María Sonia Cristoff, la escritora patagónica contra el mito del progreso y la dominación por el trabajo
En ‘Derroche’, la argentina traza una “novela híbrida” donde enhebra una trama de ficción en géneros propios de la no ficción: cartas, mensajes digitales, canciones anarquistas o fragmentos de ensayo
“Bueno, está toda esa parte que da al mar, al Atlántico. O sea, yo nací ahí, frente al Atlántico, donde están las ballenas. Y luego hay unas mesetas impresionantes, estepa pura y dura, no hay nada, nada, pero qué cielo. Y después está la montaña, y después otra vez el mar”, dice la escritora argentina María Sonia Cristoff (Trelew, 57 años). Habla de la Patagonia, donde nació, un lugar exótico y misterioso visto desde España, pero, según cuenta, también desde otros lugares de Argentina, como Buenos Aires, adonde se escapó a los 17 años y donde estudió Letras. A 1.500 kilómetros de distancia.
Sobre la Patagonia escribió el libro Falsa calma (Alpha Decay), una crónica muy personal sobre los “pueblos fantasma” que dejó la “feroz” privatización salvaje del petróleo en los años noventa. “La gente se quedó ahí, enganchada como en un loop”, dice. Lugares aislados, algo fantasmagóricos, algo así como la Argentina vacía (o vaciada). Eso sí, un lugar rico para la imaginación, que ofrece una sensación de extrañamiento muy favorable a la literatura. “Nacer allí te genera la necesidad de grandes espacios”, dice la escritora, “nunca naturalizas esa sucesión de cemento de las ciudades”.
Pero Cristoff no ha cruzado ese Atlántico familiar y venido a España a hablar de aquello, sino de esto: su nueva novela, Derroche (Random House), que trata de otras cosas. El mito del progreso, la maldición del trabajo, la raigambre anarquista argentina. El planteamiento es el siguiente: tras morir, la ácrata Vita deja una carta a su sobrina nieta donde le plantea un enigma a resolver para cobrar una suculenta herencia escondida en su jardín en La Pampa.
Por el camino, Lucrecia, la heredera, ferviente profesional urbanita, atrapada por el ajetreo y la cultura del esfuerzo, se irá deshaciendo de esos lastres (recuerda a la Gran Renuncia estadounidense, pero esta ocurrió después de la escritura) para imaginar utopías donde la vida sea buena y la gente no sea presa de lo que llama “extractivismo vital”. Esa forma salvaje en la que el trabajo invade todas las facetas de la vida y ni siquiera genera bienestar. “Denuncio confabulación para convertir trabajos en infiernos insostenibles”, escribe Lucrecia en su telegrama de renuncia.
Novela híbrida y otros experimentos
La forma es aquí importante. En su novela, por llamarla de alguna manera, se hibridan multitud de géneros, muchos de ellos provenientes de la no ficción: lo epistolar, el cancionero anarquista, el microrrelato, fragmentos de ensayo o los agobiantes mensajes digitales a través de los cuales el trabajo reclama a Lucrecia. “Parto de una base ficcional y voy a la no ficción, generando una especie de ficción documental”, dice la autora. La sensación en la lectura es extraña, porque si bien las premisas están claras y conocemos bien el puerto desde el que partimos, las aguas transitadas cada vez se van volviendo más inciertas, y se va perdiendo pie en la trama, como si la historia se fuera deshilachando en muchas otras historias. Así hasta llegar a momentos surreales como el de un jabalí estrella del rock (la banda se llama Más Chancho Serás Vos), que habla y piensa, y cuyas reflexiones utópicas, muy sensatas y letradas, cierran el libro.
“La verdad es que me pasé un montón de tiempo peleándome con la etiqueta de este texto”, confiesa Cristoff. Nombra al escritor argentino Juan José Saer, que propuso llamar novela a todo lo que pasó entre El Quijote y Bouvard y Pécuchet, de Gustav Flaubert. Después, habría que hablar de otra cosa. “Aunque lo cierto es que el propio Saer acabó llamando a todos sus experimentos novelas”, recuerda la autora. Aquí, lo mismo. En una parte de la “novela”, Cristoff llega a transformar la esencia de sesudos ensayos de Silvia Federici, Joan Subirats, Paul Lafargue o Friedrich Nietzsche en letras de canciones de rock.
