Concha Velasco, la divina humana
Pocas bromas con Conchita cuando se hablaba de la vida: entendía el negocio del espectáculo como nadie, y aún más a la gente: a cada persona que se acercaba a ella la trataba como si fuese de su familia
A finales de 2012 Antena 3 informó de que Gran Hotel se cancelaba. Recuerdo el día que, entre lágrimas, se lo conté al equipo reunido en el plató de la serie. Allí estaban Pedro Alonso, Eloy Azorín, Amaia Salamanca, Yon González… y, sobre todo, Concha Velasco. Al terminar de darles las malas noticias, Concha se acercó a mí, me dio un beso y luego se fue a prepararse a maquillaje para seguir grabando. Ella, que se había arruinado multitud de veces en su vida, entendía mejor que nadie mi angustia, y también que los trabajos hay que hacerlos hasta el último minuto… hasta la última función, independientemente de si el teatro está lleno o solo hay un espectador.
Aquel día Concha demostró entender este negocio como nadie. Después de Gran Hotel volvimos a colaborar con ella en Velvet, Bajo sospecha y Las chicas del cable. En todas esas series demostró a los nuevos intérpretes, algunos de ellos jóvenes estrellas, cómo había que comportarse en un rodaje y con un equipo. Una masterclass gratuita que no dudaba en tener aplicaciones prácticas si sentía que alguien se despistaba y llegaba tarde, no se sabía el papel o se quejaba por repetir una toma. Porque pocas bromas con Conchita cuando se hablaba de trabajo.
Unos años después fuimos a verla actuar en Barcelona mientras representaba a Juana la Loca en Reina Juana. Un montaje maravilloso en el que durante 90 minutos Concha se enfrentaba al escenario sola, a puerta gayola. Al salir de la obra la esperamos en el vestíbulo del teatro. Allí había multitud de personas, muchas de ellas mujeres, que unos instantes antes se habían abrasado las manos aplaudiéndole en pie. Cuando Concha apareció, todas se acercaron para darle la enhorabuena. Ella, como si cada una de aquellas personas fuese de su familia, les preguntaba por sus vidas. Al principio pensé que serían conversaciones banales; de pronto, se obró el milagro. Todos le contaban sus más íntimos secretos y Concha respondía aconsejándoles como lo haría su mejor amiga. Una mujer lloró al decirle que el cáncer de pecho se le había reproducido, un hombre que su madre estaba enferma y que no había podido ir a verla, pero que le mandaba recuerdos, otra que estaba peleada con su hija… Concha les dedicaba el tiempo que precisaba cada uno con atención, mirándolos a los ojos.
De camino al restaurante en el que íbamos a cenar, el taxista la reconoció y le pidió si antes de irse le importaría hacerse una foto con él. Concha le dijo que por supuesto y, unos minutos después, cogí el móvil para fotografiarles antes de entrar al local. Cuando se iba a despedir, Concha sintió algo y le preguntó al taxista si se encontraba bien. Aquel hombretón de 50 años no pudo contenerse, como cuando uno va al psicólogo por primera vez, se echó a llorar y le contó que su esposa acababa de abandonarle. Concha nos miró disculpándose, le cogió del brazo y caminó un poco con él hacia el otro lado. No pude escuchar qué le decía; sin embargo, cuando el taxista se subió al coche de nuevo llevaba una sonrisa en los labios. Concha pasó por delante de mí y abrió la puerta del restaurante donde empezó a saludar a todo el mundo. Sin pretenderlo, Concha había dado otra masterclass sobre cómo hacer feliz a la gente. Porque pocas bromas con Conchita cuando se hablaba de la vida.
Babelia
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