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Desde el puente
Columna
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Una de tantas formas de aterrizar

El mistral zarandeaba el avión de forma que a la altura de Cuenca ya había vomitado medio pasaje

La fachada de la Casa de las Flores (1931), en Madrid, un edificio diseñado por Secundino Zuazo.
La fachada de la Casa de las Flores (1931), en Madrid, un edificio diseñado por Secundino Zuazo.Alfredo Arias
Manuel Vicent

El avión, un DC3 de Iberia, venía de Ibiza y hacía escala en Valencia con destino a Madrid. El aeropuerto tenía un aire de merendero en medio de la huerta de Manises con algunas palmeras, unos cañizos y una parra bajo una terraza pintada con blanco de cal y azulete. Allí esperaban unos pocos pasajeros, un señor con bigotito franquista, zapatos de dos tonos con rejilla y un brazalete de luto en la manga de la chaqueta; otro señor con pinta de empresario perfumado con Varón Dandy que lucía una insignia de excautivo en la solapa; una francesa de media edad con un perrito lulú en brazos, y Miguel que huía de Valencia como un tordo que a la hora de emigrar no sabe qué dirección tomar con tal de salvarse de la cazuela. Aquel 12 de octubre de 1960, Fiesta de la Hispanidad y Día de la Raza, soplaba un mistral muy violento que dejaba el cielo bruñido por donde apareció el DC3 hasta posarse rateando en la pista.

Miguel subía por primera vez a un avión. Entró reptando por la culata del aparato en busca de su asiento entre un pasaje compuesto por extranjeros, la mayoría ingleses, ellos y ellas, los primeros exploradores de los placeres de Ibiza, que lucían un bronceado moderno y vestían trajes de lino color manteca y otras telas de veraneantes muy selectos. Algunos leían la revista Life, otros el Times. Iniciado el despegue el avión dio una amplia circunferencia sobre el mar antes de enfilar hacia Madrid y a través de la ventanilla Miguel pudo contemplar todo el escenario de su adolescencia y juventud que abandonaba, tal vez, para siempre. Allí estaban los merenderos de la Malvarrosa, el trampolín de la piscina del balneario derruido de las Arenas, que tantas veces había soportado el narciso de su cuerpo.

El avión sobrevoló la ciudad, en la que se podía ver la plaza Redonda, donde acudía cada domingo a comprar libros de lance, la Glorieta y su parada del tranvía que le llevaba a la playa, la acera de Correos de la plaza del Caudillo, la de tantos paseos con aquellas chicas de zapato plano y falda plisada, el caserón de la Universidad Literaria con el claustro presididos por el pedestal de Lluís Vives. Todos los recuerdos de amigos, de novias adolescentes, de sueños contrariados quedaron atrás y de pronto se perdió de su vista el azul del Mediterráneo, que quedó suplantado por la tierra ocre y seca de Castilla.

El mistral zarandeaba el avión de forma que a la altura de Cuenca ya había vomitado medio pasaje, incluida la azafata, que era una aristócrata con apellidos de una familia Grande de España. Los ingleses que venían de Ibiza habían agotado todas las bolsas y Miguel tuvo que vomitar en un cucurucho de papel que formó con la tercera página del Abc, donde venía un artículo de Azorín, su escritor preferido, al que tanto admiraba. Al llegar a Madrid seguía el ventarrón. Los hombres corrían detrás de sus sombreros y las mujeres desgreñadas llevaban atado un pañuelo en la cabeza y con una mano se sujetaban el vuelo de las faldas. El taxi cruzó la plaza de Cibeles, donde había un autobús abierto y alguien que gritaba ¡al fútbol, al fútbol! Esa tarde jugaba el Real Madrid un partido de la copa de Ferias con Pachín, Santamaría, Del Sol, Di Stéfano, Puskas y Gento.

No sabía a qué diablos venía a Madrid. No tenía ningún proyecto, ningún trabajo. Miguel se limitó a instalarse el primer día en un hotel y echar a andar por la ciudad bajo la inspiración de sus zapatos, que ya no eran de Segarra. La Gran Vía estaba llena de grandes cartelones de los cines con todos los héroes de Hollywood con las manos repletas de pistolas y las actrices con actitud de estar dispuestas a todas las caricias permitidas por la censura, mientras por debajo a lo largo de las aceras discurría un río de peatones sojuzgados vestidos de marrón entre curas, militares y guardias de la porra. Alguna gente se extasiaba ante los primeros pollos al ast instalados en la entrada de alguna cafetería. Y los domingos por la tarde se oían los gritos de ‘Ha salido Goleada!’.

Miguel se instaló cerca de la Casa de las Flores, por Argüelles. Al cabo de unos días de caminar por ese espacio recordó, según había leído, que en esa casa con terrazas llenas de geranios había vivido Pablo Neruda y allí celebraban fiestas de disfraces los poetas de la generación del 27, con García Lorca a la cabeza. Sin duda había otro Madrid sumergido en las ruinas que había dejado la Guerra Civil. Estaba todavía en pie el hotel Florida, en la plaza del Callao, donde se habían hospedado los famosos corresponsales extranjeros durante la contienda. En su imaginación comenzó a abrirse paso aquel trayecto ideológico que a lo largo de la calle de la Princesa unía la literatura de la Casa de las Flores con el periodismo de combate del hotel Florida. En ese camino que recorría todos los días comenzaron a instalarse sus primeros sueños.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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