La joya libanesa de Niemeyer espera su inauguración desde hace medio siglo
La Unesco incluye el recinto ferial de Trípoli, casi acabado cuando estalló la guerra civil en el país, en la lista de Patrimonio Mundial en Peligro. La explanada, con algunos edificios deteriorados, es un tranquilo espacio de recreo
En los años sesenta del siglo pasado, un Oscar Niemeyer en pleno apogeo de popularidad tras diseñar la nueva capital de su país, Brasilia, recibió el encargo de imaginar un recinto ferial que simbolizase el acelerado proceso de modernización que atravesaba Líbano, apodado entonces la Suiza de Oriente Próximo. En 1962 comenzó a imaginar en la portuaria Trípoli ―segunda ciudad del país y su histórico pulmón económico― un espacio elíptico de 72 hectáreas con un elegante pabellón en forma de bumerán de 750 metros de largo para que los países instalasen sus espacios de exposición. Nunca llegaron a hacerlo.
En 1975, con la feria prácticamente terminada tras años de retrasos por presupuestos inflados y errores técnicos, Líbano entró en década y media de guerra civil. La explanada se convirtió en escenario de combates, uno de los muros en paredón de fusilamiento (aún se pueden ver las señales de balas), y soldados y milicianos saquearon el mobiliario y hasta baldosas. El paso del tiempo hizo el resto. Hoy, muchos lucen solo abandonados, como si siguiesen a la espera de la fiesta inaugural que nunca tuvieron, mientras que otros están claramente degradados. Una parte del techo del pabellón internacional se vino abajo en 2016. Ante esta situación en un país inmerso en una gravísima crisis económica y política, la Unesco incluyó el conjunto el pasado enero por el procedimiento de emergencia en las listas de Patrimonio Mundial y en la de Patrimonio Mundial en Peligro. Mientras, algunos vecinos de Trípoli usan el enorme recinto (fue concebido para albergar hasta dos millones de visitantes al año) para pasear al perro y hacerse selfis.
Como en otras obras de Niemeyer, se entra a través de una larga rampa que desvela poco a poco el conjunto. Son 15 edificios marcados por la simplicidad, las formas curvas y un cierto aire futurista. Iban a albergar una sala de espectáculos, un hotel, una plataforma para el aterrizaje de helicópteros, una bolera, un pabellón para que jugasen los niños... Al “teatro experimental”, concebido con un escenario rotatorio circular que permitiera albergar “todo tipo de espectáculos”, solo le faltaban los equipamientos cuando estalló la guerra. Hoy es un espacio oscuro y lleno de charcos del que cuelgan las barras de acero del hormigón armado. Como nunca se llegaron a añadir los paneles acústicos, cada paso genera un enorme eco. El Pabellón Libanés, que se refleja en una piscina, recuerda al Palacio de Itamaraty, la sede del Ministerio de Exteriores que diseñó en Brasilia.
“No quería repetir las típicas exposiciones internacionales de la época, con sus pabellones independientes y de arquitectura tan mala y estructuras que odio”, escribió Niemeyer en sus memorias, publicadas en 2005. “La arquitectura sería más simple y disciplinada”.
Las construcciones sobrevivieron primero a la guerra. Situado cerca del puerto y las principales arterias de transporte, se convirtió en campo de batalla. Fuerzas armadas y milicias usaron los edificios como barracones y una de las estructuras, para ocultar tanques. Fue, por ejemplo, una base importante del Ejército sirio en su repliegue hacia el norte de Líbano en 1982, cuando Israel invadió el sur del país y cercó Beirut. El espacio fue elegido en 1987 para la presentación de condolencias por el destacado político local que da nombre a la Feria: Rachid Karami. Ejerció ocho veces como primer ministro y fue asesinado con una bomba en su helicóptero durante la guerra civil.
También se ha salvado, gracias en parte a la movilización ciudadana, de planes como su demolición total para construir un parque temático “similar a un Disneyland de Oriente Próximo”; la construcción de un estadio para la Copa Asia de fútbol, de la que Líbano fue anfitrión en 2000; o su conversión en una feria permanente de productos chinos. En 2019, el Gobierno sacó una licitación para acomodar un centro tecnológico y de negocios sin desvirtuar el concepto del espacio. Un jurado internacional de arquitectos escogió una propuesta subterránea. Dos meses más tarde, la economía libanesa entró en lo que el Banco Mundial define como una de las tres mayores crisis económicas en el mundo desde mediados del siglo XIX. Trípoli se convirtió en el epicentro de la contestación ciudadana y el proyecto quedó paralizado.
La Unesco lo considera “una de las obras más representativas de la arquitectura moderna del siglo XX en los Estados árabes”, pese “al deterioro de la mayor parte de sus estructuras y el peligro a la integridad de varios de sus componentes por el envejecimiento del hormigón”. Los expertos del organismo de la ONU destacan su “escala, atrevidas soluciones estructurales, expresión arquitectónica y grandes jardines y espacios públicos modernistas”. También aquí Niemeyer trabajó mano a mano con el paisajista Roberto Burle Marx.