El trabajo, que muchas veces se escamotea en la literatura, como si los personajes vivieran del aire, es un vector de importancia en la obra de Cristoff. “Creo que es algo que digita la vida de las personas, y creo que la relación de las mujeres con el trabajo no está del todo naturalizada. Además, está todo ese trabajo fantasma, no reconocido, que hacen las mujeres”, dice la argentina. Los personajes femeninos han vertebrado la obra de Cristoff, personajes que, muchas veces, se plantan contra el sistema, quizás no de un modo heroico, pero sí a través de una rebelión íntima. “El trabajo tiene algo extraordinario que es la emancipación de la mujer, pero al mismo tiempo la dominación espantosa, la derrota total”, dice la autora, “hoy en día hay discusiones interesantes sobre las políticas del trabajo. Por ejemplo, la idea de que haya más trabajo para más personas y que cada uno trabaje menos. Y cortar esa rueda desesperante de consumo que acaba favoreciendo solo a unos pocos”.
De ahí al anarquismo. En su novela Inclúyame afuera (El Peregrino), Cristoff construye un personaje que es intérprete simultánea en las Naciones y Unidas y, harta de andar por el mundo hablando por otros, busca un trabajo como guarda de sala en un museo, una labor contemplativa. Termina realizando un sabotaje, en un lugar cercano a una antigua colonia anarquista. Eso lleva a la autora a transitar las aguas de lo libertario. “Empecé a leer la prensa clásica anarquista que es extraordinaria, tremendamente vehemente, me alucina. En cambio, el teatro, contra todo pronóstico, es tremendamente aburrido y muy convencional. La prensa es la mejor literatura anarquista, un verdadero festín”, dice Cristoff. Se centró en medios escritos por firmas femeninas: La voz de la mujer, publicado entre el XIX y el XX en Buenos Aires y Rosario, y otros basados en lugares como Necochea o La Pampa. De estos textos sacó el tono de Vita. También transitó el anarquismo contemporáneo del antropólogo David Graeber, que acerca estas ideas a nuestra realidad: recientemente se publicó su obra póstuma junto con David Wengrow, El amanecer de todo (Ariel), donde se da una nueva visión heterodoxa de la historia de la civilización.
La utopía necesaria
“El personaje de Lucrecia hace todo lo que hay que hacer para que le vaya bien en la vida, según el canon del progreso burgués, y se añade algo bastante siniestro que tiene que ver con la vida urbana e intelectual que es el esnobismo”, dice la autora. Es decir, todas esas actividades socioculturales que algunos hacen para mantenerse en la pomada, y que supone casi otra forma de trabajo y de competición social en el tiempo de ocio. Acaba imaginando utopías. “Hay un montón de utopías anarquistas y de otro cuño, quería trabajar sobre qué sería hoy una utopía, traer eso al siglo XXI, tan de distopías”, asegura la autora. En algunas utopías anarquistas (por ejemplo, en la de la ciudad anarquista americana, de Pierre Quiroule, que se trata en Derroche), y en el anarquismo en general, ya estaban muchas de las ideas que ahora centran buena parte del discurso político: no solo el asunto del trabajo y la redistribución de la riqueza, sino el feminismo, el ecologismo, el vegetarianismo, los cuidados, el cuestionamiento de las relaciones de poder en la familia burguesa.
Es cierto que vivimos rodeados de productos culturales que nos muestran distopías completamente verosímiles que, además, no suceden dentro de dos siglos, sino mañana o pasado mañana. ¿Son creencias fundadas de corte milenarista? ¿Necesitamos utopías? “Supongo que ambas cosas: alguien de Madrid me contaba que con las olas de calor, no solo sentía calor, sino que estaba viviendo el final de algo, era un calor de final”, responde Cristoff. “En eso estamos. Por eso quizás sean necesario recuperar las utopías”.
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