‘Gaseados’, de Singer Sargent: la restauración de una obra maestra para narrar la guerra contemporánea
El Museo de la Guerra Imperial de Londres expone el lienzo, de seis metros de largo y dos de altura, como pieza central de sus nuevas galerías. La restauración descubre nuevos colores y mayor profundidad en la obra
El día en que John Singer Sargent se cruzó con un grupo de soldados víctimas del gas mostaza, cegados por las vendas que intentaban aliviar el insoportable dolor de sus ojos y apoyados sus brazos en el hombro del compañero de adelante en una ordenada fila de desolación, el pintor encontró un nuevo lenguaje para contar las guerras del siglo XX.
El Museo de la Guerra Imperial de Londres (IWM, en sus siglas en inglés) inauguró en noviembre, como parte del inmenso complejo del antiguo Hospital Real de Bethlem, las Galerías Blavatnik de Arte, Cine y Fotografía, un espacio consagrado al modo especial en que los artistas han documentado los conflictos bélicos del mundo. Y el centro en torno al que gravita la exposición permanente es un inmenso lienzo de seis metros de largo y dos de ancho. Una obra en la que los restauradores del museo han trabajado durante dos años para recuperar su profundidad, sus colores, sus detalles y sus múltiples significados.
Gassed (Gaseados) es uno de los cuadros más venerados por los británicos. Deja atrás ese empeño de la pintura de guerra del siglo XIX en glorificar victorias y gestas de un imperio a punto de entrar en decadencia para mostrar el lado más humano del heroísmo. El sacrificio, la pérdida, el sufrimiento, la solidaridad y la esperanza de redención de unos hombres jóvenes que avanzan a ciegas por los rescoldos de un conflicto mundial absurdo.
“Durante la Primera Guerra Mundial, la tarea encargada a los artistas es muy diferente. Son contratados para registrar en su obra la experiencia bélica”, explica a EL PAÍS Rebeca Newell, la directora de Arte del IWM, que ha supervisado las tareas de reconstrucción del simbólico cuadro de Singer Sargent. “Hay una clara voluntad de mostrar respeto a estos hombres. No se pretende glorificarlos, sino realzar su sacrificio. Es un intento por mostrar la realidad tal y como es”, señala.
El desafío de la guerra
En 1918, el pintor tenía 62 años, y se había consagrado y enriquecido con sus maravillosos retratos de la aristocracia británica y la emergente burguesía estadounidense. No era el mejor tiempo para afrontar riesgos artísticos. Su fama y prestigio, sin embargo, convertían a Singer Sargent en pieza clave del empeño del Gobierno británico en contar la historia de una guerra que estaba cambiando el mundo. El primer ministro, David Lloyd George, escribió personalmente al artista para que contribuyera a los trabajos de la Comisión Británica de Monumentos de Guerra. Su pieza sería el centro de un nuevo espacio imaginado para grabar en la memoria de los ciudadanos aquellos años de dolor y esfuerzo.
Aunque dieron a los pintores y escultores contratados libertad para crear su contribución, ciertos motivos de inspiración fueron sugeridos. A Singer Sargent, hijo de unos estadounidenses millonarios, amantes del arte y nómadas, que movieron a toda su prole por Europa durante años, el Gobierno le pidió que reflejara en su lienzo la colaboración bélica angloestadounidense.
En busca de ideas para un encargo insípido, el pintor partió hacia el frente de Francia y Bélgica en julio de 1918, acompañado de su amigo, el maestro de arte y también pintor Henry Tonks. Singer Sargent quería plasmar una épica a la altura del encargo recibido, pero a medida que avanzaba hacia la primera línea solo encontraba ruinas, chatarra bélica, suciedad, largas esperas y días aburridos. En definitiva, la mediocridad y decepción que narró con tanta precisión el escritor Robert Graves en Adiós a todo eso, la obra canónica sobre la Primera Guerra Mundial.
Hasta que llegó un rayo de inspiración, el 21 de agosto de 1918. Cuenta Tonks, en una carta al secretario de la comisión, Alfred Yockney, cómo una tarde en la que Singer Sargent y él disfrutaban de un té en Doullens fueron avisados de que un grupo de hombres víctimas de gas venenoso estaban siendo atendidos en el hospital de campaña de Bac-du-Sud, al noroeste de Francia, donde hoy se levanta un cementerio de soldados británicos.
La Primera Guerra Mundial incorporó una nueva arma sucia, aterradora y desleal: los gases venenosos. El cloro, que atacaba a los pulmones y asfixiaba a las personas; el fosgeno, incoloro e inodoro y aún más letal y traicionero, porque sus efectos tardaban hasta veinticuatro horas en manifestarse; o el terrible gas mostaza, que destrozaba los pulmones y quemaba la piel hasta reventarla en multitud de ampollas.
