La cuesta de Sunset Park
A Paul Auster le asombraba que le hubieran atado como “autor” de ‘La trilogía de Nueva York’
Toda la justicia poética del mundo va llegando estos días a La invención de la soledad, el libro que tantos admiradores de Paul Auster señalan como uno de los más destacados de su obra. Publicado en Nueva York en 1982, apareció discretamente en España ocho años después. Quizás por reunir dos ensayos en él, lo califican de no ficción en las redes sociales. Todo un malentendido más en el que, por supuesto, no cae Eduardo Jordá en un artículo que acabo de leer y de vivir con emoción y en el que, tras elogiar al libro, rememora una lejana y fría mañana de domingo en Brooklyn y un paseo en bicicleta con Peggy O’Shea, que de pronto levantó la mano y gritó: “Estamos entrando en Austerland”. Al final de la cuesta, dice Jordá, estaba Sunset Park y por una de aquellas bocacalles flanqueadas de sicomoros vivían Auster y Siri Hustvedt. Pedalearon cuesta arriba y Jordá se acordó del padre muerto y de la mujer asesinada en Wisconsin y del bebé que se llamaba Daniel. Y comenta: “¡Estamos entrando en Austerland!’. No creo que pueda haber un homenaje más hermoso al legado de un escritor”.
Siempre me ha parecido curiosa la preferencia que tienen algunos lectores (y yo el primero en el caso de Auster) por el primer libro que leyeron de un autor al que después siguieron leyendo, pero para los que el impacto del primero fue insustituible. Dentro de ese fenómeno del primer libro leído, hay casos extremos como el de un vecino del barrio que me dijo haber leído un solo libro en su vida, uno de aventuras de Jack London que le pareció tan absolutamente insuperable que ya nunca se molestó en leer ningún otro, ni siquiera de London.
Si en Quevedo hay un hombre a una nariz pegado, no faltan novelistas a los que se les hace sentirse pegados a un supuesto “mejor libro” de entre los suyos. Es más, vayan donde vayan, se les asocia con ese título imborrable, y nada pueden hacer para remediarlo. A Auster se le ha relacionado habitualmente con La trilogía de Nueva York que le dio a conocer en todo el mundo y que él, en los últimos años, veía como textos juveniles que marcaron el final de una fase determinada de su vida. Pero el sambenito le quedó (“Paul Auster, autor de La trilogía de Nueva York”), así como el de “escritor metaliterario” cuando, dada la larga sombra del Quijote en su obra, habría sido más apropiado decir simplemente “escritor cervantino”.
Al propio Auster le asombraba que le hubieran atado a La trilogía: “Fíjese en Lou Reed. No soporta Walk on the Wild Side, pero la canción es tan famosa, que durante toda su vida le ha seguido a todas partes”.
Tal vez lo que hay en el enigma de la invención del “mejor libro” de un escritor sea el hecho de que, al seducirnos la primera obra de éste, nos afiliamos a la atmósfera nueva que con él nos llega y en la que querríamos instalarnos persistentemente. Quizás lo que más admiramos de esa primera lectura deslumbrante no es la novela, sino la obra, el fantasma de la obra completa que aún está por llegar y a la que un día accederemos subiendo la cuesta de Sunset Park.
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