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Columna
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¿Dónde quedan el deseo y el consentimiento?

Sobre la tela, he visto a una mujer agarrar el cabello de su agresor y a dos señoras que comparten bañera realizar un curioso juego erótico. Qué curioso que pocas de estas obras se impriman después en las guías oficiales

Una parte del cuadro 'Allegoria di Ercole' de Dosso Dossi.
Una parte del cuadro 'Allegoria di Ercole' de Dosso Dossi.

Un conocido publicista manifiesta públicamente su rabia cuando un periodista le invita a hacer autocrítica con esas cosas que tienen que ver con los privilegios de género (¿habéis leído al boxeador transexual Thomas Page McBee? En Un hombre de verdad explica cómo el simple hecho de ocupar un cuerpo de hombre hace del mundo un lugar menos hostil). Venimos de una semana con tintes inverosímiles (hemos visto a una celebridad que se acerca a los setenta años salir de un hospital en silla de ruedas sosteniendo un bebé que compró en Miami) que ha hecho que revise la historia de McBee y que vuelva a abrir Fuego, un libro que firma la periodista Gema Peñalosa y que aborda la historia de María del Carmen García, la mujer que en 1998 acabó quemando a Antonio Cosme, el señor que había violado a su hija de trece años. El caso puso en el punto de mira a la justicia, que suele colocar en el centro el cuerpo de las mujeres en lugar de ocuparse del cuerpo social que posibilita los crímenes contra nosotras (leed Microfísica sexista del poder de Nerea Barjola).

Una semana caótica y un poco rara, pensaba yo, embarrada en una marea de opiniones que parece que remen en una dirección que nos acercará un poco más a saber observar los hechos con perspectiva de género. Soy la primera sorprendida al verme escribir al respecto. Quise huir del barrizal y me encerré en Florencia (preparo un taller para el mes de junio), una ciudad que es puro estímulo: voces y voces, todas susurrando y —oh, sorpresa— construyendo el mundo a base de repetir unas ideas que a día de hoy siguen alimentando un único privilegio, el del hombre heterosexual blanco. He querido desaparecer en la pintura (fundirme con las manchas, sentir placer con un plano de color rosa en una construcción de un retablo del año 1300 o con la mano que sujeta con gracia una serpiente) pero el exceso de sabinas violadas, medusas mutiladas, de mujeres inocentes que reciben su castigo y el catálogo de pechos ofrecidos tímidamente al espectador o depositados como por accidente sobre bandejas de plata con frutos rojos y sabrosos, no me han permitido alcanzar mi objetivo. ¿Hasta qué punto el imaginario social ha acabado condicionando algo tan importante como es nuestro deseo y nuestro consentimiento?

Escribo sobre pintura, pero la narrativa del castigo contra las mujeres no solo está en las paredes de la galería Uffizi, sigue repitiéndose en el espacio público, en las pataletas mediáticas de los privilegiados, en los supuestos seguros núcleos familiares. Mari Carmen García no se reparó a través del acto artístico, quemó al agresor de su hija cuando hacía poco que la violación había dejado de ser considerada un delito contra la honestidad y empezaba a considerarse un delito contra la libertad sexual (de nuevo aquí la perspectiva de género cambiando el punto de vista y marcándose un tanto a favor de la igualdad). Sobre la tela, el lugar donde muchas de nosotras solemos encontrar la calma, he visto a una mujer agarrar con fuerza el cabello de su agresor y a dos señoras que comparten bañera mirarse con deseo y realizar un curioso juego erótico con las manos. Qué curioso que pocas de estas obras se impriman después en las guías oficiales de los museos o que, en el caso de hacerlo (a estas alturas es imposible invisibilizar a algunas autoras), solamente aparezcan acompañando a la obra los datos técnicos de rigor.

“Eso sí que son tetitas, no lo de la Venus de Milo”, escuché hace 20 años de boca de mi profesor de dibujo en el aula donde por primera vez me enfrentaba a encajar en papel lo complejo del movimiento de la carne humana. La modelo permaneció quieta. Aquella situación me puso en alerta, entendí que algunos hombres daban por hecho que nuestros cuerpos eran suyos incluso en un momento tan delicado como el del aprendizaje universitario. Después, el profesor nos habló entusiasmado de una pintura de Gauguin en la que unas jóvenes tahitianas ofrecían sus tetitas al espectador en unas bandejas con flores de mango.

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