Abigail Thomas, la narradora que saltó a la fama por culpa de un terrible accidente
Se publica en español el libro de memorias en el que la autora estadounidense, que empezó a escribir a los 47 años, relata la vida con su marido después de que fuera arrollado por un coche
Era una noche cualquiera. Rich Rogin, un periodista retirado aficionado a anotar sus avistamientos de pájaros, bajó a pasear al perro mientras su esposa, Abigail Thomas (Boston, 82 años), escritora que acabaría haciéndose tremendamente famosa por las memorias que nacieron aquella noche, se quedaba en casa. “Llegué a sentirme culpable por el hecho mismo de haber disfrutado de aquel rato a solas, pero ¿cómo podía sospechar lo que iba a pasar?”, se pregunta. Lo que pasó fue que el perro, Harry, al que no hacía demasiado habían adoptado, nervioso, echó a correr en un cruce —su calle estaba en Broadway con la 110, en Nueva York— y, temiéndose lo peor, Rogin se lanzó tras él y un coche lo arrolló. “No solo perdí a mi marido aquella noche, también me perdí a mí misma”, recuerda, desde la casa en la que se reencontró después de la tragedia.
La casa es una casa de campo. Está tan lejos de cualquier otra que, cuando oye ruidos, incluso cuando golpean a la puerta, cree que son fantasmas. Está sentada en el sofá. En la pantalla de la videollamada puede verse parte del bosque que queda a su espalda. Se trasladó a Woodstock, localidad rural de Nueva York, para estar más cerca del centro en el que ingresó su marido después del atropello. Porque, aunque su cerebro quedó hecho añicos, Rogin sobrevivió. “Ahí estaba, pero no era el mismo”, dice la escritora. Por momentos, parecía una colección de fragmentos de sí mismo. Otros, un niño pequeño al que era sencillo engañar diciendo que había que ir a por galletas al supermercado cuando se le quería devolver a la residencia. Otros, un sabio que hablase con acertijos o, directamente, alguien capaz de leerle la mente a miles de kilómetros de distancia.
No solo perdí a mi marido aquella noche, también me perdí a mí misma”
Como hija de científico —su padre era el famoso físico y poeta Lewis Thomas—, Abigail no solo tomó nota de lo que sentía en aquel momento sino de todo lo que su esposo decía y hacía, de en qué consistía su nueva vida y de qué forma parecía estar funcionando su cerebro y cómo se relacionaba con el mundo. “Escribir me salvó. Fue como recorrer un camino. Iba en mi busca, pero también estaba tratando de entender en qué se había convertido nuestra vida. Qué era el mundo a partir de entonces para mí, y qué era para Rich”, dice. Lo que resultó es Una vida de tres perros, que en 2006 se convirtió en uno de los títulos más aclamados en EE UU y que ahora acaba de editar en español Errata Naturae. Un apasionante libro de memorias que es mucho más que eso: es el viaje de un ser humano al centro mismo de lo que significa ser humano, y a la forma redentora que adopta el duelo cuando lo que se echa de menos no ha desaparecido del todo, pero ya no existe.
El tiempo se detuvo
“El tiempo fue lo que cambió. Se detuvo”, recuerda. “Algo se detuvo el 24 de abril de 2000. Nuestros años en común [17] se terminaron, nuestro futuro en común cambió”, escribió. No podía sospechar entonces que la vida que iría apareciendo a medida que ese tiempo detenido pasase acabaría gustándole más que la anterior. Que acabaría amando a la persona en que se convirtió después del accidente, la persona que la soledad, sus tres perros —Harry, Rosie, Carolina—, sus amigos, su familia y la escritura recompusieron. Y que llegaría a no sentir culpa por querer a su marido tal y como era entonces. “Conseguí que cohabitase el deseo de que jamás hubiera ocurrido lo que ocurrió con el de lo mucho que llegó a gustarme mi vida después”, confiesa. Eso sí, nada habría sido posible sin esa casa en el campo.
Las memorias de Thomas urden una suerte de nature writing, o escritura de la naturaleza, alrededor de la tragedia, a la manera en que lo hicieron grandes del género como Sue Hubbell —a quien admira “muchísimo”—, Annie Dillard, o Joanna Pocock. “Sé que este libro no existiría si no me hubiese apartado de la ciudad. Es fundamental, en un momento así, disfrutar de la sola idea de existir. Recuerdo que podía pasarme tardes enteras solo viendo jugar a mis perros en el campo. Viendo cómo se ponía el sol. El mundo estaba ahí conmigo mientras yo pasaba por todo eso. En realidad no estaba sola”, recuerda. Después del accidente, una amiga le preguntó por qué había conservado a Harry, el perro tras el que Rogin corrió. “Me pareció una pregunta extrañísima. ¿Cómo iba a deshacerme de él si era mi único consuelo? ¡Él no tenía la culpa de nada!”, dice.
Este libro no existiría si no me hubiese apartado de la ciudad”
Le obsesionan las palabras. Lo que más hace es leer el diccionario y buscar sus orígenes. “Me fascina cómo han cambiado con el tiempo. Por ejemplo, la palabra ‘milagro’ quería decir, originalmente, ‘sonrisa’, y en cierto sentido, una sonrisa sigue siendo una especie de milagro, pero ahora la palabra es más amplia”, dice. En parte, su vida también es así. Empezó siendo algo que pareció terminarse una horrible noche cualquiera y acabó ampliándose tanto como pudo, de forma totalmente insospechada. “Hemos olvidado que somos animales, y que existen formas de comunicación con la naturaleza y los demás que no pasan por, precisamente, las palabras”, asegura, y se refiere a sus perros —tenía dos, Daphne y Dave, hasta que hace un par de días el segundo murió—, pero también a la forma de comunicación que acabó desarrollando con su marido, que falleció en 2007.
Estoy convencida de que el cerebro tiene formas de comunicarse que nada tienen que ver con el habla”
“Podría considerarse telepatía. Es algo fascinante, y no sé de qué forma podría llegar a estudiarse, pero estoy convencida de que el cerebro tiene formas de comunicarse que nada tienen que ver con el habla. Por momentos era como si nuestros cerebros estuvieran conectados. Sabía exactamente en qué estaba pensando hasta cuando hablábamos por teléfono, pero nunca lo decía de forma directa”, recuerda. El caso más espectacular está narrado en el libro. La escritora está de vacaciones en México con una amiga. Llama a su marido al centro en el que está internado y le pregunta qué tal el día. En ese momento ella está contemplando una pared de azulejos que le llama especialmente la atención. Y Rich contesta que han estado haciendo azulejos. “No era cierto, y yo lo sabía. Llamé al centro, nunca jamás ningún interno había hecho azulejos”, cuenta.
Thomas, a quien Stephen King considera “la Emily Dickinson de los escritores de libros de memorias”, cree que el misterio de esa forma de comunicación tiene que ver con “algún tipo de canal que abrimos cuando compartimos nuestra vida con alguien”. Un canal que hace que, con el tiempo, “ese alguien pueda leernos la mente sin darse cuenta”, añade. O tal vez es algo que ocurre cuando una zona del cerebro sufre un daño severo, que otra despierta. Tal vez el cerebelo, dice Thomas, “el cerebro más primitivo, acurrucado bajo las capas más evolucionadas, se comunique de otra manera”. Al fin y al cabo, se pregunta, ¿quién necesita palabras? “Mis perros me conocen mejor que yo misma”, se responde, en una de las páginas del libro, la mujer que empezó a escribir a los 47 años y que, desde entonces, no ha dejado de hacerlo.
Babelia
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