Tras la inscripción en las listas de patrimonio, el primer ministro libanés en funciones, Nagib Mikati, originario de Trípoli, manifestó su esperanza de que la obra reciba “a partir de ahora la atención internacional que merece”. El lugar ha visto dos intervenciones. Una, en 1997, sin consultar a Niemeyer, aunque estaba vivo. La Unesco lamenta más sin embargo una posterior: la conversión del prototipo de albergue en un hotel, borrando las huellas del diseño original. Cerró en 2018. El conjunto ha albergado entre tanto algunas exposiciones y, recientemente, un concierto de rock. La ciudad será en 2024 capital árabe de la cultura.
Wassim Naghi, el arquitecto, profesor universitario y expresidente de la Unión de Arquitectos Mediterráneos que presentó la candidatura junto con Jad Tabet, expresidente de la orden de ingenieros y arquitectos en Beirut, ve la inclusión en las listas de la Unesco como un “salvavidas”. “A veces el motivo del largo declive ha sido la política; otras, una política centralizada que ponía la atención en Beirut”, señala por teléfono antes de repasar los momentos desde el final de la guerra civil que han generado inestabilidad y espantado a potenciales inversores: el asesinato de Rafic Hariri en 2005, la guerra entre Israel y Hezbolá un año más tarde, el contagio (particularmente en Trípoli) de la guerra civil en la vecina Siria…
Naghi pone ahora sus esperanzas en los inversores extranjeros, principalmente de la diáspora libanesa. “Dada la necesidad humanitaria de asegurar la educación y la sanidad en Líbano, una inversión pública sería considerada un lujo innecesario”, admite. Subraya que todos los edificios, salvo los dos teatros (el experimental y el aire libre), pueden ser aprovechados “para el uso que sea”, siempre que se respete su ADN, e insiste en la importancia de que el conjunto reciba un uso “armonioso y coherente”, no una miríada de proyectos desconectados. Su modelo es darle la vida que hoy tiene el conjunto de edificios del parque Ibirapuera de São Paulo, diseñado por Niemeyer en los años cincuenta del siglo pasado.
La Unesco destaca dos valores del proyecto. Uno es su interculturalidad. No solo porque Niemeyer llevase a Oriente Próximo los conceptos que había desarrollado en su país natal, sino también por cómo trabajó con ingenieros y contratistas libaneses, y dejó huella en una nueva generación de arquitectos locales, como Joseph Philippe Karam o Maurice Hindieh. Igual que la creación desde cero de Brasilia buscaba mitigar el peso del sudeste (Río de Janeiro y São Paulo), la elección de Trípoli buscaba reequilibrar el auge de Beirut.
El otro, su papel de testimonio de los procesos de modernización que vivía entonces el mundo árabe, con Argelia recién independizada, Irak dando sus primeros pasos sin monarquía y Naser en pleno auge en Egipto tras la crisis del Canal de Suez. Tras décadas de sometimiento colonial europeo, la arquitectura les permitía transmitir visualmente su deseo de autoafirmación y de integración en el mundo. De la misma época son los recintos feriales de Bagdad o Damasco.
La feria de Trípoli forma, de hecho, una especie de dúo con la universidad de Constantine, en el noreste de Argelia, que Niemeyer diseñó entre 1969 y 1972, explica Rodrigo Queiroz, que ha estudiado la obra del artista y es profesor de Arquitectura de la Universidad de São Paulo (USP). “Se caracteriza por los grandes espacios abiertos. Es una arquitectura muy elemental. Una gran plaza pública, siguiendo su visión de arquitecto comunista de que había que liberar espacio para el pueblo, y un pabellón con una estructura leve, esbelta”, detalla Queiroz, que ha seguido de cerca los esfuerzos para restaurar el Rachid Karami.
Los años más activos de Niemeyer en el extranjero coinciden en buena medida con una de las etapas más oscuras de Brasil, la dictadura militar (1964-1985). Queiroz explica que el arquitecto —militante comunista— era para entonces un profesional reconocido fuera que había participado en el equipo internacional que diseñó la sede de Naciones Unidas en Nueva York. Atesoraba vasta experiencia y se había consagrado en su patria con Brasilia.
París fue su base durante aquella quincena de años. En Europa encontró calidad en la construcción y el diseño, la oportunidad de hacer obras con buena manufactura y presupuestos generosos, sostiene el profesor de la Universidad de São Paulo. Y lo que él aportó a sus colegas europeos fue la experiencia de cálculo de los ingenieros brasileños. Sus obras más conocidas de esta etapa son la sede del Partido Comunista Francés, en París, y la de la editorial italiana Mondadori, en Milán.
Babelia
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