerdo y dos équidos) nos permite aproximarnos a esa realidad. “El dolor tiene algo que atrae”, subraya. Sorprende saber que se calcula que en aquel espanto sólo un 10 % de la gente murió. Hubo una riada de desplazados y refugiados que lo habían perdido todo. Sabemos de un habitante de Pompeya, Cornelio Fusco, que acabó sus días en Dacia a cargo de cinco legiones en la guerra emprendida por Domiciano.
El objeto preferido del estudioso es un brazalete de oro en forma de serpiente enroscada que llevaba una mujer cuyo cuerpo apareció junto al de otra y una niña, juntas trataron de refugiarse en un mesón, una caupona. El brazalete lleva una inscripción en su parte interior, oculto a la vista, que reza “del señor para su esclava”, y que alude a una relación amorosa. “Con esa joya ella parecería una domina, una señora, pero probablemente era una de las muchas esclavas que ejercían la prostitución. Es un objeto apasionante que abre otra dimensión de la vida pompeyana”.
Resulta curioso que entre los 100 objetos no aparezca ninguno de los famosos falos y tintinábulos (campanillas) con penes tan ubicuos en Pompeya y que surtieron el Gabinete Secreto del Museo Arqueológico de Nápoles. “Abordo el mundo de la sexualidad, claro (ahí está el bajo relieve del bar de Lucius Numinus con la mujer, seguramente una prostituta, sobre el hombre), pero no quise entrar de lleno en el pene a propósito; no todo son penes en el mundo pompeyano, como parece obsesionar a algunos. La imagen del falo era algo habitual y cotidiano, en las casas, las calles, las estatuas y altares de Príapo, pero no tenía el sentido transgresor y escandaloso de hoy. El sexo no era tabú en Pompeya y el hecho de que sus representaciones puedan sorprendernos dice más de nosotros que de los romanos”.
Montoya advierte ante algunos falsos lugares comunes sobre Pompeya, como pensar que era un lugar especial, por ejemplo particularmente erótico, dentro del mundo romano, o que es una ciudad congelada en el tiempo, “lo que se denomina la falsa premisa pompeyana”. Porque la erupción dura 24 horas, pero sepulta una ciudad en continuo cambio, que se transformaba día a día, dinámica, afanosa. “No arroja para nada una foto fija de inmovilidad y estatismo, sino al contrario”.
De la relativa falta de documentación escrita de la época del desastre (del que se conserva el testimonio de los Plinios), recuerda que hay referencias de los historiadores, incluso de una visita del emperador Tito a la zona cero de la catástrofe, y de los poetas (como Estacio: “Donde el Vesubio explotó con furia, derramando tormentas de fuego”). Pero, ciertamente, se echa en falta más información de semejante apocalipsis. “Es algo que tiene que ven con la actitud de resiliencia del ser humano, mirar hacia adelante. Tenemos un buen ejemplo en la pandemia, de la que ya ni hablamos”.
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