Mentiras bonitas
Algunas ficciones sobre el rock tropiezan con un inconveniente: la realidad suele ser infinitamente más rica
Fue una jugada inteligente la de Taylor Jenkins Reid: basó los dramas de los personajes de su novela, Todos quieren a Daisy (2019), en la turbulenta intrahistoria de Fleetwood Mac, con sus luchas de poder, infidelidades amorosas y éxito abrumador. De fondo está el idílico enclave hippy de Laurel Canyon, en las colinas de Hollywood.
En la recién estrenada serie Daisy Jones & the Six (Prime Video) los retoques se acumulan. Así, la fuga de Daisy ahora termina en una isla griega, un eco de la famosa escapada de Joni Mitchell en 1970. Cierto que, más que los pegotes de anecdotario histórico, lo que molesta en la versión audiovisual son las concesiones a, vamos a decirlo así, la piadosa sensibilidad actual. Se altera la etnicidad y la sexualidad de varios personajes. Lo cual, ojo, no siempre resulta malo: se agradece la trama secundaria en la que Simone Jackson, la improbable amiga negra de Daisy, se sumerge en el ambiente gay de Nueva York y resucita con la disco music.
Se agradece ya que la serie está demasiado hinchada y contiene capítulos con giros de telenovela que, zzzzzz, hunden la tensión: hay detrás un presupuesto monstruoso que requería, decidieron los señores de Amazon, 10 entregas. También se nota la inversión en el mimo con que han materializado las canciones originales de Daisy Jones & The Six, que incluso están funcionando comercialmente en el actual mercado, para deleite de Jackson Browne, Marcus Munford y demás productores. Esa escrupulosidad choca con los caprichos de los showrunners, que caen en tópicos sonrojantes, donde confunden las décadas: a mediados de los setenta ya no se grababa con los músicos tocando y cantando, todos a la vez, en el estudio; igualmente, un grupo de éxito no era recibido por multitudes con pancartas cuando llegaban a un hotel (hey, el público del rock californiano era demasiado cool para imitar la beatlemanía de 10 años atrás). Vemos poco del business, aunque es un acierto el papel de Timothy Olyphant como imperturbable road manager.
Todo lo contrario de una minuciosa novela recién publicada en España, Reyes vagabundos (Impedimenta). Joseph O’Connor evoca la textura áspera del despegue de un grupo en la Inglaterra de Thatcher, The Ships in the Night; Los Barcos luego se instalan en la asalvajada zona baja de Manhattan, donde inician su ascensión al estrellato. Aquí está todo: el aprendizaje, las miserias del negocio, los encuentros con sus ídolos (Patti Smith, Elvis Costello y —fugazmente— Bob Dylan), la generosidad del mundo con los triunfadores: “Te juro que cuando el álbum pegó fuerte en Norteamérica, me pasé un año saliendo de noche sin dinero”. Joseph sabe de lo que habla: es el hermano mayor de la cantante Sinéad O’Connor.
Sus personajes tienen fuertes trasfondos: el narrador, el guitarrista Robbie Golding, viene de la diáspora económica irlandesa, una familia instalada en Luton (ya saben, el cuarto aeropuerto de la zona de Londres), encabezada por un padre tradicional, escéptico ante modernidades como la música pop. La verosimilitud sí flaquea con la luminaria del grupo, Fran Mulvey. Y no tanto por su exótico origen —huérfano vietnamita criado en familias británicas de acogida— como por su pansexualidad, su gusto por la provocación indumentaria, su vida evasiva, su voracidad ante las drogas, su ego desatado, su magnetismo de grado Bowie.
Naturalmente, Fran termina volando en solitario. Y se transforma en un monstruo inflexible, que impone su voluntad mediante belicosos abogados. No se pierdan (página 331) la lista de sus exigencias para viajar. Como en la vida real.
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