Las vidas exageradas de Javier Corcobado
El nuevo libro del cantante es una trepidante autobiografía con interpolaciones literarias
Se requiere cierto valor para enfrentarse con La música prohibida (Liburuak), las memorias de Javier Pérez Corcobado, un tomo voluminoso y —como veremos— problemático. De principio, recalcar lo obvio: se trata de un manual práctico de supervivencia, una lectura provechosa para cualquiera que se dedique al arte.
En el mismo campo de la música abundan las figuras que han dejado de grabar: no obtienen la rentabilidad habitual. Corcobado edita discos regularmente desde 1985, sea en compañías fuertes (Gasa, PIAS) o en sellos de fugaz visibilidad. Vive del directo, lo que incluye giras regulares por México —su principal mercado— y bolos ocasionales en restaurantes o en el circuito literario. Frente a la bonita fantasía del artista-como-viajero, Corcobado lleva una vida itinerante por necesidad. En una buhardilla madrileña o en un cortijo del Cabo de Gata, nunca renuncia a su creatividad. Que conste que en los últimos años ha regularizado su vida y tiene base estable en Vizcaya.
Hay continuidad en su obra, que abarca desde la experimentación ruidista a boleros. Ponía en práctica su eclecticismo con las Sesiones Sorpresa, pinchando con Ana Díaz en la discoteca Morocco, donde yuxtaponían modernidades con cantantes melódicos (de Camilo Sesto para abajo), disco music añeja con folclorismos varios. No confundir con el actual vale-todo: cada selección parecía razonada, defendible por razones estéticas.
Corcobado no recorta sus ambiciones. Puede parecer disparatada una aventura como la Canción de amor de un día: un collage audiovisual de 100 piezas que duraría 24 horas, con aportaciones que iban de Andrés Calamaro a Esplendor Geométrico. El proyecto, patrocinado por la SGAE, sufrió cuando se produjo la defenestración de Teddy Bautista.
Conviene recalcar que Corcobado tiene enormes poderes de seducción y convence a cualquiera. En 1996 viaja en Talgo desde Madrid a Oviedo. Siente la necesidad de darse un pico, pero carece del instrumental necesario. Ningún problema: cuenta al revisor la milonga del diabético y al poco le traen unas jeringuillas (y gratis). Que conste que el autor ni censura sus desdichas con las drogas duras ni busca excusas, aparte de defender la fantasía urbana de que los poderes fácticos inundaron el país de heroína como estrategia de contención.
Tampoco crean que el protagonista es un corderito. Durante una etapa de vacas flacas, empleado como repartidor de regalos por su discográfica, Gasa, debe llevar “una enorme cazuela con langostas vivas” a Rafael Revert, capo de la radiofórmula. Cree ver allí un episodio de hipocresía y, vaya, añade un líquido calentito que cambiara el sabor de los crustáceos. Y cuela.
No estoy seguro de que La música prohibida sirva como accesible presentación al protagonista: con su minuciosidad, sus 800 páginas dan la sensación de que se reiteran demasiados episodios. No respeta la cronología y así nos enteramos de la muerte de José Luis Moreno Ruiz antes de que se nos explique la importancia del personaje, escritor y locutor de la Radio 3 nocturna.
Y luego hay caprichos desagradables: Corcobado se niega a utilizar números arábigos, así que —digamos— la obra cumbre de Orwell aquí se titula Mil novecientos ochenta y cuatro. También irrita la abundancia de términos médicos que solo revela que sabe manejar el vademécum farmacológico. Mejor quédense con la conmovedora crónica de la amorosa relación con sus padres.
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