Manual de lecturas para los niños más rebeldes
Decenas de libros infantiles y juveniles abanderan transgresión, gamberrismo e ironía despiadada, en la estela de Roald Dahl y frente a las alarmas sobre la presunta dictadura de lo políticamente correcto
Al fin ha nacido Humberto. ¡Qué emoción! Aunque lo primero que sus padres sienten es más bien asombro. ¿No se supone que debería ser minúsculo? ¿De dónde salió ese bebé colosal? Cuando la mamá se lo pone encima, casi acaba aplastada. Para llevarle a casa, hace falta una grúa. Y la criatura no se sacia ni comiendo latas enteras. De ahí que pase a devorar a la gata e incluso a su propia progenitora. Salvaje. Y, sin embargo, hay más: en El gran libro de los niños malos, de David Walliams (Montena), las chiquillas torturan animales o desafinan malamente y un joven mimado desaparece para siempre dentro de la tarta que exigió por su cumpleaños. El relato finaliza así: “No seas glotón. Eso podría acabar ahogándote”.
En realidad, esas páginas encierran más lecciones. También, y sobre todo, para los adultos. Porque las obras de Walliams llevan años vendiendo millones de ejemplares con abuelas gánsteres y protagonistas malolientes. Es decir, con rebeldía, gamberrismo y humor. Todo para lectores de ocho o nueve años en adelante. No se trata de educar, sino de crear y fascinar, sin miedo ni ataduras. Igual que La venganza de Oinc, de Tosca Menten (Takatuka), que amenaza desde la propia portada con convertir a un cerdito en un montón de salchichas. O Cartas escritas con plumas y pelos, de Philippe Lechermeier y Delphine Perret (Pípala), donde un caracol se obsesiona con una babosa top model y el cerdito de Indias pide en una indignada misiva que le cambien de nombre.
La lista se antoja mucho más larga: millonarios que animan a no tener escrúpulos (Curso intensivo para hacerse rico, de Roberto Aliaga y Miguel Ángel Diez, en Edebé), monstruos engullidos por el váter (Las aventuras del Capitán Calzoncillos, de Dav Pilkey, en SM), reflexiones decapitadas (En qué piensa una cabeza cortada, de Juan Carlos Quezadas y Carla Besora, en A buen paso) o una muchacha que contagia a todo Buckingham sus malos modales en el cómic La cena con la reina, de Rutu Modan (Fulgencio Pimentel). Tanto como para generar una duda: la presunta dictadura moralizadora debe de andar muy distraída. Tal vez su yugo no sea para tanto. O, cuando menos, aunque se retocan las novelas de Roald Dahl para evitar cualquier potencial ofensa o se denuncia lo “esterilizada” que está la mayoría de literatura infantil y juvenil, la resistencia entre los autores es igual de poderosa.
“Es cierto que estamos en un momento de bastante corrección política, en los libros para niños igual que para adultos. No solo por puritanismo, sino porque se mira la cuenta de beneficios. Pero eso no significa que haya una censura que nos impida trabajar”, asevera Ana Campoy. Como indicio, su exitosa Pepa Guindilla (Nórdica) introduce a la protagonista lanzando escupitajos. “Hay mayores precauciones en algunos editores infantiles y juveniles. Pero nunca me he encontrado con ninguno que me dijera: ‘No pongas eso’. Y voy muy muy al límite. Me parece atractivo forzar la máquina”, confiesa el autor Diego Arboleda.
De ahí que Arboleda concibiera una abuela que abandonó a su familia para marcharse con un grupo de artistas en Papeles arrugados o una chica gafe y una galería de peculiares personajes en Prohibido leer a Lewis Carroll (ambos en Anaya), que suma 12 ediciones y le llevó hasta de gira por China. El autor de Alicia en el país de las maravillas inspira, por cierto, otro libro provocador para pequeños: La esposa del conejo blanco, de Gilles Bachelet (Pípala), que explora las consecuencias familiares de que el célebre animal siempre llegue tarde a todos lados.
