El periodista más odiado
Ningún cronista despertó tanto antagonismo entre la crítica rock como Albert Goldman
Adoro las intersecciones, los cruces entre territorios o personas que nada tienen que ver pero que convergen. O no necesariamente. Entrevista en el hotel Palace de Madrid con Al Stewart: el autor del Año del gato tiene pasión por la historia europea del siglo XX y, de repente, me pide que le organice un encuentro con Ramón Serrano Suñer. Algo fuera de mis posibilidades, aparte de que El cuñadísimo ya había blanqueado su participación en la Segunda Guerra Mundial. Replica Stewart: “Pero seguía reuniéndose con Oswald Mosley, el líder de los fascistas británicos”.
El mismo asombro cuando, leyendo la ciclópea biografía de Blake Bailey (Debate) sobre el novelista Philip Roth, salta el nombre de Albert Goldman. Para situarnos: socialmente, Roth solo se preocupaba por su puesto en la frondosa literatura judía en Estados Unidos y nunca evidenció un interés por la cultura pop. Y aquí descubro su amistad con Goldman, que le introdujo en conciertos —y backstages— de Janis Joplin, Jimi Hendrix, B. B. King…
Goldman era entonces un exuberante zascandil, un hipster del mundo académico que ejercía de freelancer contracultural para grandes medios; lo hacía bien, como demuestra su antología Freakshow (1971). En los setenta, aunque seguía facturando textos coyunturales, decidió reconvertirse en biógrafo, con libros voluminosos que rompían la imagen pública de los biografiados. Empezó con el iconoclasta Lenny Bruce. Los que trataron al cómico no le reconocieron en el retrato de Goldman, pero estamos hablando de un personaje escurridizo, apto para ser manipulado a voluntad (vean su edulcorada reencarnación en la serie La maravillosa señora Maisel).
Así que su Ladies and gentlemen, Lenny Bruce!! (1974) coló como retrato heterodoxo. Sin embargo, las cañas se volvieron lanzas cuando publicó Elvis (1981). Ya había refinado su modus operandi: investigaba exhaustivamente y recompensaba a los que le traían intimidades, en especial de carácter sexual. Profundizó en las revelaciones aportadas por la llamada Memphis mafia, el séquito de amigos y empleados que protegía al cantante. Los problemas financieros de los herederos —Elvis estaba cerca de la insolvencia cuando murió— también proporcionaron detalles escabrosos.
Cuando salió el libro, en 1981, Elvis era lo más parecido a un santo que tenía Estados Unidos. Sus devotos entraban en librerías y, subrepticiamente, mutilaban el tomo de Goldman. Más seriamente, prácticamente toda la crítica del rock denunció el esnobismo de Goldman, un intelectual norteño incapaz de empatizar con la cosmovisión de los blancos pobres sureños.
Herido por lo que consideraba antisemitismo, Goldman se comprometió a ser menos polémico con su siguiente biografía. Mentía: eligió a John Lennon, que ya había destapado sus mil incongruencias en entrevistas y canciones. Su solución: añadir especulaciones, atribuyéndole (hipotéticos) homicidios en Hamburgo, una interesada relación homosexual con su mánager, el uso continuado de heroína, diversas maldades contra McCartney, etc. Las muchas vidas de John Lennon (1988) podría tener sentido como correctivo al mito yokoniano del mártir impoluto, pero Goldman se pasó de frenada.
El siguiente damnificado iba a ser Jim Morrison. Con las pesquisas ya iniciadas, Goldman murió víctima de un infarto, mientras volaba de Miami a Londres. Cuando se supo la noticia, me contaría Cynthia Powell, primera esposa de John Lennon, ella y otros muchos brindaron con champán.
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