Rusia entrega a Cantabria una copia digital de un valioso manuscrito medieval robado en 1835
El ‘Testamento del conde Gundesindo’ desapareció del monasterio burgalés de Oña por la Desamortización y terminó en la casa de un coleccionista ruso
En 1835, el monasterio de San Salvador de Oña (Burgos) fue pasto de la Desamortización española. Sus monjes benedictinos, expulsados; la magnífica construcción gótica fundada por el conde de Castilla Sancho García en 1011, abandonada; y su espectacular biblioteca medieval, completamente expoliada. Manuscritos, legajos, libros, incunables partieron así hacia cualquier parte del mundo, donde los coleccionistas los atesoraron. Ese fue el caso del llamado Testamento del conde Gundesindo o Pergamino de Fístoles, un documento con letra visigótica del siglo XI, que terminó en los anaqueles del Archivo del Instituto de Historia de San Petersburgo (Rusia). Hoy, gracias a los investigadores Máximo Gutiérrez e Iván Gastañaga, una copia digitalizada en 3D se guardará en el Archivo Histórico de Cantabria. En ella se describe una parte de la historia alto medieval del norte de Burgos y Cantabria, un relato del que hasta ahora solo se tenía constancia por copias o transcripciones más o menos erróneas.
El poder de los monasterios en el siglo XI era inmenso. Los textos legales que acaparaban registraban la propiedad de iglesias, campos o poblaciones enteras. Está documentado que un error en la redacción de cualquier documento, intencionado o no, podía cambiar los derechos sobre un bien o sobre un legado. Por ello, en el testamento ducal se incluyeron las copias originales de otros tres testamentos de los años 811, 816 y 820 que certificaban propiedades y derecho de la familia del duque. Estas se perdieron, pero no así el pergamino, que se guardó en el cenobio castellano. Máximo Gutiérrez lo explica: “El testamento tiene gran importancia para la paleografía y para entender la Edad Media española. A partir de su desaparición en 1835, solo se podían consultar ya algunas transcripciones, muchas de ellas con errores o morcillas [comentarios personales] de sus redactores”.
Entre 1835 y 1866, año de creación del Archivo Histórico Nacional, el patrimonio español sufrió su segundo gran expolio, tras la Guerra de la Independencia. Miles de legajos de valor incalculable fueron destruidos, salieron del país o ingresaron en colecciones particulares. Entre ellos, el citado testamento, que afortunadamente sufrió mejor suerte que una Biblia del siglo IX, también perteneciente al monasterio burgalés, cuyas páginas fueron quemadas por un escribano de Oña para “asar chorizos”.
Los centenarios documentos, tras el abandono de los monasterios e iglesias españoles por sucesivas desamortizaciones, fueron comprados principalmente por marchantes franceses y alemanes, que, a su vez, los revendieron a los grandes coleccionistas europeos y norteamericanos. Y así ocurrió en el caso del Testamento, que pasó a manos de un bibliógrafo ruso llamado Nicolai Petrovich Lijachiev, que lo había adquirido en uno de sus habituales viajes estivales por Europa. No se volvió a saber nada de él.
No fue hasta 1982 cuando el catedrático de Historia Medieval Emilio Sáez lo encontró en el archivo del Instituto de Historia de San Petersburgo, gracias a los contactos que mantenía con académicos del Este. Sáez descubrió que la institución rusa contaba con “un fondo español de documentación” del que no había constancia en España, con textos que comenzaban en el siglo XI y terminaban en el XIX: de piezas procedentes del Archivo Municipal de Salamanca a manuscritos de Fernando IV, de Alfonso XI o cartas autógrafas de diversas reinas. En total, 463 documentos. El catedrático transcribió algunos de ellos, incluido el que consideró el más importante, la herencia del conde, ya que las autoridades soviéticas no le permitieron realizar una copia.
En 1988, el medievalista falleció en un accidente de tráfico, por lo que fue su hijo Carlos el que terminó y editó un libro con todo lo que el investigador había logrado recopilar de los documentos que se guardaban en la entonces URSS. Por eso, Gutiérrez y Gastañaga, dado que la tecnología había avanzado notablemente en las últimas décadas, decidieron retomar los trabajos de Sáez. Hace un año, tras unas complicadas negociaciones, lograron que las autoridades rusas realizaran una copia del texto, que hoy miércoles ha sido entregado oficialmente al archivo cántabro. “Es de un valor simbólico enorme”, relata Gutiérrez, “porque nos recuerda que no fuimos capaces de defender nuestro patrimonio. Pero tiene también su parte positiva, porque gracias a personas que sí lo valoraron aún persiste, aunque sea en un país extranjero”.
Lijachiev, finalmente, creó en su casa su propio museo con todo aquello que iba comprando a finales del XIX en las principales capitales europeas. Llegada la Revolución de Octubre, su preciada biblioteca fue nacionalizada y, aunque le nombraron director de ella, en los años 30 fue depurado y enviado a Siberia. Murió en 1936 y, hoy en día, es una referencia en el mundo académico.
“De toda la fabulosa biblioteca de Oña, se ha salvado la mínima parte. Incluso el Libro de la Regla, que sí entró en el Archivo Histórico Nacional, aunque se perdió en 1936 durante la Guerra Civil, según Sáez”, recuerda Gutiérrez. “El segundo tercio del siglo XIX fue una época desgarradora para el patrimonio nacional. Comenzó la tradición del expolio, donde había mucha y muy importante gente implicada. Personas poderosas del momento que no veían ningún problema en que saliese todo lo que fuera del país con tal de hacer un buen negocio”, remata el investigador.
Emilio Sáez (1917-1988, Caravaca de la Cruz, Murcia), cuyo perfil recoge la Real Academia de la Historia en el listado de personajes importantes, consiguió el reconocimiento nacional e internacional y participó en multitud de congresos y reuniones científicas de todo el mundo. Hoy, la Casa de Cultura de Caravaca lleva su nombre en homenaje. Del que robó el libro de valor incalculable de un monasterio de Burgos, nadie se acuerda.
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