Aunque Arboleda confiesa que es otro el mito que más le marcó: Roald Dahl. A Walliams directamente le han comparado con él. Y, más en general, la estela del genio británico se intuye en varios de los autores más díscolos. Ahí está la ironía como pilar fundamental; personajes aparentemente débiles que acaban revelando su fuerza; presuntos defectos que se vuelven virtudes; momentos desagradables, ya sea por escatológicos u horripilantes; ritmo endiablado; a nivel gráfico, ilustraciones y una maquetación que también persigue la libertad; y, de fondo, asuntos tan complejos como la muerte o la decepción, que se digieren mejor con una sonrisa. “El mensaje más transgresor que se puede ofrecer es el derecho a la conversación literaria sin corsés, ni advertencias. Dar la posibilidad de que surjan las preguntas de los lugares más inesperados, abrir charlas, entender al libro como objeto, como artefacto estético que procura la belleza”, reflexiona Freddy Gonçalves da Silva, divulgador, escritor y crítico de literatura infantil y juvenil.
Sin embargo, el listón de Dahl puede resultar a la vez dañino: tres profesores universitarios expertos en la materia preguntados por este diario se mostraron escépticos ante la posibilidad de que alguien alcance la calidad literaria o la forma de narrar el mundo del maestro. Y cuesta medirse también con iconos fallecidos como Astrid Lindgren, mamá de Pippi Calzaslargas (Kókinos); Sid Fleischman, autor de La maravillosa granja de McBroom (Blackie Books), o el abrumador triunfo de El pirata Garrapata (SM), de Juan Muñoz Martín.
Dahl, en todo caso, dejó otra referencia que muchos comparten: solía decir que únicamente le importaba la opinión de los niños, con los que tenía montada “una conspiración” frente a los adultos. Otro de sus discípulos, Roddy Doyle, lo tradujo de forma muy gráfica en El método Chof (Blackie Books): ese temido castigo es lo que les espera a los mayores que se porten mal.
“Los pequeños son un público mucho más sofisticado de lo que algunos creen. No me gusta la condescendencia que a veces se usa con ellos o que se les dé cualquier basura vieja para leer. Por supuesto que espero que padres, maestros o libreros también aprecien mis obras. Pero estoy ante todo al servicio de mis lectores”, tercia Nadia Shireen, escritora del enloquecido Bienvenidos a Grimwood (Blackie Books), donde hay gritos, delirios, enfados, surrealismo, un animal pierde literalmente la cabeza y otro roe un cable eléctrico. La autora reivindica así la importancia de entender y tomarse en serio a su audiencia.
Tanto Arboleda como Campoy siguen leyendo obras para los más pequeños y participan en muchos encuentros con ellos, para preguntar y escuchar. Ahí, el primero se llevó una sorpresa que aún recuerda: no todos los días se habla con niños de seis años “de un scriptorium medieval”. Y eso que estuvo a punto de quitar tan elevada referencia en una de sus novelas, por temores de subir demasiado el nivel. “Todos llevamos dentro un mal educador”, afirma. “En la selección, el adultocentrismo es uno de los problemas”, agrega Gonçalves da Silva. O, dicho de otra forma, que nadie subestime ni sobreproteja a los más pequeños. Entre otras cosas, porque se muestran como jueces implacables. “Son los lectores más agradecidos y estrictos. Si les fallo, no tardan nada en cerrar el libro”, agrega Arboleda.
Lo cual no significa que necesariamente puedan con todo. Hace un mes, el cineasta Quentin Tarantino afirmó en una conferencia en Barcelona que Bambi traumatizó su infancia y “ha jodido a los niños durante décadas”. Pero Campoy y Gonçalves sugieren que quizás también contribuyó a formar al director que es hoy. Lo cierto es que las corrientes más recientes invitan a hablar de cualquier tema espinoso con los niños, del cáncer al acoso, incluso a partir de los primeros álbumes infantiles. La cuestión clave, dicen, es otra: la manera en que se hace. En Pequeño Vampir, de Joann Sfar (Fulgencio Pimentel), la ausencia familiar se vuelve chiste en la conversación entre el protagonista y un pequeño huérfano humano.
—Perdí a mis papás.
—¿Y dónde los dejaste?
—Ja, ja. Qué gracioso eres. Quiero decir que están muertos.
—Anda, como yo entonces.
