El Museo de San Isidoro de León renace con el triple de espacio expositivo y piezas inéditas de sus tesoros medievales
Tras ocho años de obras y tres millones de euros, esta joya del románico europeo estrena un itinerario cómodo para los visitantes y accesible para personas con discapacidad
Un cambio por completo, desde la puerta de entrada hasta la traca final, con las pinturas murales del Panteón de los Reyes, de la primera mitad del siglo XII, luciendo restauradas. Al arquitecto Juan Pablo Rodríguez Frade le cuesta encontrar una palabra, ¿remodelación? ¿restauración? ¿rehabilitación? (”es un poco de todo eso”, dice), que defina “la obra con más enjundia” de su trayectoria. ¿Por encima de lo que hizo en el Museo Arqueológico Nacional? Asiente. “Han sido ocho años de trabajos y da gran satisfacción verlo”. El resultado es que el Museo de San Isidoro de León casi triplica su espacio expositivo, de 1.200 metros cuadrados a 3.200, por lo que se pueden mostrar piezas que llevaban años guardadas. La museografía permite verlas en salas temáticas y con suficiente información, pero sin apabullar. Todo el recinto es accesible para personas con discapacidad. Queda enterrado el antiguo museo, de mediados del siglo XX.
El renovado espacio está integrado en la Colegiata de San Isidoro, tesoro del románico europeo, y atesora una colección de unas 500 piezas, “de las que ahora se exponen dos terceras partes, sobre todo medievales”, dijo la directora del museo, Raquel Jaén, en la visita guiada con la prensa, este jueves.
“Además, hemos tenido sorpresas durante la obra”, apunta Rodríguez Frade, “como la nueva puerta, que tenía un arco cegado, pero cuando la encontramos vimos que debía ser la entrada”. “Ha sido uno de los regalos inesperados del edificio y enriquecen su historia”. Otra novedad es la posibilidad de visitar desde lo alto un adarve de lo que fue la muralla romana. O contemplar los restos de un taller de fundición de campanas, que están junto a la tienda: excavados en el suelo se ven dos moldes donde se vertía el metal para forjarlas. Esta reforma integral la ha dirigido la Fundación Montemadrid, que la ha financiado con dos millones de euros, en colaboración con el Cabildo de la Real Colegiata de San Isidoro, que ha aportado un millón.
Rodríguez Frade destacó que lo más complicado ha sido “conseguir que los diferentes niveles del edificio encajaran mediante rampas para hacerlo accesible”. “Además, dar con un lenguaje contemporáneo en el interior que dialogue bien con el edificio medieval”. Para ello se han usado como materiales la madera, “que funciona muy bien desde el punto de vista acústico y climático; el hierro y la piedra de Boñar, la de la zona”.
El recorrido por este monumento, inscrito en la Lista de Patrimonio Mundial desde 1993, empieza ahora en la sala del Tesoro Real, con piezas como el arca del relicario de san Isidoro, de 1063, en plata dorada y seda, entre otros materiales. Las cartelas son mayores para las piezas más valiosas y están en paredes junto a las vitrinas para poder leerlas sin tener que encorvarse, como sucede en otros museos. “El arca se llama así porque en ella vinieron a León las reliquias del santo, que había sido obispo de Sevilla”, explica el abad de la colegiata, Luis García. Lo había ordenado el rey Fernando I de León y Castilla, y la iglesia se consagró bajo la advocación de san Isidoro en 1063. “Es la razón por la que un santo nacido en Cartagena se venera aquí″.
En la misma sala está otra joya, el relicario dedicado a los santos Juan y Pelayo, de 1059. En su interior se guardó la supuesta mandíbula de san Juan (hay unas cuantas por el orbe cristiano). Las figuras de esta arqueta son de un lujoso marfil. Muy cerca, una exquisitez cuyo tamaño puede hacerla pasar inadvertida: un estuche de asta de reno, el único testimonio de arte vikingo en España, de la segunda mitad del siglo X.
Del discurso museográfico se ha ocupado Isidro Bango Torviso, catedrático emérito de Historia del Arte Medieval de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), que no pudo acudir al acto. Todo lo expuesto se contempla en vitrinas nuevas, con las pertinentes “condiciones de iluminación, temperatura y visibilidad”, apunta el arquitecto, premio Nacional de Restauración.