Los soldados, en su candidez humana, podían pensar que esquivarían la metralla, o que su cuerpo resistiría el impacto de las balas, pero el miedo los paralizaba cuando sonaba el gong que alertaba de un ataque tóxico. El gas avanzaba como un ectoplasma y amenazaba con sufrimientos insoportables.
“Los hombres gaseados no dejaban de llegar, en grupos de seis y dirigidos de un modo ordenado, como los retrató Sargent. Se sentaban o echaban en la hierba. Había varios centenares de ellos. Era evidente lo mucho que estaban sufriendo”, cuenta en su carta Tonks. “Especialmente sus ojos, que llevaban cubiertos con unas gasas… Sargent estaba impactado con la escena y comenzó de inmediato a tomar notar y crear bocetos”, recuerda.
¿El amarillo del gas mostaza?
Nueve soldados con los ojos vendados, dubitativos y derrotados, caminan en fila. Cada uno se aferra al hombro del compañero de adelante. Uno da la espalda al espectador, para vomitar. Otro levanta exageradamente su pierna derecha, por miedo a tropezar en un escalón de altura incierta. Les dirige un enfermero, por una pasarela de madera, hacia la tienda del hospital de campaña, de la que solo se ven los tensores de cuerda.
Al fondo, a la derecha, acompañados de una inmensa luna en un atardecer rosa, otro grupo de gaseados avanza en la misma dirección. También uno de ellos vomita.
Y más al fondo, entre las piernas del friso central de penitentes, soldados con camisas rojas y azules juegan un partido de fútbol.
“Vemos un cierto orden. Vemos uniformes para cada uno de los equipos. Hay orden, no caos. Podemos ver en la imagen el contraste entre el sufrimiento de unos y la salud de otros. Jóvenes cuya vida ha sido truncada en el mejor momento, mientras otros siguen adelante”, sugiere ante el cuadro Rebecca Newell. “Pero también podemos ver la imagen de la rutina en la guerra contemporánea, donde un partido de fútbol sigue adelante a pesar de todo lo que está ocurriendo. Una tremenda escena de sufrimiento a la que se añade de fondo el discurrir del día a día”, describe.
En los años setenta, los responsables del museo aplicaron una capa de barniz para preservar un cuadro visitado y adorado por miles de personas. En una obra más oscura, la tendencia a amarillear de la capa protectora habría pasado desapercibida. En el lienzo de Sargent, donde cada detalle se convierte en un significado único, el amarillo se adueñó de la composición y las generaciones siguientes quisieron ver el tono uniforme y letal del gas mostaza en las dimensiones planas de una obra descolorida.
“Al limpiar poco a poco las capas de barniz surgió una revelación. Comencé a ver cómo emergían los tonos rosas, amarillos y verdes del cielo, sutiles y suaves. Una reminiscencia del trabajo previo de Sargent con Monet”, cuenta el restaurador jefe, Phil Young. “Y el suave perfil de los soldados contra el atardecer, casi con su propia luz, se hizo más aparente. La tridimensionalidad de la obra, incluidos los futbolistas a lo lejos, fue descubriéndose”, explica.
La imagen de la guerra
Gassed fue expuesta en la Exposición de Verano de la Royal Academy of Arts de 1919. Era la pieza central, en un momento en el que se debatía el uso del arte al servicio de la nación en el nuevo mundo de la postguerra. Las vanguardias tenían su duda ante tanto sentimentalismo. La crítica de la escritora Virginia Woolf al cuadro fue demoledora. La imagen exagerada del soldado que levanta la pierna ante el escalón incierto le irritó especialmente. “Este pequeño detalle de exceso de énfasis es el último rasguño del bisturí del cirujano”, escribía en su artículo para la revista The Atheneum. “Cubre los ojos de los soldados con gasas para reclamar nuestra compasión”, pretendía denunciar Woolf.
“Y, sin embargo, cuando el público pudo ver la obra en el IWM, muchos de los veteranos de guerra que habían estado allí, que habrían sufrido los ataques del gas, dijeron: ‘Así es exactamente lo que ocurrió. Era caótico, torpe, con pasos en falso. Resultaba difícil orientarse. Las víctimas estaban esparcidas por el suelo”, refuta Newell.
No era la primera vez, ni sería la última, en la que la gran masa de la opinión pública se alejó de las sutilezas y matices de los intelectuales para abrazar las muestras de heroísmo, solidaridad y nobleza, por cursis y sentimentales que pudieran ser, en medio del inmenso sufrimiento humano que se intuye de una guerra. Los británicos no tienen su Guernica, para reflejar la atrocidad y la devastación; ni su Dos de Mayo, para glorificar la derrota. Gassed, de Singer Sargent, es el modo de celebrar el dolor y la promesa de redención de la Gran Guerra, que se llevó por delante a toda una generación de hombres jóvenes.
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