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DESDE EL PUENTE
Columna
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Era verano cuando perdió la fe

El silencio de Dios ante el mal que existía en el mundo fue lo que le abrió los ojos

Interior del oratorio Caballero de Gracia, en Madrid, durante una misa en noviembre 2021.
Interior del oratorio Caballero de Gracia, en Madrid, durante una misa en noviembre 2021.David Expósito
Manuel Vicent

No recordaba cuándo perdió la fe. Tenía la sensación de que era verano. Montado en el caballo de cartón del tiovivo con cinco años, antes de llegar al uso de razón, para ese niño Dios era el miedo a la oscuridad, el dedo amenazante y el ceño adusto del padre; era aquel anciano de barba blanca sentado entre nubes de algodón que veía en los libros de Historia Sagrada o aquella hostia consagrada de la primera comunión que tomó vestido de marinero. Contra esa primera noción de Dios estaban los nidos de los pájaros y el sabor de la rebanada de pan tostado con sobrasada, que se había instalado en su paladar; estaban los juegos en la plaza con otros niños que gritaban y se perseguían como vencejos; estaba el alegre volteo general de campanas y los pasacalles de la banda de música en la fiesta del pueblo. Estos placeres se unían al hecho de estrenar zapatos, aprender a montar en bicicleta, leer tebeos y coleccionar los cromos de futbolistas que le parecían más importantes que los arcángeles.

Mundo, demonio y carne constituían los enemigos del alma. Así se leía en el catecismo. ¿Qué era el mundo? El mundo era un baúl que contenía toda clase de objetos, mantas sobre todo y ropa de invierno, según decía su madre. Estaba forrado de terciopelo verdoso algo raído y tenía unos remaches dorados. No comprendía que aquel mueble que nunca vio abierto escondiera un peligro mortal. El segundo enemigo del alma era el demonio. Este ser maligno formaba pareja con el ángel de la guarda, ambos caminaban día y noche siempre a su lado, uno a su izquierda y el otro a su derecha. Al ángel de la guarda lo imaginaba con escopeta y cananas; en cambio el demonio era rojo como un ascua y también tenía otros nombres que sonaban muy bien: Satán, Satanás, Luzbel, Lucifer, príncipe de las Tinieblas. Por último, estaba la carne. A ese enemigo del alma, al parecer, lo llevaba consigo y a veces se manifestaba en un extraño movimiento muy turbulento y placentero que sentía en el bajo vientre. Contra estos tres enemigos del alma estaba el aroma de pino que llegaba hasta la orilla del mar aquel verano en que descubrió que el espíritu era precisamente esa brisa de resina que bajaba de la montaña. Dios seguía siendo solo una sensación física cuando llegó a la adolescencia.

Para ser un joven sano había que tener las piernas fuertes que te permitieran soñar que podías escalar la nieve de los Alpes en busca de la flor del Edelweiss para ofrecérsela a una muchacha de ojos azules y trenzas doradas. “Ser apóstol o mártir acaso mis banderas me enseñan a ser”, cantaba en las excursiones con otros compañeros de Acción Católica, y frente a aquel acantilado que tenía cuatro ecos tocaba la armónica y pensaba que había llegado a este mundo a salvar almas, a bautizar negritos, o en su defecto a ayudar a un ciego a cruzar el paso de cebra.

En aquel tiempo nadie hablaba de los universos paralelos, pero un verano tumbado boca arriba ante la visión de las estrellas se preguntó quién había creado aquel inmenso brasero. No había ningún problema: lo había creado Dios. A esta cuestión seguían dos preguntas que no tenían respuesta: ¿por qué y para qué lo había creado?, ¿cómo ese Dios omnipotente creador del universo había permitido que muriera de tuberculosis aquel compañero de pupitre en la escuela? No parecía que le importara nada que hubiera en el mundo niños ciegos, hambrientos, humillados, que los inocentes fueran castigados con un dolor insoportable. Por otra parte estaban los cataclismos de la naturaleza que Dios no reivindicaba. El silencio de Dios ante el mal que existía en el mundo fue lo que le abrió los ojos.

Lo daba todo por bueno con tal de no pensar. Al final encontró la solución diluyendo a Dios con la naturaleza, de modo que un día el Creador se disfrazaba de un radiante amanecer y otro flotaba entre el hielo del gin-tonic, una tarde era la trompeta de Chet Baker, otra era la alfombra de hojas doradas que pisaba en otoño. Llegó un verano en que vivir sin pensar en la existencia de Dios le parecía una forma mucho más cómoda de estar en este mundo. Bastaba con ensanchar el sentimiento de la naturaleza hasta meter a Dios en el corazón de los leones y colgarlo de las ramas de los abedules. Todo era Dios, nada era Dios sino ese soplo de brisa en primavera que en la alta montaña te vibraba en las aletas de la nariz para abrirles paso a los más delicados aromas silvestres. Todo comenzaba a tener sentido si consideraba que la materia se había creado a sí misma con la única finalidad de que nunca te preguntaras por qué y para qué se había creado, dejando esas preguntas y respuestas a los poetas. Fue un verano tumbado en la playa boca arriba ante el universo cuando perdió la fe. De lejos llegaba la voz de un vocalista que cantaba en una verbena.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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