La pequeña biblioteca renacentista alberga 155 códices y 350 incunables, con dos maravillas, una Biblia visigótico-mozárabe del 960, una de las cinco completas de este periodo que hay en el mundo. Con sus 514 folios de pergamino y su centenar de miniaturas historiadas, fue realizada por mozárabes llegados de al-Ándalus. Enfrente, la copia que se hizo de esta en 1162, en el scriptorium del monasterio, en la que se aprecia la evolución de las figuras. Como novedad, ambas se pueden comparar, página a pagina, en un panel interactivo con gran resolución.
Un giro de talones y se entra en la Cámara de doña Sancha, un espacio que no solo presenta un renovado atractivo arquitectónico, sino que alberga desde hace poco más de dos años las restauradas pinturas murales del XVI que habían sido arrancadas y enrolladas a mediados del siglo pasado. Esto es que, para conservarlas, se optó por un procedimiento habitual entonces, el strappo: se pegaban lonas con colas especiales a las paredes que al separarlas se llevaban la superficie cromática y así se podían guardar como lienzos. La Junta de Castilla y León las restauró y reintegró.
A continuación, en la sala de la Torre, una de las piezas más conocidas de San Isidoro, aún más bella con la nueva iluminación, el cáliz de doña Urraca, en el que algunos expertos han querido ver el Santo Grial. Lo que refulge es una pieza con dos cuencos de ágata, posiblemente romanos, reconvertidos en una obra de orfebrería en 1063, cuando doña Urraca, señora de Zamora, hizo que se añadieran oro, plata dorada, piedras preciosas y perlas.
Otros lujos esperan en la sala dedicada a las telas, como una pequeña “caja de corporales”, en la que se guardaban paños de altar, realizada en lino, seda y oro, de 1300. Sin embargo, las dos estrellas son, por un lado, el ajuar funerario de la infanta doña María, hija de Fernando III el Santo, rey de Castilla y León, y de su esposa Beatriz de Suabiaque. Un vestido para la eternidad formado por tres piezas y que no se exponía anteriormente.
Por otro, el pendón de san Isidoro (segundo cuarto del siglo XIV), también fuera de la exposición desde hace casi 20 años por su tamaño, que ha obligado a una vitrina especial, ya que se muestra extendido en su base. Con sus 2,80 metros de largo, el origen legendario de este estandarte en tafetán carmesí está en “la aparición de san Isidoro en el sitio de Baeza, en 1147, para ayudar a los cristianos contra los musulmanes”, cuenta el abad. “El rey Alfonso VII, en agradecimiento, ordenó a las mujeres de sus nobles que lo bordaran”. El santo aparece por ambos lados, a caballo, empuñando una cruz en una mano y en la otra una espada. Cuesta imaginar que alguien pudiera sostener tan tremenda tela en una batalla.
La visita continúa bajando la escalera renacentista, a la que tampoco se podía acceder antes, hasta llegar a la antigua cilla del monasterio, con dos piezas especiales para los leoneses: el gallo veleta de la torre, del siglo VII y origen persa sasánida, en cobre plomado recubierto de oro. Es un caso de reutilización: “No se sabe cómo pudo llegar desde el golfo Pérsico, era probablemente el surtidor de una fuente. Se le cortaron las patas para adaptarlo como veleta”, explica el abad. “Luego se unió a la bola y la base que tiene debajo, que son del siglo XI”. A unos metros, la campana Laurentina (por san Lorenzo), de 1086. ¿Aún suena? “Está rajada, suena a rota, pero es probablemente la más antigua que se conoce de la Península”.
Y al final, el Panteón de los Reyes, que en el viejo museo se veía al entrar, con lo que muchos visitantes creían que ya estaba todo hecho y se iban. Ahora es el colofón. Sus frescos, de mediados del XII, restaurados hace poco más de un año por la Junta, es lo que más renombre da a San Isidoro. Es todo un programa iconográfico con escenas del Nacimiento de Cristo, la Pasión y la Glorificación. Los frescos de sus seis bóvedas parecen envolver el cementerio real que hay sus pies, con sarcófagos que albergan los restos de 11 reyes, 12 reinas, 10 infantes y nueve nobles leoneses. Pero ¡aquí no hay tantos sarcófagos! El abad responde: “Cuando vinieron los franceses, abrieron los sepulcros buscando oro y joyas, lo mezclaron todo, lo tiraron... y después ya no se pudo saber qué restos eran de quien”. Si levantásemos la tapa de uno, lo que veríamos son cajitas de madera que contienen lo que queda de aquella realeza.
Babelia
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