Sinagogas, cementerios y barrios enteros: el patrimonio cultural oculto de los judíos en España
La expulsión de los hebreos en 1492 sepultó la memoria de las viviendas, sinagogas y edificaciones que este pueblo levantó durante más de mil años en la península Ibérica
Salomón Haleví (1352-1435), miembro de una familia hebrea encargada de recaudar los impuestos para la Corona de Castilla, era el rabino principal de Burgos. En torno a 1390, cuando estaban a punto de desatarse unas terroríficas matanzas contra la comunidad judía, se convirtió al cristianismo y llegó a ser, bajo el nombre de Pablo de Santa María, obispo de Cartagena. La vida de Haleví tiene mucho en común con lo acaecido con el patrimonio cultural hebreo en la península Ibérica. Permanece, pero está transformado, como se confirmó, por ejemplo, el pasado febrero cuando las obras de rehabilitación de una discoteca en Utrera (Sevilla) destaparon una espectacular sinagoga de la que apenas existían referencias.
Pero no ha sido el primer monumento judío hallado por casualidad. En 2002, en el interior del castillo de Lorca, se encontró otro templo hebreo entre sus paredes. En 2010, al remodelar la iglesia de Santa María la Blanca, en Sevilla, se descubrieron los restos de una sinagoga del siglo XIII, mientras que dos años después, en Segovia, al construirse un colector se halló un cementerio judío de hace cinco centurias. Un patrimonio cultural y arquitectónico a veces difícil de detectar, aunque se esté recorriendo a pie un casco histórico medieval y los entramados urbanos que este pueblo levantó hace siglos en numerosas ciudades españolas y portuguesas.
Todo comenzó en el 583 a. C., cuando los ejércitos babilónicos de Nabucodonosor II destruyeron el gran templo judío de Jerusalén y pusieron fin al Israel bíblico. Gran parte de sus habitantes fueron tomados prisioneros y arrastrados a Babilonia, mientras que los supervivientes se distribuyeron, en una gran diáspora, por el Mediterráneo. “Al ser derribado el templo, el judaísmo quedó sin un lugar arquitectónico de referencia y resurgió como pensamiento o creencia”, explica Nuria Morere, catedrática de Historia de la Universidad Rey Juan Carlos, en Madrid.
De hecho, en los documentos que se conservan del Concilio de Elvira (Granada), a principios del siglo IV, ya hay constancia de la presencia de judíos en Hispania. Se trataba de inmigrantes que buscaban recursos de supervivencia en la costa mediterránea, fundamentalmente en Elche y Tarragona, pero también en grandes ciudades de la época como Mérida. “Básicamente, cuando un pueblo no tiene raíces se dedica a cosas efímeras, como el comercio, lo que se mantendrá estable hasta la Edad Media, cuando empiezan a trabajar como prestamistas para los monarcas, aunque desarrollan todo tipo de oficios”, añade Morere.
León Benelbas, expresidente de la Comunidad Judía de Madrid, afirma que la “principal aportación hebrea en la península Ibérica fue cultural. La Edad de Oro del judaísmo acaeció en la España medieval y así se reconoce en todo el mundo”. Y añade: “Pudieron aportar poco desde el punto de vista patrimonial porque carecían de territorios, de tierras, ya que, si no podías alcanzar, por muchos méritos que acumulases, un ducado o un marquesado, no podías tener nada de eso. Luego, las sinagogas, los centros de asistencia, los barrios que levantaron desaparecieron o se transforman con la expulsión de 1492″, señala.
En general, sus barrios se asemejaban mucho a los cristianos y musulmanes, pero con ciertas particularidades. A finales del siglo XII y principios del siglo XIII, las comunidades judías dejaron de ser mayoritariamente rurales y se consolidaron en las ciudades, donde se especializaron en el comercio y artesanía. “No había ningún oficio, desde el más humilde hasta la actividad artesanal más refinada, que no fuera practicado por los judíos de Sefarad”, sostiene el historiador Andreu Lascorz.
Una opinión que comparte el arquitecto Abraham Hassan, actualmente con una exposición sobre arquitectura de sinagogas en el Centro Sefarad-Israel: “La arquitectura judía en la península Ibérica no es otra cosa que una adaptación de la que ya existía en España. No crean grandes edificaciones, con algunas excepciones. Los magníficos arquitectos hebreos son contemporáneos, no medievales”.
La judería ―también conocida como judaria, jodaria o joderia― era, según Lascorz, el barrio “de toda la comunidad y donde desarrollaba la mayoría de sus actividades. Se trata de la ciudad hebrea gestionada hasta el mínimo detalle por los dirigentes. Las juderías tenían en la mayoría de las ocasiones puertas, puertas que se cerraban por la noche por precaución y para protegerse de los asaltos en Semana Santa o de brotes violentos como los de los años 1348 y 1391″.
Se sabe que hubo asentamientos estables en grandes ciudades como Alcalá de Henares, Barcelona, Burgos, Cáceres, Córdoba, Girona, Granada, Guadalajara, Jaén, Palma o Zaragoza, además de otros en municipios más reducidos como Rivadavia, Tui, Plasencia o Tarazona. Los expertos calculan, que en su momento de máxima expansión (siglos XIII y XIV), llegaron a residir unos 250.000 hebreos, sumergidos en una península Ibérica que no superaba los 4,5 millones de personas.
