Lecturas para las Greta Thunberg del futuro
Una oleada de libros infantiles y juveniles se centra en el amor hacia la naturaleza y los animales o invita directamente a salvar el planeta a través de todo tipo de formatos, estilos y planteamientos
La lógica de los niños, a veces, resulta incomprensible. Tanto como para encontrar un escondite seguro detrás de sus propias manos. O hacerse amigos de un caracol de peluche. Y, sin embargo, ni la ocurrencia infantil más absurda supera lo que están haciendo los adultos, presuntos maestros de racionalidad, con el planeta. ¿Quién destruiría la única casa que tiene? Hasta el más pequeño lo entiende. Más incluso, en muchos casos, que sus progenitores. Por lo menos, los minúsculos activistas últimamente tienen una solución fácil para alertar y sensibilizar a sus familias, o a sus amigos más despistados: basta con acompañarles a una librería. Desde hace un tiempo, prácticamente cada editorial infantil y juvenil tiene al menos una obra en su catálogo centrada en el cuidado de los ecosistemas, el amor por los animales o los árboles. Libros de todos los formatos, estilos y planteamientos. Tan variados como la Tierra a la que animan a defender.
“Son temas cruciales para nuestro futuro y me alivia que la literatura para los más jóvenes esté tomando conciencia de ello. No es obvio que suceda, a veces apartamos en una esquina los asuntos más incómodos. Solo espero que no sea una moda pasajera”, reflexiona Giuseppe Festa, autor de la novela El paso del oso (Duomo). “No recuerdo leer nada sobre cambio climático cuando era una niña, y ya sabíamos que estaba sucediendo. Sin duda, el número de publicaciones ha aumentado en estos años”, apunta Amandine Thomas, responsable de obras ilustradas y didácticas como Océanos… y cómo salvarlos o Bosques… y cómo protegerlos (ambos en Errata Naturae).
El primero, de hecho, se editó en 2019, poco antes de que Greta Thunberg pronunciara su reproche tal vez más célebre e indignado a los líderes globales, sentados a su alrededor en la sede neoyorquina de la ONU y culpables, según la joven, de pensar solo en el dinero mientras roban infancias y matan al mundo: “¿Cómo os atrevéis?”. A saber si entre los muchachos que desde hace años se manifiestan en las calles de decenas de ciudades, bajo el lema Fridays for Future, algunos han leído los libros de Amandine Thomas. Pero lo cierto es que la escritora incluye entre sus dibujos invitaciones a la acción, aunque solo sea apagar la luz en casa para beneficiar, a miles de kilómetros, a la Gran Barrera de Coral australiana.
En el fondo, la mayoría de estos libros parece buscar algún impacto. El disfrute literario, por supuesto. Pero también una semilla en las mentes del futuro. Y, a ser posible, un granito de arena contra la contaminación. Hay lectores de Hannah Gold que han pasado de adorar El último oso (Duomo) a adoptar uno en la realidad, o escribir al diputado de su área para solicitar una ley contra los plásticos de un solo uso. “Incluso si mis libros solo abren el más mínimo camino para aprender a apreciar el medioambiente, ya sería genial”, apunta la británica. Y Festa considera estupendo el simple hecho de que tal vez sus palabras escritas alejen a más de uno del móvil, pero insta a dar al menos un paso más: “Leer de naturaleza no basta. Hay que vivirla”. Las vías hacia el objetivo se muestran tan diversas y creativas como el público al que se dirigen.
