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Desde el puente
Columna
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No es necesario escribir para ser escritor

Cada historia particular, por muy vulgar y anodina que sea, está formada con un millón de nudos a merced del azar

Escrituras Alcalá de Henares
Un cuaderno manuscrito del Archivo de Escrituras Cotidianas, en Alcalá de Henares.Santi Burgos
Manuel Vicent

La vida, como el violín, solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones, que el tiempo macera a medias con el azar. Después de rascar y rascar con el arco las cuatro cuerdas de este violín, algunos escritores extraen grandes melodías en forma de novelas y relatos llenos de personajes que proceden de su imaginación. Por mi parte, no llego a tanto. A mí solo me gusta contar lo que he visto, lo que me ha pasado, gente que he conocido, sucesos que he presenciado, pero sin duda a la hora de escribir lo más inquietante es lo que uno tiene sumergido en la memoria, tal vez en el inconsciente bajo la tapa de la quesera, y de pronto aparece en la página en blanco como ese insecto deslumbrado en la oscuridad de la noche que uno descubre aplastado en el parabrisas al final del viaje.

Un día, el escritor Bioy Casares, durante las dos horas que estuve con él tomando un té en su casa de la Recoleta, en Buenos Aires, me pidió que no le hablara de literatura. Solo estaba dispuesto a conversar sobre perros, coches, música, mujeres, deportes, viajes. Así lo hice. De hecho, a través de los perros que había tenido, de los coches que había conducido, de los viajes que había realizado, de las partidas de tenis que había jugado, de las mujeres que había amado o seducido, supe más de su vida que de sus libros que había leído. Al final me di cuenta de que, en realidad, no habíamos hablado más que de literatura trasformada en la salsa concreta de la vida. Cada historia particular está formada con un millón de nudos a merced del azar. Por muy vulgar y anodina que sea esa historia, cada nudo constituye una gran encrucijada. Olvidas el paraguas, vuelves al bar a recuperarlo y allí te encuentras con una mujer que va a torcer tu destino.

Sucede a menudo que hay escritores que ya lo son sin haber escrito un solo libro. La primera vez que sentí que un día este sería mi oficio fue debido al olor a salitre y calafate que despedía una barca varada en la playa donde mis padres veraneaban. Era una barca humilde de pescadores. Tumbado en la arena a su sombra, con toda la luz del mediodía reverberando en mis párpados cerrados, imaginaba que yo era capitán e iba en ella rumbo a la isla del tesoro. Acababa de leer la novela con 15 años, pero en ese momento para mí significaba lo mismo leerla que escribirla. Otras veces era el silbido del tren que cruzaba la oscuridad de la noche; siempre lo oía desde la cama cuando estaba a punto de vencerme el sueño. Pensaba que algún día ese tren me llevaría muy lejos hacia países exóticos donde habría tigres y elefantes, papagayos, misioneros, cazadores, aventureros e indígenas en taparrabos cantando en torno a una hoguera. Bastaba con un cuaderno y un lápiz para ser escritor, porque la historia ya estaba escrita al despertar por la mañana al final del sueño. Las barcas, los trenes, la pantalla llena de héroes a caballo que veía en el cine Rialto del pueblo, no eran sino formas de escapar, de realizar un largo viaje fuera de mi cabeza. Los niños y adolescentes que sueñan con escribir tienen el alma dividida, una que huye y otra se queda en casa y sin salir de su habitación tumbado en la cama crea un mundo imaginario.

El primer recuerdo de mi vida es con dos años. Una carreta llena de enseres domésticos, sillas, colchones, palancanas, sábanas y mantas tirada por la yegua Maravilla, trasladaba a mi familia a Villarreal para alejarnos del frente de la guerra. Yo iba sentado dentro del capazo y me veía rodeado por todas partes de una textura trenzada de esparto que brillaba al sol. Arriba estaba el cielo azul sin poder escapar salvo con la mirada. Después de tantos años de escribir lo que he visto, oído y soñado, ahora siento que estoy dentro del mismo capazo, solo que los mimbres ya no son de esparto, sino de ondas electromagnéticas que a través de las redes sociales me tienen rodeado.

Durante una temporada he escrito a modo de autobiografía todo lo que recordaba de mi vida, desde aquel tiovivo en el que yo a los cinco años me quedé solo dando vueltas y vueltas, montado en un caballo blanco de crines doradas que subía y bajaba. Los titiriteros estaban cerrando ya los barracones y tinglados de la feria. Por un favor especial ante mis súplicas, el dueño del tiovivo me dejó dar unas vueltas de más hasta que acabara la canción que sonaba todavía a través de un altavoz gangoso. La brisa helada de un anochecer de enero se llevaba los papeles. La noria estaba parada. Olía a guiso de coliflor. Con aquellas vueltas que el feriante me concedió de regalo he dado la vuelta al mundo y he llegado al final del viaje.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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