Juan Gallego Benot, el escritor que no reconoce las caras y percibe la ciudad como un laberinto
Después de publicar dos poemarios, el autor escribe sobre sus experiencias en Madrid, Sevilla o Londres, ciudades que, debido a su condición, le resultan esquivas y fantasmales
―Lo que yo tengo lo tiene Brad Pitt también ―dice el poeta Juan Gallego Benot en una cafetería madrileña.
Brad Pitt, el actor bello y talentoso que parece no envejecer, caía mal en las fiestas porque no reconocía a la gente a la que supuestamente conocía. Le acusaban de ser soberbio, altivo, de hacerse el longui con mucho desdén. Lo que le pasaba en realidad era que no reconocía los rostros que supuestamente conocía, debido a una condición cerebral, que afecta al lóbulo temporal, llamada prosopagnosia. Lo hizo público en 2022, para dejar de caer mal. No le creían.
A Gallego Benot (Sevilla, 26 años) le pasan cosas parecidas. Por ejemplo, es fácil que en un encuentro múltiple confunda el nombre de unas personas con el de otras. Los nombres y las caras no terminan de encajar. Pero lo más notorio es que se pierde con mucha facilidad por las ciudades, olvidándose de las calles y las plazas. “No tengo sentido de la orientación”, afirma. El entorno urbano es para él algo esquivo y fantasmal que nunca le acaba de resultar del todo familiar. Suele llegar tarde. O se presenta a la hora, pero en un lugar que no es el de la cita, sino otro. La ciudad se convierte en un laberinto en el que nunca sabe cuál es la calle siguiente, qué sigue a esa plaza, por dónde demonios continúa el camino: es como si cada noche un extraño demiurgo volviera a rehacerla. Volviera a poner las calles. No hay cura para la prosopagnosia, pero bendito Google Maps.
A veces busca en esa aplicación, en momentos tristes, los lugares donde sucedieron cosas importantes en su vida, para poder reconstruir la memoria, la propia vida. El parque donde paseaba con algún amor. La casa de la abuela. Pero le tomaban por despistado. “Este chico está atontado”. “Este chico está siempre en la Luna”. “A duras penas he logrado sobrevivir como un despistado inocente”, escribe. Luego se reveló el misterio: también sufría de prosopagnosia. La afección que hace que las imágenes no se fijen en la memoria con firmeza. Como Brad Pitt.
Ahora Gallego Benot publica La ciudad sin imágenes (La Caja Books), un libro basado en sus experiencias urbanas a bordo de sus paseos y su afección. No esperen un libro testimonio como los que sacan algunos personajes conocidos hablando de sus depresiones, brotes psicóticos o trastornos bipolares (que tienen notable interés y cosechan gran éxito), sino algo más literario: una colección de pequeños ensayos, o relatos, en los que el autor reflexiona sobre su condición, pero también sobre la poesía, la naturaleza, el urbanismo o el mundo rural, que transcurre en ciudades en las que ha vivido como su Sevilla natal; Londres, donde estudió Literatura Inglesa y Relaciones Internacionales en la Universidad de Reading; o Madrid, donde reside ahora. “Quien espere lo otro se va a llevar una decepción”, dice.
Por cierto, la prosopagnosia también protagoniza un célebre caso relatado por el neurólogo Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Anagrama). Efectivamente, el doctor P. tenía problemas para fijar imágenes. Y muy graves: confundía a su mujer con un sombrero, y trataba de ponérsela en la cabeza. El propio Sacks sufría esa afección.
En sus paseos, Gallego Benot recorre la National Gallery londinense (un refugio donde nada cambia y los siglos están donde se les espera) o reflexiona sobre el monumento al gran incendio de Londres, sucedido en 1666, donde, según cuenta, se ha matado más gente arrojándose desde sus alturas que en el propio incendio. Son partes en las que recuerda a la prosa del psicogeógrafo inglés Ian Sinclair. Luego relata sus pinitos en el piragüismo sevillano (“Empecé a prepararme para el apocalipsis”, escribe, mientras fantasea sobre una Híspalis inundada) o da cuenta de los fenómenos de la gentrificación y la turistificación en su pequeña calle del castigado centro de Madrid. Ahí, desde su ventana, se dedica a tratar de reconocer a sus vecinos, por prescripción médica. Al final, los más fáciles de reconocer son los clónicos turistas, siempre portando sus maletas trolley en pos del piso de AirBnB. “Con esos nunca me equivoco. Identificación instantánea”.
“La ciudad tiene una capacidad de reducirlo todo a cachitos, no como un paisaje rural que es un cuadro finalizado”, dice el autor. De esos cachitos trata de participar este libro, que define como un “maremágnum”. Respecto al campo, lo caracteriza como una invención, por ejemplo, de los poetas románticos ingleses, como una reacción a la llegada de la ciudad industrial. Pero no cabe romantizarlo. Hoy todo es urbano: “La explotación se da en todas partes”, dice, “pensar en el campo como algo ajeno a las lógicas de mercado es absurdo. El campo depende de las políticas agrarias europeas, de cómo funciona el mercado internacional de fertilizantes y químicos, de los conflictos internacionales, de políticas que se deciden en despachos en ciudades… El jarrillo tradicional es tan urbano como la vitrocerámica”.
Al final, después de tanto paseo y reflexión, la prosopagnosia se revela no tanto como una condición cerebral individual sino como una condición de la visión contemporánea. “Es una confusión que produce el mundo, que nos produce a todos, pero algunos no siempre tenemos las herramientas para aceptarla”, dice Gallego Benot.
Planificar para el desborde
Todos sus libros tienen que ver con la “planificación”, según explica. Su primer poemario, Oración en el huerto (Hiperión), galardonado con el Premio de Poesía Joven Tino Barriuso, “habla de crear un jardín en el que el amor es posible, de modo que más que con la planificación urbana habla de la planificación de jardines”, explica. El segundo, Las cañadas oscuras (Letraversal), sí que entra el terreno urbano: “Trata sobre el fallo de la planificación, en el urbanismo, sobre quién cae el peso de ese urbanismo, la etnia gitana u otras minorías segregadas y expulsadas de los planos”.
¿A qué tanto interés en la planificación? “Tengo una necesidad de planear, de sentirme cómodo en esos planos, pero soy incapaz de rellenarlos de vida, los veo opuestos a lo que luego causan”, explica. Esa tensión entre lo que el plano propone y en lo que se traduce finalmente en el mundo real la percibe también en la poesía. “Es esa tensión entre el control de la forma y la necesidad de que se desborde”, concluye.
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