Manuel Martín Cuenca, cineasta: “Rompamos las reglas, vayamos en contra de los manuales de guion”
En su nueva película, ‘El amor de Andrea’, el director se mantiene “a contracorriente de gran parte del cine actual”
“A contracorriente de gran parte del cine actual”. La voz de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, 58 años) suena rotunda. Nunca ha sido un cineasta pacato en sus declaraciones. Pero ahora suena tan feliz con su último trabajo, El amor de Andrea —que se estrena en salas comerciales tras ganar en el festival de Tallin (Estonia), uno de los 15 de todo el mundo de clase A, los premios a mejor dirección y guion—, como cansado del cine de autor imperante. “El cine que me interesa, el que pienso que llega al público, es el que se crea en el camino, en el que hay espacio y eco para el cineasta. No el hecho con escuadra y cartabón, el que nace del viaje del guion y de los proyectos por distintos laboratorios de festivales o de producción”, desgrana. “Vamos, el que impera”.
A eso se une una consideración sobre la imagen que de los adolescentes y de las madres trabajadoras se da en el cine y, extrapolando, en la sociedad. “La película nació en la pandemia. Cuando salíamos del confinamiento, recuerdo un anuncio en que se avisaba a los adolescentes que por su comportamiento, es decir, por salir de fiesta, podían matar a sus abuelos”, recuerda alzando la voz. “La mayor parte de los adolescentes no son así. Se les suele retratar como tarados mentales, que se cortan las venas, se drogan o son violadas por sus padres. La gente te dirá que no es así. Claro que existen estos casos, pero son el síntoma extremo, y los mostramos en la pantalla por el morbo. Mi Andrea tiene 15 años, y cuida de sus hermanos pequeños porque su madre trabaja. ¿Es eso una tragedia? No, es la vida. La madre los quiere, no les ha abandonado, sencillamente hay que ganarse un salario. Insisto, es la vida”, asegura. De ahí que su Andrea no sea una tirada, es sencillamente una chica que quiere averiguar por qué su padre les abandonó, y se embarca en una aventura, con sus dos hermanos como escuderos, para encontrarle y entenderle.
Por eso, aduce el cineasta, “Andrea crece y madura precisamente en ese proceso de búsqueda y encuentro y de aceptación, de lucidez. Quiero reivindicar la normalidad del día a día, la calidez y la sinceridad de la mirada habitual de niños y adolescentes. No suelen tener dinámicas tóxicas, como las que han llevado a la separación de los padres de Andrea. Yo era como esa chica, preocupado por mis cosas, por el afecto, por encontrar el lugar en el mundo, leyendo libros o escribiendo en un cuaderno, yendo a la playa, y el retrato actual de la juventud es generalmente horrendo”. Apunta otros ecos personales, como que con 13 años, y siendo el hijo pequeño, sus padres le enviaron a vivir a Granada con sus hermanos. “Son circunstancias de la vida”. O cómo su reciente paternidad ha marcado el devenir del filme: “Sí, más en el tono final, porque es la película que yo quería hacer antes de saber que iba a ser padre”.
Sobre las relaciones tóxicas, y en concreto sobre la masculinidad tóxica, El amor de Andrea ahonda en diferentes hombres. “El amigo de Andrea es tan puro como ella. Es otro adolescente sabio que busca su lugar en el mundo. En cambio, su padre está perdido, es un incapaz. Aunque no sabemos exactamente por qué se rompió el matrimonio. Y ni siquiera si es buena o mala persona. Me gusta el personaje del profesor de Andrea, que por la muñequera que lleva con la bandera de España sabemos que está en las antípodas ideológicas de la adolescente, que a su vez porta la bandera republicana. Ese maestro, de la misma edad que su progenitor, le pregunta si le pasa algo, si le puede ayudar en algo, una pregunta muy bonita”.
A la reflexión teórica Martín Cuenca le suma la acción. Por ejemplo, se muda a vivir en los sitios donde rueda: “Porque no quiero caer en el cliché. Con El amor de Andrea viví un año en Cádiz, me mudé a Jaén cuando La hija, y en otras películas, también. Te ayuda a no caer en trampas. Mira, cuando empecé a escribir el guion con Lola Mayo no sabía, por ejemplo, que unos niños no pueden entrar en un juicio entre sus padres. Había un esbozo de una secuencia de ese estilo y se cayó. A cambio, surgió algo mucho más interesante: dejarlos fuera, en el pasillo del juzgado, que la cámara se quede con ellos y que no sepamos lo que están discutiendo en el tribunal”.
Dicho lo anterior, Martín Cuenca sabe que ha ido depurando su trabajo, que desde que empezó con La flaqueza del bolchevique (2003) y Malas temporadas (2005), pasando por las ya austeras La mitad de Óscar (2010) y Caníbal (2013), y tras sus dos colaboraciones con el actor Javier Gutiérrez, en El autor (2017) y en La hija (2021), su puesta en escena ha mutado. “Ahora ya sé que en el rodaje extraigo la materia prima de cada película, y que en él convocas la energía, luchas para encontrar ese pequeño milagro. Como si te reunieras alrededor del fuego e invocaras a los espíritus. No todos los días te sale la gran secuencia, pero tú tienes que invocarla continuamente”, reflexiona.
Por eso, el cineasta no hace storyboards: “En cada secuencia ruedo los planos en orden cronológico, porque según cómo filmas uno, te lleva a otro. ¿Funciona? Vale. Rehúyo eso que llaman intelectualización de la película. Howard Hawks decía que una obra maestra son cinco grandes secuencias, y el resto es pum, pum, pum [el cineasta golpe una mano sobre otra, para acentuar la rapidez]. O que solo existe una manera de rodar un hombre entrando por una puerta y es... filmando a un hombre entrando por una puerta”. Y toma carrerilla. “Sí, cada vez me siento más solo, aunque no soy el último que queda: ves el documental sobre el rodaje de Alcarràs en los extras del DVD, que habla de la construcción de esa familia ficcionada, y entiendes que la película sea tan buena y que Carla Simón hace una búsqueda cinematográfica similar”.
La charla vuelve a su inicio, a lo que puede esperar el público de este drama: “Durante los primeros 20 minutos no se entiende mucho de qué va el filme. ¿Quiénes son? ¿De qué va la peli? Estamos demasiado acostumbrados a que en el primer minuto nos suelten todo. Pues rompamos las reglas, vayamos en contra de los manuales de guion”. Eso comporta dos riesgos, el creativo y el comercial. Con una sonrisa de resignación, Martín Cuenca apunta: “En fin, todo es muy difícil”.
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