La sinagoga del Tránsito, o sinagoga de Samuel ha-Leví, situada en Toledo, no tiene, según Benelbas, “parangón ni en Europa ni en el mundo. Ni siquiera en Tierra Santa existe un monumento así”. Se trata de un edificio del siglo XIV, levantado por el mecenas Samuel ha-Levi en tiempos del rey Pedro I. Fue construida en estilo mudéjar y destaca por su Gran Sala de oración, ornamentada con arcos que permiten la entrada de la luz exterior. Está recubierta interiormente con frisos policromados de yeso y decorados con motivos vegetales, geométricos y epigráficos, además de heráldicos de la Corona de Castilla.
Tras la expulsión, el patrimonio judío se lo quedó la Iglesia, que lo convirtió según sus necesidades. En el caso de la sinagoga de Samuel Leví Abulafia [el Tránsito], se transformó en hospital, por lo que milagrosamente se salvó de su desaparición. Algo parecido ocurrió con la Sinagoga Mayor de Toledo, que se convirtió en la iglesia de Santa María la Blanca. “Son auténticas joyas. Su existencia es algo excepcional, porque a los judíos no les estaba permitido construir”, insiste Benelbas.
Las juderías, sin embargo, son más abundantes, porque sus trazados y casas se conservan en los casos históricos de las ciudades medievales españolas y portuguesas (Córdoba, Sevilla, Girona, Toledo, Saporta...). En ellas, los hombres desarrollaban oficios como armeros, carniceros, carpinteros, cerrajeros, mercaderes, farmacéuticos, libreros, notarios, sastres o plateros, mientras las mujeres ejercían como comadronas, hilanderas, lavanderas o tejedoras. Los trabajos más reconocidos recaían en los de cabalistas, cartógrafos, científicos, filósofos, geógrafos, poetas, polemistas, talmudistas, traductores o médicos.
Lascorz explica que “los hogares de un barrio judío no se diferenciaban de las demás viviendas de cristianos y moros”. En las juderías destacaban las “sinagogas y los oratorios, además de escuelas, baños o mikvaot, hospitales, hornos, panaderías, bodegas, carnicerías, mercados, plazas y tabernas. Y en las juderías más importantes: prostíbulos. Fuera de las ciudades, por motivos religiosos, se levantaban los cementerios”, añade.
Morere, por su parte, recuerda que los hebreos “no eran diferentes del resto de la población”. “La diferencia la hemos ido creando nosotros, el cristianismo, el catolicismo, pero no era tan real en aquella sociedad. El cambio llegó con la creación de los guetos, que responden a una corriente de pensamiento del siglo XIX que parte de los llamados Documentos de Sion, que defendían que los judíos eran el mal del mundo”. En los siglos III y IV, insiste la catedrática, “eran solo una minoría frente a un grupo mayoritario, con una religión no demasiado diferente de la cristiana, pero la Iglesia decidió distanciarse del judaísmo y, poco a poco, comenzó la segregación”.
No obstante, durante toda la Edad Media siguieron llegando judíos a los reinos cristianos peninsulares. “Llovía sobre mojado. Había habido expulsiones en Europa y almohades y almorávides seguían en guerra, lo que hizo que muchos emigrasen al norte, a territorios cristianos. Unos monarcas los perseguían y otros, en cambio, los protegían. El final llegó con los Reyes Católicos, que viraron sus reinados hacia la monarquía absoluta y, para ello, necesitaban un catolicismo fuerte”.
Benelbas recuerda que para evitar ser expulsados, muchos judíos argumentaron que llevaban en la Península desde hacía miles de años: unos dos siglos antes de la muerte de Cristo. “Un argumento ingenuo y desesperado”, sostiene, “que viene a decir que si estaban en España antes del inicio de la Era común [I a. C.], no tenían nada que ver con lo que habían hecho otros...”. Se calcula que aproximadamente la mitad de los hebreos de la Península se negaron a abrazar el cristianismo, por lo que fueron expulsados: unas 100.000 personas.
En 1432, Salomón Haleví/Pablo de Santa María, terminó su obra máxima, Scrutinium Scripturarum, un tratado polémico, según la Real Academia de la Historia, porque, cuando solo faltaban 60 años para la expulsión definitiva de este pueblo, reflejaba un diálogo abierto entre un cristiano y un judío. El autor destacaba en el texto los “errores” de la religión hebraica. Tan convencido estaba de su nueva fe que casi toda su familia se convirtió al cristianismo. Su hijo Gonzalo, por ejemplo, fue nombrado obispo de tres diócesis, su vástago Alonso lo fue de Burgos, mientras que su nieta, Teresa de Cartagena, ingresó en un convento y se convirtió en una de las grandes autoras de la literatura castellana. Ni rastro de su pasado oculto, lo mismo que los yacimientos y monumentos que, por casualidad, se han descubierto en los últimos años, incluidas las paredes de una discoteca de Utrera.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.