“No hay fronteras en las situaciones. La cuestión es cómo tratarlas”, apunta Arboleda. “Tengo esos dilemas, pero creo firmemente que los lectores jóvenes conocen sus propios límites y saben autorregularlos”, agrega Shireen. Y pone el ejemplo de su primer libro, El buen lobito (Cubilete): el protagonista termina comido, aunque no se ve explícitamente. La autora cuenta que algunos lectores lo entendieron inmediatamente y se rieron; otros no se dieron cuenta, tal vez porque no podían concebir algo así. “Solo afectó al puñado de niños a los que algún adulto se lo quiso señalar igualmente, pese a que no estaban listos para verlo”, apunta.
“Los niños agradecen muchísimo que les hables de la realidad. Lo importante es dotarles de herramientas para entender el mundo, lo cual también ayuda a detectar a los enemigos”, sostiene Campoy. No sorprende, pues, que la misma respuesta se repita ante una pregunta: ¿debe la literatura infantil y juvenil ser pedagógica? “Rotundamente no” es la respuesta unánime. Es más: hasta puede dedicarse a lo contrario. A Gonçalves da Silva le preocupa más bien que sea “facilonga, panfletaria e inerte”. Y Campoy se muestra firme: “Los libros deben ser disfrute y, tal vez, ayudar a desarrollar el pensamiento crítico. Pero la que educa es la sociedad”. No por nada la promoción de Bienvenidos a Grimwood utiliza como gancho positivo el adjetivo “anárquico”. Aunque Shireen señala: “Me gusta la transgresión, pero debe ir de la mano de personajes fuertes, una buena trama y empuje emocional. Por sí sola, resultaría hueca y hasta arrogante”.
Pasan los siglos, pues, y la moraleja final se mantiene: la principal ―¿única?— obligación de la literatura es ser buena. Y mirar a la historia sirve también para otros aprendizajes. En un artículo de The New Yorker sobre la actriz Emma Thompson, Ana Campoy descubrió que el padre, Eric, presentó en los sesenta y setenta el programa radiofónico diario The Magic Roundabout, donde hablaba a los niños como adultos. La receta arrasó, pero, por supuesto, también recibía cartas enfurecidas de algunas familias. Y Arboleda rememora el éxito hace dos décadas de un libro que denunciaba un problema que parece exclusivo de ahora: el paródico Cuentos infantiles políticamente correctos, de James Finn Garner (Circe). “Existen editores que se suben a la ola de las tendencias; y autores que llevan al catálogo temas que es importante visibilizar pero sobre los que, muchas veces, se escribe solo para vender o invitar a la reflexión. A nivel editorial hay una manera estandarizada de ver el mundo y un catálogo de emociones desbordado. Pero también hay una altísima tasa de producción en España, que lleva a que existan demasiados libros innecesarios”, enumera Gonçalves da Silva.
Resulta que cada época tiene sus contrastes. Sus dudas. Sus libros más inocuos y los más rebeldes. Y el lector siempre puede elegir. Como reflexionaba un editor en una serie de mensajes informales: “Se plantea mucho si se editarían hoy libros del estilo de Roald Dahl. Y creo sinceramente que sí. La pregunta de difícil resolución es otra: ¿se venderían?”. Que cada hogar decida su respuesta.
Consejos distintos
El escritor, divulgador y crítico de literatura infantil y juvenil Freddy Gonçalves Da Silva elige sus libros rebeldes: "El humor de Jon Klassen me parece soberbio. Desde la simpleza, logra construir narrativas poderosas con los lectores. Pienso muy velozmente en Shinsuke Yoshitake, Kitty Crowther, Amy Timberlake, Manuel Marsol, Iban Barrenetxea, los libros de filosofía de las Wonder Ponder. Y creo que es porque transgreden la manera de ver el mundo actual a nivel editorial. Se me escapan nombres, así como también creo que la transgresión no solo parte del humor, y en ese sentido se me quedan más nombres en el tintero". Entre otras obras recomendadas por algunas fuentes de este reportaje también se encuentran Mi abuela, la loca, de José Ignacio Valenzuela y Patricio Betteo (BiraBiro); la serie de Eddie Dikens de Philip Ardagh; El amuleto de Samarcanda, de Jonathan Stroud (ambos en Montena y destacalogados), o muchas de las creaciones de El Hematocrítico.
Babelia
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