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IDA Y VUELTA
Columna
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De lo vivido a lo contado

Quizás todavía estamos en el tiempo de las crónicas sobre esta era de la covid-19. Aparecerá sin duda en las novelas del porvenir, como aparece ya transmutada en ficción en nuestros sueños

Antonio Muñoz Molina
Unos teléfonos en el distrito financiero de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.
Unos teléfonos en el distrito financiero de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.Alex Webb / Magnum Photos / ContactoPhoto (Alex Webb / Magnum Photos / ContactoPhoto)

Parece ser que Cormac McCarthy ha reconocido que la inspiración para su novela posapocalíptica The Road vino del ataque a las Torres Gemelas. La novela se publicó en 2006, cinco años después, y en ella no hay ninguna alusión directa a aquel atentado que trastornó el mundo, pero es muy probable que la experiencia de una catástrofe tan desmedida y visualmente tan abrumadora despertara en la imaginación del novelista la posibilidad de un horror inminente que de la noche a la mañana dejara en ruinas la civilización. Entre lo realmente vivido o sucedido y su relato hay una línea recta. Los caminos por los cuales lo real se convierte en ficción son mucho más tortuosos. Contar lo vivido es un acto de la voluntad consciente. Las historias imaginadas surgen sin que uno sepa bien de dónde han venido, y por muchos elementos de la realidad exterior o de la propia vida íntima que se contengan en ellas, su forma final no obedece a ningún principio de semejanza, sino a una lógica interna y del todo soberana en la que los ingredientes de lo real y lo inventado se mezclan como en una reacción química cuyo resultado es siempre sorprendente, porque es impredecible. Un biógrafo identifica a la persona que sirvió de modelo para el personaje de una novela: pero entre la una y el otro ha sucedido una metamorfosis en la que la identidad de partida es solo un componente, porque en la invención de un personaje puede ser que intervengan rasgos de varias personas distintas, y otros del todo inventados, combinándose todos en una criatura híbrida que solo existe en el interior de la ficción y no tiene equivalente fuera de ella.

También hay sueños como recuerdos literales y otros en los que reconocemos briznas de experiencia verdadera integradas en la arquitectura de una historia fantástica. Una ventaja de la no ficción es la cercanía en el espacio y en el tiempo: ver las cosas con los propios ojos en el lugar y en el momento en que suceden, contarlas cuando todavía están frescos todos los detalles, cuando ni la memoria ni el olvido han tenido tiempo de avanzar en su tarea de tergiversación. Nos gusta leer diarios o crónicas de testigos directos que den cuenta de nuestro presente; y casi más todavía los que se escribieron en el presente lejano de los que para nosotros son acontecimientos históricos. El relato en tiempo presente del que ha vivido algo es un tesoro incomparable. Hace unas semanas, en una crónica de los últimos días antes de la caída de Kabul, un reportero que va camino del aeropuerto se cruza con la comitiva jubilosa de una boda, y cuenta que a un lado de la carretera por la que circulan vehículos militares y coches viejos cargados de fugitivos hay varios puestos de venta de sandías. La realidad inmediata y no filtrada, la vibración concreta de un momento, de una hora del día, de un hecho fugitivo, se pierden muy rápidamente, y por eso son tan difíciles de reconstruir cuando ha pasado algo de tiempo, y más aún cuando los testigos han desaparecido, o han perdido la memoria.

La ficción y la no ficción son las dos vertientes igualmente valiosas de la literatura, pero también son ajenas entre sí. Sin necesidad de adornos ni de embustes la no ficción puede ser desatadamente novelesca. Quizás el mayor logro de la ficción sea el de volverse indistinguible de la vida. Pero la una y la otra van por diferentes caminos y obedecen a leyes rigurosas que las hacen incompatibles. Michael Scammell, biógrafo excepcional de Arthur Koestler, escribió que un biógrafo es un novelista bajo juramento: no puede dar por válido nada de lo que no posea constancia documental, o fuentes contrastadas. Es la misma ética del periodista y del cronista, y también, en el fondo, de quien escribe un diario de vocación no egocéntrica sino testimonial.

Necesitamos relatos que nos cuenten las cosas tal como son, en la medida máxima de lo posible, igual que necesitamos tecnologías eficientes, conocimientos históricos rigurosos, teorías científicas que se sometan al escrutinio de la comprobación experimental, mapas para movernos por territorios desconocidos. Necesitamos cuentos y ecuaciones, poemas y fórmulas químicas, novelas y reportajes, diarios íntimos e informes de comisiones de investigación incorruptibles. Necesitamos el apunte rápido de lo recién observado y el relato memorial filtrado por la experiencia de una vida entera.

En The Road, Cormac McCarthy no hace ninguna referencia a los atentados del 11 de septiembre, ni a la terrorífica reacción militar de Estados Unidos en Afganistán y luego en Irak, que causó muchos más muertos inocentes y mucha más destrucción que el ataque al que tan vengativamente respondía: pero ese mundo de devastación y crueldad que retrata la novela, con toda la soberanía imaginativa de la literatura, se nos había vuelto más verosímil y menos improbable porque todos nosotros habíamos visto con nuestros propios ojos el apocalipsis que podían desatar unos cuantos fanáticos armados de esas cuchillas afiladas con las que se abren los paquetes de cartón.

La ficción unas veces se aproxima a la fábula intemporal y otras a la crónica inmediata. Justo al año siguiente de la novela de McCarthy, Don DeLillo publicó Falling Man, que sucedía en Manhattan en los días siguientes al atentado. Habían pasado seis años, que ya es un plazo suficiente para que el recuerdo y el olvido hayan macerado los materiales de la experiencia originaria, de una manera parecida a como los microorganismos y las lombrices convierten en suelo fértil la materia orgánica en una compostadora, o en la tierra de un bosque. Muy pocos lectores quedaron satisfechos con aquella novela: un hecho real que había parecido inventado por Don DeLillo no resultaba convincente una vez que el propio DeLillo lo convertía en ficción. Yo tuve la oportunidad de entrevistarlo entonces, y llevaba conmigo la pena secreta de que, admirándolo tanto, no me hubiera gustado justo aquella novela. Aunque quizás me ha llegado ahora el momento de volver a leerla. Algunas veces el tiempo hace desaparecer la literatura y otras actúa a su favor y la mejora, o revela lo que al principio no se vio en ella.

Quizás todavía estamos en el tiempo de las crónicas sobre esta era de la covid-19 que no termina de replegarse en el pasado. Aparecerá sin duda en las novelas del porvenir, como aparece ya transmutada en ficción en nuestros sueños.

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