La violencia de Caravaggio y la flema de Velázquez, frente a frente en la Galería de las Colecciones Reales
La ‘Salomé con la cabeza del Bautista’ del pintor italiano y el ‘Caballo blanco’ del español son las dos pinturas que concitan más interés en el nuevo museo madrileño
Quizá son las dos grandes pinturas de la Galería de las Colecciones Reales de Madrid. La Salomé con la cabeza del Bautista, de Caravaggio (1607), y el Caballo blanco, de Velázquez (1634-1638). Solo les separan unas tres décadas y escasos metros. Y una multitud de opiniones. Es una mañana de un viernes de verano en la Galería. El maestro del claroscuro parece que derriba a la pintura sin jinete —ganando las preferencias de la audiencia— del genio español. Pero antes de escuchar las voces de los visitantes, las de la historia.
La Salomé procede de la colección de García de Avellaneda y Haro, segundo conde de Castrillo, virrey de Nápoles entre 1653 y 1658. En el inventario del Archivo del Conde de Orgaz (Ávila), en enero de 1657, una entrada da cuenta de las “Halaxas que ay en la Guardarropa del conde de Castrillo mi Señor”: “Un cuadro de la degollación de San Juan con la mujer que recibe la cabeza del santo, el Berdugo y una vieja al lado de seis palmos [una medida napolitana] con un marco negro de peral de caravacho”. El asesinato de Juan el Bautista es bien conocido (Marcos 6:22-28). Fue encarcelado por criticar ante el pueblo el matrimonio del rey Herodes Antipas con Herodías, la mujer de su hermano. Ella buscó venganza a través de su hija, Salomé. En la fiesta de su cumpleaños bailó de una forma tan sensual que el rey accedió a darle lo que quisiera. Presionada por su madre, le pidió la cabeza del Bautista en una bandeja. Pese a sus reticencias, Herodes aceptó la ejecución.
Ni Caravaggio (1571-1610) ni su Salomé tuvieron una vida sencilla. En 1666 figura en el inventario del Real Alcázar de Madrid y se salva milagrosamente de su incendio la Nochebuena de 1734. De hecho, fue calificada de pintura “maltrecha”. El visitante podrá observar un punto rojo en el borde inferior de la esquina derecha. Significa que fue rescatada de las llamas y llevada al Palacio del Buen Retiro. Casi olvidada durante siglos, con una rotura en la parte superior de la cabeza del Bautista y pérdidas de pintura en el pecho y el rostro de Salomé, incluso se dudó (por su estado de conservación) de ser de mano del lombardo. Fue el gran historiador italiano Roberto Longhi (que ya la había atribuido al genio en 1929) quien en su histórica exposición Caravaggio y los caravaggistas, en el Museo de Milán de 1951, la dio a conocer (restaurada) a los expertos. Desde entonces la aceptación es completa. “No tengo ninguna duda sobre su autoría, para mí es uno de los cuadros más bellos del artista”, comenta Gianni Papi, una autoridad mundial en el pintor. Y a Nicola Spinosa, exdirector del museo napolitano Capodimonte, le parece “una obra definitiva de Caravaggio de su segunda estancia en Nápoles (1609-1610)”. Trasladada por Fernando VII (sin ningún interés por el arte) a la Casita del Príncipe en El Escorial, permanecerá allí hasta 1929 en la Sala del Barquillo. De ahí pasará al Palacio Real. Y en 2015 recuperará su marco negro de peral.
Sin embargo, hay algo extraño en la composición. Caravaggio acorrala las tres figuras (Salomé, una anciana y el verdugo) en el extremo del lienzo. Y deja un enorme espacio pintado con negros y verdes. Nunca lo volverá a hacer. Ni siquiera en la segunda versión (1605) de La Cena de Emaús (Pinacoteca de Brera, Milán), completada cuando se refugia en el Palazzo Colonna (antiguos protectores) en Zagarolo (cerca de la capital italiana), tras asesinar en Roma al proxeneta Ranuccio Tomassoni en un duelo, y no por una discusión en un partido de tenis como los relatos antiguos se han ocupado en tergiversar.
Debido al azar, 400 años después de que el lombardo huyera para salvar su vida de la guillotina, Juliana y Terry Gilheany, un matrimonio cercano a la setentena neoyorquino, observa la tela en la Galería de las Colecciones Reales. “Es mi favorita”, admite la mujer. “El contraste entre la belleza y la fealdad, la juventud y la vejez, y esa imagen de las dos cabezas saliendo del mismo cuello”. Su marido asiente. Ángel Durán, uno de cuyos antepasados fue el platero real con Alfonso XIII, y conoce la Salomé, incluso sin restaurar, admite: “Me impresiona”.
Un jinete borrado
Junto a la Salomé y un Ribera (San Francisco de Asís en la zarza), el enorme (330 x 264 cm) Caballo blanco de Velázquez (1634-1638). Es un modellino —el término italiano que se usaba cuando la obra, trabajada por el maestro, tenía todos los detalles— y lo pintó para que lo replicaran sus asistentes en el taller. Tanto que —según una monografía velazqueña encargada por el Museo del Prado— existe una réplica con variantes en el Metropolitan de Nueva York, que salió de España a fines del XVIII y luego perteneció a Lord Elgin (quien expolió a golpe de cincel los mármoles del Partenón de Grecia), así como diversas variaciones de taller en Múnich, Poznan, Londres, Lisboa y Madrid. Se trata de un alazán en idéntica posición al del retrato ecuestre que hizo del conde duque de Olivares al que probablemente alude el inventario de los bienes de Velázquez (1599-1660) y que el pintor (dada su flema) había previsto para una ocasión de emergencia. Alguien en el siglo XIX (cuando Isabel II adquiere el cuadro a José de Salamanca), o antes, tuvo la descabellada idea de que lo montara una mediocre imagen de Santiago a caballo. Fue borrada en 1957.
Estos días, Renata cumple ocho años. Mira al velázquez y al Juan de Austria a caballo (1648), de Ribera. Ha llegado de México. “Me quedo con el caballo, me gusta su color”, sentencia junto a sus padres y su hermano. Nadie intuye el arte como los niños. En una encuesta (nada científica) de varias horas, vence Caravaggio. Pero, quizá, por la tarde fuera derrotado. Mientras, es el primer día de María Ángeles como vigilante de sala. Queda atónita por el precio (si pudiera venderse) del cuadro.
—Unos 250 millones de euros—, afirma el periodista.
Se acerca a mirarlo otra vez.
—Sí es dinero, sí—, admite con asombro.
Desde luego, comparar el don de ambos lleva a un marco vacío. Carece de lógica. “Son dos grandísimos artistas”, observa Gianni Papi. “Pero sin duda, Caravaggio es actualmente el pintor más famoso y admirado del mundo. También puede ser su mito quien le haya llevado a esta posición. Sin embargo, su revolución se extendió rápidamente por Europa con una fuerza explosiva”. El primer lenguaje pictórico de Velázquez está en deuda con el lombardo. La mica del granito de la Galería brilla al igual que pintura en el asfixiante estío madrileño.
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