Volúmenes gigantes como El gran libro del agua (de Sarah Garré, Combel) o Arboretum (de Katie Scott, en Impedimenta), otros capaces de contener una selva entera (Pop-up Bosque, de Fleur Daugey, Tom Vaillant y Bernard Duisit, en Edelvives) o incluso un viaje de 360º hacia el polo Sur (Explora la Antártida, de Tania Medvedeva y Maria Vyshinskaya, en Zahorí); obras para pequeñísimos, como los paseos naturales que plantea la serie de Emiri Hayashi (en SM), o una guía práctica para acampar o estudiar un mapa destinada a auténticos Manual de supervivencia (Colin Towell, en Blume); páginas repletas de imágenes, pero también información y curiosidades, como 200 preguntas y respuestas sobre animales (Cristina Banfi y Lorenzo Sabbatini, en Éccomi), y otras donde lápices y colores dominan sobre el texto, como Global (de Eoin Colfer, Andrew Donkin y Giovanni Rigano, en Alianza); hay incluso quien ha viajado a la distopía que nos espera según los científicos, para intentar evitarla: el mar sobre el que el soberano Namor siempre reinó ha terminado engullendo también las tierras en Litorales conquistados (Pasqual Ferry y Christopher Cantwell, en Panini) o ha sumergido ciudades y esperanzas en Post York (de James Romberger, en Planeta Cómic).
Hay, literalmente, para todos los gustos. “Hasta los negacionistas del cambio climático en mi propia familia ya no tienen nada en que apoyarse”, remata Amandine Thomas. Aunque la autora francesa confiesa que hay un lector que le importa más que cualquier otro: “Desde que tengo una hija, la urgencia me preocupa más. No quiero que me pregunte: ‘¿Qué hiciste para ayudar?’ y no tener respuesta”. Aunque, mucho antes, fue la propia naturaleza la que enamoró a Thomas hasta el punto de volcarse en defenderla: nada más mudarse a Australia, descubrió sus tierras salvajes. Y sintió, dice, “una conexión” como nunca antes. Parecida, de alguna manera, a la mirada que Festa intercambió con un oso en el Parque Nacional de los Abruzos, que aún recuerda y puso en marcha su novela. O el asombro que Gold sintió al encontrarse por primera vez, en México, con el colosal cetáceo que luego narraría en La ballena perdida (Duomo).
Su pasión por el medioambiente queda clara. Otra cosa, sin embargo, es cómo transmitirla a los demás. Hay títulos que lo dicen todo, como Ya soy mayor y puedo salvar el planeta (Loll Kirby y Adelina Lirius, en Astronave) o Paremos la invasión (Raúl Hurtado, Jose Ibáñez y Claudia Mosquera, en Andana), y soluciones mucho más metafóricas, como El último árbol (de Luke Adam Hawker, en Blume) o La chica alce (de Malin Klingenberg, en Errata Naturae). Los tres entrevistados coinciden en no hiperproteger a sus lectores y respetar su inteligencia. “Quería que los libros fueran esperanzadores y entretenidos, pero también una invitación para bucear más a fondo, para actuar, sentirse parte de la batalla. Y era importante comunicar información real, sin eufemismos”, destaca Thomas. “Los niños son tan listos que pueden detectar desde kilómetros cuándo se les está sermoneando. El arte consiste en salpicar con algún elemento fáctico para que parezca parte de la propia narración en lugar de algo separado”, agrega Gold.
Festa también cree que los mensajes deben ser descubiertos por el lector, no “colgados en primer plano”. Y añade otra convicción: “Es un error promover un cambio asustando a los chicos. Se obtendría el efecto contrario. En lugar de un personaje que recuerde constantemente que la deforestación aumenta el calentamiento global, mucho mejor un protagonista que adore trepar por los árboles por diversión”. Habla, al fin y al cabo, por experiencia personal. Cuando, de pequeño, dejaba la caótica Milán para visitar el pueblo de sus abuelos, se reencontraba también con un viejo cedro. Los chiquillos que jugaban en la aldea hasta le habían dado un nombre: Piantone. “Si alguien hubiera intentado derribarlo, habríamos luchado con uñas y dientes. Y no porque comiera dióxido de carbono, sino porque lo considerábamos uno de nosotros”, recuerda Festa. Amigos de un árbol. Menudas absurdeces conciben los niños. A este paso, tal vez, hasta consigan salvar al planeta.
Babelia
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